27 noviembre, 2005

X. Crónica del odiado y la adorada

Ya no te espero
llegarás, pero más fuerte
más violenta la corriente
dibujándose en el suelo
de mi pecho, de mis dedos
llegarás con mucha muerte

Ya no te espero
ya eché abajo ayer mis puertas
las ventanas bien despiertas
al viento y al aguacero
a la selva, al sol, al fuego
llegarás a casa abierta

Ya no te espero
ya es el tiempo que fascina
ya es bendición que camina
a manos del desespero
ya es bestia de los potreros
saltando a quien la domina

Ya no te espero
ya estoy regresando solo
de los tiempos venideros
ya he besado cada plomo
con que mato y con que muero
ya se cuándo, quién y cómo.

Silvio Rodríguez.
Ya no te espero.



Verlo a Santiago corriendo es una de las maravillas que cualquiera debiera permitirse. No se entienda su destreza en el sentido de velocidad o elegancia, sino más bien en ese ímpetu de animal herido que recrea entre sus brazos agitándose, y en la maniobra de sus rodillas que irregularmente trazan una trayectoria parecida al puro auge, dando la sensación de que estar vivo es correr desenfrenadamente como él montaña abajo, aullando el nombre de Mariana, que es toda una invocación de ejecución perspicaz, y un enamoramiento severo que nos hizo enemigos.
La evocación de un amigo no sigue los mismos cauces luego que el tiempo o las circunstancias dañan la relación o la transforman en un odio íntimo pero mutuo, donde se persevera en respetar al adversario y a la vez meditar cada zarpazo de puma o cada firulete de puñal que se despliega en su presencia con el fin de aniquilarlo. A Santiago el amigo, lo recuerdo con su pelo corto pero atestado de rulos imprudentes, de rostro fiero como si lo hubiera tallado un artesano aprendiz en una madera poco sumisa, lo recuerdo su navaja, sus secretos calendarios de bolsillo con mujeres semidesnudas, con una camisa (cosas de la memoria) que le regaló Trinidad para su cumpleaños catorce, que era a cuadros, de estilo leñador, y le confería a la predisposición beligerante de los músculos de su espalda el marco exacto para que su cuello de toro joven luciera toda la dignidad de un animal de porte. Lo recuerdo hablando con su parlanchina luna, su compañera de noches y noches. No era raro verlo con la cabeza inclinada, los ojos espectrales por el halo amarillento, su mirada escrutando cráteres y sombras, contándole a la luna lo triste que es la vida, diciéndole cosas en el ánimo de confidencia que sólo se tiene con gente de absoluta confianza. Decía Santiago que la luna no sólo lo escuchaba con diligencia, sino que también se confesaba con él.
Chimentos de la luna según Santiago: que la luna es loca por el flamenco, por los tísicos, por los mapas viejos (esos que contienen muchos errores o unen países que luego el odio y la codicia habrán separado), por los flamencos pero a veces, por los mocos de las niñas de dos años, por la arena de los relojes (siempre tan cayendo, tan llevada siempre de los pelos por el tiempo), por esa nube de suspiros que se alza en el cielo cuando coinciden enamorados en toda la tierra; que le gusta cambiar porque como a toda mujer el mostrarse le es un arte inclinado a la coquetería y es su forma de escaparle a rutinas que desengañarían a sus amantes; que la luna no es siempre la misma porque nos acecha, nos pretende, nos ansía o nos detesta, todo esto alternando en ciclos que ni los astrólogos descifran del todo. Parece que a la luna le disgustan las cosas demasiado brillantes o demasiado dulces, que prefiere el aullido al silencio, que se queda con las rudimentarias joyas de orfebrería neolítica antes que con esos trabajados diamantes de museos europeos, que odia secretamente que la llamen madre, ella es una dama en edad de merecer, es una lujuriosa visitante secreta que se mete en el lechos de hombres aguerridos y les abrevia el dolor que la vecina muerte les hará al amanecer. La luna marchó en las gestas de liberación de los ejércitos, contuvo hordas, confundió grimorios, atormentó de poluciones las noches inmundas de sacerdotes, puso monedas en las manos de Alejandro de Macedonia así como puso un beso de lámpara en las heridas mortales de Alejandro Magno. Hasta le contó a Dante cómo era el infierno y el muy desleal la plagió sin contemplaciones y luego se adornó con esos sesenta y tantos mentirosos cantos sobre purgatorios y cielos. Cosas así le dijo la luna a Santiago en incontables noches de charlatanería y soledad compartida a voces.
Todas las historias tienen su pero y en ésta el pero es Mariana (o tal vez yo, no consigo saberlo aún). O sea, una adolescente que terció en discordia en el idilio de Santiago con su remota amante. Y es que Mariana era como las mejores lunas, las que se van llenando pero no llegan a gordas, sino que se quedan como una tajada de melón sabrosa y emiten concordancia con todas las cosas hermosas de la noche. Pequeña, concentrando en su palidez y su osamenta la hermosura diestra de los colores tenues. Dada a conspirar con el canto, a pasar cerca tuyo tarareando justo esa canción que dice en su letra lo que el mundo te dice en ese instante. Una mujer besable, de manos finas, de secreto fuego.
Ella no tenía nada que ver con nuestro grupo de aprendices, venía a tomar clases de piano con Angélica y compartir exquisitos tés los días martes. Yo andaba saliendo de mi inextinguible amor por Trinidad, y mi torpe naturaleza enamoradiza terminó inclinándome hacia Mariana, confirmada ya la decisión de Trinidad de no darle rienda suelta a este amor hasta no haber ambos hallado la clave para no lastimarnos. Fue cuando supe que Santiago ya le había declarado su amor a Mariana haciéndole un dibujo hermoso de un jardín y una bicicleta y dos murciélagos, comprándole chocolates Jack con muñequitos sorpresa, prestándole sus revistas de Patoruzú, enseñándole a armar una honda resistente según su teoría de que el equilibrio en las patas salientes de la Y es el secreto de una buena horqueta, mostrándole cómo correr con los ojos cerrados cuesta abajo sin sufrir percance alguno (¿marcha de poder?), diciéndole una tarde que se hizo tarde que la quería. Parece que Santiago tenía su batalla de amor casi ganada cuando me interpuse yo y se la robé irreparablemente.
Un día estaba yo jugando al TEG con Mariana y Soledad, y a Soledad no le podías conquistar Aral sin que se enojara y abandonara (bueno, a mi me pasaba igual con Kamchatka o Sumatra). Hacía rato que en el modo de rozarnos las manos al ceder los dados había notado una tibieza electrizante, un sí rotundo también en los ojos de Mariana, pero más que nada en su respiración, ligeramente agitada o anhelante en mi presencia. No está demás que reconozca mi maldad: sabía que Santiago la quería, y apenas Soledad se puso a regar el jardín y nos sentimos más seguros, de un arrebato nos abrazamos, caímos sobre el tablero, esparcimos fichas azules y negras, entre tarjetas con dibujos de globos o cañones nos retorcimos de amor, nos besamos con esa táctica y esa estrategia que tiene el amor, fuimos felices a nuestras anchas, a expensas, destino depravado, de un daño indirecto, pero daño al fin, a terceros, o sea, a Santiagos (y a Trinidades también, pero esa sería otra historia). Pero aquí no apareció Othello de improviso y nos sorprendió, sencillamente cuando volvió Santiago (con Juan y Lucía) de comprar las cosas para el almuerzo del otro día (importante, cumplía años el brujo Ramiro), Trinidad le dijo todo lo que pasaba (tampoco sé como lo supo ella, acaso se lo dijo Soledad). Santiago, que entonces todavía era bueno, se fue al río, esperó la noche, le contó a la luna de la traición, tal vez lloró, nunca lo sabré.
Una siniestra tensión entre ambos quedó desnuda durante el opíparo festejo del día siguiente. Se suspendió la función de títeres habitual del fierita. El nagual Zacarías quiso hablar conmigo a solas. Entramos a la casa, yo iba como el condenado que paso a paso se aproxima al patíbulo que sabe justo y hasta lo ansía para expiar un crimen que lo congoja. Entramos en la biblioteca, no sentamos en los cómodos sillones que el tenía mirando el jardín. Hablamos largo rato de cosas casi triviales, técnicas de pesca, noticias de Costa Rica, un par de zapatos nuevos, un libro de química. Pero abruptamente cambió su tono de voz, se puso casi feroz, me incendió con una mirada que te atravesaba de terror puro, sospeché una lágrima en ellos. Meticulosamente profetizó el fin de su linaje, guerras a muerte, separaciones, tragedias. La historia de ese fin empezaba con una disputa entre Santiago y yo. Él había visto que esa disputa estaba golpeando la puerta, el le habría la puerta, pasó Santiago, se sentó frente a mi, me miró con un desprecio que luego no ha hecho más que intensificarse. Escupió mis zapatos nuevos y se fue. Justo antes de marcharse, escuchó lo que el nagual dijo en voz grave: ningún nagual es grande sin un gran enemigo.
Sé que el gran enemigo de un nagual sólo puede serlo otro nagual, y desde que el nagual Zacarías nos bendijo enemigos, tratamos de ser impecables en nuestro odio, ya que es lo único que nos hará llegar a nuestros destinos tan particulares. Santiago armó un grupo de conspiradores y poetas, yo perdí en sus manos el mío de filósofos y músicos. Santiago enamoró a Trinidad y le hizo un daño terrible. Yo deshice su grupo de conspiradores. Él me devolvió a Trinidad, pero me robó un hijo. Y Mariana... Y Mariana se pasea todavía entre ambos, más mía que de él, pero no del todo mía. Y a qué nos conducirá todo esto, no alcanzo a percibirlo. A qué atrocidades nos vemos sometidos, qué vergüenzas que llevará el guerrero a cuestas en su loco afán de infinito, cuando se queda vencido por ese enemigo que es el poder. Y Mariana ese indescifrable códice, esa luna en la tierra, esa maldición, ese paraíso.



Mendoza, 26 de noviembre de 1999