31 diciembre, 2005

Anécdotas Brujas. Tomo I




Imágenes y Texto por Diego Galo

'Anécdotas Brujas', Son fragmentos recuperados del olvido de cómo eran aquellos guerreros brujos, cómo eran mis compañeros aprendices, qué pude aprender y qué no entendí jamás. También se puede rastrear en ellas la crónica de una búsqueda y están al alcance los tantos rostros de la utopía, el amor, la tristeza y la magia...


Diego Galo


10 diciembre, 2005

I. Temprana confrontación con el milagro


Nunca es triste la verdad,
lo que no tiene es remedio.
Joan Manuel Serrat.
Sinceramente tuyo.

Era un día frío, en las montañas lejanas la nieve azotaba la mirada con esa especie de castidad a la fuerza, la hora resbalaba el mediodía, casi ya caía en la siesta. Zacarías me había pedido que depusiera una actitud equivocada: juzgarme inmortal. Habíamos salido muy temprano, empezaba a tener sueño, el traquetear de su vieja Ford en los caminos angostos y erráticos me mantenía apenas despierto. Zacarías no había hablado, yo había leído en silencio. Detrás venía Lucía, que iba a quedarse en su casa de retiro. Pero Lucía es un ser enigmático y silencioso. Desde muy pequeña perdió la vista, y perdió con ella esa voz que en nosotros sólo se presta a necedades, mentiras y maldades. Nos detuvimos de forma casi abrupta. Zacarías nos pidió que bajáramos. El frío que empañaba las ventanas se introdujo sin permiso en mis huesos, entonces me abracé a Lucía y ella me miró con el desprecio que se tiene a los seres débiles sin razón. - Matamos un perrito y ni te diste cuenta - dijo. El nagual no había perdido tiempo. Se agachó junto al perro deshecho, que por algún perverso milagro todavía vivía y nos miraba agobiado de resignación. Estaba muy agitado, jadeaba como suplicando y yo no podía quitar los ojos de las vísceras. Lucía lloraba sin ver, su retina amparaba pensamientos indescifrables. Entonces oímos un llanto y una niña de siete u ocho años apareció por el camino, venía corriendo y gritaba un nombre: Sasito. Lucía de un salto la interceptó, mientras Zacarías envolvía a Sasito en su campera y lo alzaba. Yo permanecía estúpidamente paralizado, entonces Zacarías me dijo que todo esto lo había causado yo, que me hiciera responsable. Eso hizo resonar en mí automatismos inconscientes: me pasaba que actuaba por reflejo cuando se apelaba a mi responsabilidad en cualquier asunto. Era excesivamente responsable.Corrí hasta donde estaba la niña, y le pregunté dónde vivía. Me miró como se mira a un idiota sin remedio, pero se dignó a extender la mano, señalando. Si yo hubiese levantado la mirada hubiese visto la casa, bastante humilde, la única en al menos tres kilómetros a la redonda. El nagual ya estaba golpeando a la puerta de la casita cuando me recuperé de la vergüenza, entonces me apené y me metí a la camioneta. Una anciana atendió, algo le dijo Zacarías, no recuerdo, luego entró. Detrás entró Lucía que abrazaba a la niña, y los sollozos del perro sumados a los de la niña me habían metido en un pozo oscuro de tristeza. De todo lo que sucedía, lo que más me importaba era la impresión del perro eviscerado, y luego lo demás, pero para no sentirme tan despreciable, me decía que el mundo era cruel y que el nagual iba distraído y lo había pisado. Eso me resultaba casi intolerable. A los minutos, salió el nagual con el perro en sus brazos y lo puso encima mío. Me dijo que yo debía sanarlo, puesto que era un sanador. Mis balbuceos fueron saber dónde estaba Lucía. Él dijo que Lucía se quedaría hasta el otro día, porque María estaba muy mal. Pero que Lucía había asegurado que yo sanaría a Sasito, y que lo devolvería al otro día sano y salvo, porque yo era un brujo sanador muy poderoso. Sin tener tiempo a reaccionar, Zacarías se subió a la camioneta y me llevó a un lugar de plenos poderes, como él decía. Era un cerro muy bajo, detrás de dos más bien altos, que no se veía desde el camino. Había una roca muy grande en forma de estrella, poblada en sus rincones por cactus de montaña. En el camino yo sentía gemir muy bajito al perro, y temblaba violentamente. ¿Qué podría hacer por él? Me martirizaba la convicción de que nada, nada en absoluto. Estaba asqueado de la situación, lloraba, ya a los nueve años sabía contener lo suficiente el moquerío, pero esta vez no podía permanecer digno. Llegamos y Zacarías me dijo que volvería al atardecer para no entrometerse. Me acercó la mochila donde tenía yo mis libros, talismanes, hierbas y cosas así. Dijo que no lo defraudara, que no le fallara a Lucía, ni a María: la pobrecita había perdido a sus padres el mes pasado y todo lo que amaba en el mundo era ese perro. Serían las tres de la tarde. Pasaron dos horas, mientras me acostumbraba al frío y me improvisaba una fogata. Había decidido que no volvería hasta sanar a Sasito. Pensé que lo mejor era realizar primero un exorcismo. Efectué tres conjuraciones. Luego puse al perro en un círculo. Dibujé una estrella de cinco puntas y busqué en los grimorios uno de mis hechizos favoritos. Estaba a la mitad de una recitación en latín cuando tuve la convicción de que el perro había muerto. Me acerqué, le hablé, lo abracé, pero no reaccionaba. Me sentí inútil con todo eso que había hecho. Me dije que me había estado evadiendo con toda esa parafernalia pseudoesotérica. No había sido impecable, entonces ser sanador es imposible. Sanar es seducir al intento para que restablezca un canal deteriorado. Pasaría una hora o dos. Ya el frío era cruel, pero casi no lo sentía. Decidí enterrar al perrito. Me puse a cavar por ahí cerca, cuando sentí que muy bajito, el perro gemía. Salté a su lado, miré sus ojitos, y supe que debería darle muerte. No podía sanarlo, pero no podía permitir que sufriera así. Todavía lloré un poco más, luego un frío despiadado se instaló en mi columna, me erguí, saqué mi rifle 22, y ejecuté la despiadada eutanasia. Luego ceremoniosamente lo enterré. Ya era bien entrada la noche, las estrellas eran un montón de titilantes preguntas, el frío era una sólida convicción de que la vida es triste. Cuidé mi fogata, y entre el humo y las ramitas secas, entre el frío y mi angustia, fue madurando el nuevo día. Amaneció con la llegada de Zacarías. Silenciosamente se sentó a mi lado y me explicó (no recuerdo las palabras textuales) que cuando nos llega la hora, nada puede impedirlo. Habló de que el universo se confabula cuando se trata de complicidad con la muerte. Hasta un prestigioso nagual como él puede ser el instrumento infame, y un "sanador" como yo terminar el trabajo, entre mis temores de mierda y mis cuidados de nenita inglesa y mis locuras ebrias de hechiceros mitómanos o sencillamente insanos. "No esperes algo mejor, Galito, cuando el universo te estigmatice deteniéndote el reloj, como diciendo: buitres, aquí está el miserable que se muere". La muerte es cruda y despiadada para todos, y es inevitable y hasta absurda, pero la vida muchas veces también lo es, y lo es sin remedio y sin recaudos. Y hasta sin moralejas.
- ¿Cuál es la moraleja entonces? - pregunté desesperado.
- No hay moralejas. Hay realidades. Está María por ejemplo, esperando que vuelvas con Sasito vivo
- ¿Y qué voy a hacer?
- Nada. Te habrás dado cuenta que casi nunca se puede hacer nada. Muchas veces el heroísmo consiste en hacer precisamente eso inevitable que nadie quisiera hacer. Pero sí tuve una moraleja y fue el matiz mágico que tiene el cosmos. Volvíamos. Teníamos que pasar a buscar a Lucía. Cuando nos acercamos a la casa, estaban María y Lucía jugando con Sasito. Hasta un beso me dio Lucía cuando subió a la camioneta y luego sentí que tenía hambre y que vendrían muy bien para paliar la situación esos alfajores de maicena que venían en el bolso del nagual.


Galo
Mendoza, 7 de octubre de 1999


II. Evocación de Marina




Si pudiera llevarte de la mano
a ese lugar que más te ha ensombrecido
verías la alegría que ha existido
y lo maravilloso de antemano.
Si pudiera llevarte a ese lejano
lugar, donde sufriendo has aprendido,
te enseñaría aquello que has perdido
en temer, en mentir, en huir en vano.

Silvina Ocampo.
Amarillo Celeste, A mi infancia


Esa mañana Marina no me despertó. Era inusual, siendo el inquieto y travieso ser que es. Su forma de acecho es el alboroto espontáneo, la ocurrencia lúdica. Desperté solo, convencido de que algo sucedía. La mañana andaba gateando, serían las nueve. El nagual Zacarías se había ido al Chaco, porque debía pasar una especie de iniciación chamánica menor. Estábamos en la casa de doña Carolina, vieja bruja que se unió al nagual cuando él era joven y ella tenía ya cuarenta. No le dio la talla, pobrecita, para quedarse en el equipo del nagual Zacarías y la madrina Sofía, pero su amor sin condiciones y su extrema soledad le impidieron marcharse y pidió quedarse como una especie de ama de llaves. La recuerdo como una abuela de amargura indescifrable y sonrisa generosa, si creyera un poco más en los ángeles me gustaría creer que la sostienen en su gloria en esa remota vastedad que evoca la palabra cielo.
El olor del café que venía de la cocina afectó fuertemente mi decisión de ir a ver a Marina. Estaba especialmente hambriento, y doña Carolina preparaba un desayuno que seguramente me haría elegir el infierno gustoso si sólo en él lo sirvieran. Silvina Ocampo diría eso es del informe, y yo le diría dejémoslo para otra ocasión. Pero al no venir Marina, la misteriosa Tonantzin que el nagual trajo huérfana de Oaxaca, pudo más mi preocupación o mi curiosidad y fui a su habitación a buscarla, donde en ese entonces dormía con Trinidad.
Trini no estaba, porque estaba en la ciudad haciendo un curso de literatura y existencialismo que vino a dar un profesor discípulo del mismísimo Sartre. Trini sabía leer desde los tres años, porque le enseñó la madrina Sofía.
Cuando abrí la puerta, encontré la habitación en penumbras. Apenas la persiana convidaba un poco de mañana, apenas se dibujaban los objetos como si el que los estaba soñando estuviera por caer en lucidez y dar al traste con ellos. El aire estaba detenido como en un cuento de Gabriel García Márquez, pero no por pesadez, sino por fortuita elección o por conmiseración ajena. Marina miraba hacia fuera sin ver y estaba triste. La envolvía una luminosidad imperativa pero desolada, sus ojos acechadores parecían escrutar una mancha de humedad en la
pared, sus manos cedían y no sostenían el vuelo, le pregunté si estaba enferma y me dijo que no. Le pregunté si estaba triste y me dijo que estaba enferma. Pero estaba triste.
No sirvió de nada que para ella evocara flores y cuentos,fabulosos tigres mitológicos, barcos de ámbar con velas de transparencia que remontaban el viento solar, castillos de aire donde las hadas hacían siesta y roncaban sinfonías; no sirvieron las cosquillas ni el café, no pudo doña Carolina con ningún manjar. Jacinto le trajo en la tarde un ramo de violetas, hasta le presté mi bicicleta, pero Marina estaba ida en su pena y con sutileza nos decía que eso pasaría. Pero sólo la madrina Sofía supo que jamás Marina dejaría su tristeza, entonces nos instó a dejarla en paz con sus pensamientos; dijo que cuando Marina encontrara lo que buscaba ver en la mancha de humedad dejaría su habitación y seguiría su vida como si nada. Pero será como si nada, aunque ella no será ya la misma.
Al otro día, en plena siesta, llegó el nagual. Me llevó a la ciudad y me presentó gente amiga. Uno de ellos era un chamán chaqueño que perdió la voz pero ganó el canto de exóticos pájaros, y el nagual me contó que había visto a Rey Colibrí, un misterioso ser de naturaleza semejante a Mescalito, pero más del aire y del día. A mi sólo me interesaba saber qué le pasaba a la Tonantzin, si se iría ese halo gris que le enturbiaba el azul soberbio de su mirada rasgada y gatuna, si cometería sus tropelías como cada día, si hallaría lo que la madrina había dicho que buscaba en la mancha de la pared.
Pero el nagual no me habló de ello. Cinco años después nos explicó a los hombres qué era perder la forma humana, nos hizo dibujos interesantes que aún conservo, nos habló de envase y relleno, de alma lunar y alma solar. No me decía nada su afirmación de que Marina cinco años atrás perdió su humanidad y se convirtió en una criatura de fuego esmeralda y rayo de luna.
Dos años pasaron aún y el nagual me explicó que sin instalarse definitivamente en la tristeza nadie comprende la alegría. Marina es el ser más alegre que conozco, su algarabía contagiosa nos ha sostenido en difíciles crisis. Y si uno se atreve a preguntarle a Marina qué es la tristeza dice una frase enigmática: un colibrí que surge de una mancha de humedad. Y si uno insiste simplemente desaparece o te pisa un pie y sale corriendo, o te besa los párpados y te dice: todas las lágrimas invisibles son la tristeza, todas las lágrimas que llora la noche en silencio y que desconocen los inmortales. Y se aleja riendo, con esa transparencia y esa genuina alegría que los demás, los humanos, nos afanamos por conquistar.

Galo
Mendoza, 13 de octubre de 1999

III. Lupe es una estrellita de mar




Quisiera esta tarde divina de octubre
pasear por la orilla lejana del mar.
Que la arena de oro, y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar
... Perder la mirada, distraídamente,
perderla y que nunca la vuelva a encontrar.
Y figura erguida entre cielo y playa
sentirme el olvido perenne del mar.
Alfonsina Storni.
Dolor.


Lupe conoció el mar en setiembre, un mediodía frío. A los veinticinco años. Recuerdo haberla sostenido suavemente y notar su estremecimiento y pavura. No dijo nada a nadie, simplemente se sentó a una distancia prudente y se quedó mirando, sin que sus pensamientos alteraran su silencio y arrobamiento. Yo tenía diecisiete, Trinidad dieciséis, Juan veinte. Nos fuimos caminando por la playa hacia el norte, hacia una zona rocosa donde podíamos recoger caracolas y Juan podía cazar cangrejos. El nagual nos había dejado allí en Tongoy, y había partido hacia La Serena, junto a tres de sus brujos. Parece que iban a asistir a la apertura de un portal, era una convención secreta donde acudirían más de cincuenta naguales con sus brujos hombres, provenientes de toda América. Lucia y Marina se fueron con el nagual, pero no asistirían. Querían conocer el faro, y Angélica las iba a cuidar y las iba a llevar a una feria de libros.
Recuerdo que el sol empezaba a ponerse naranja cuando volvimos. Y Lupe no estaba donde la dejamos. Agotamos los lugares posibles, nos alejamos, volvimos, insistimos vanamente. Juan nos instó a serenarnos, yo estaba muy inquieto, no me gustaba nada la situación. Corrí hacia el mar y lloré a escondidas, la llamé al viento, la noche con sus estrellas eran las fauces donde mi esperanza no resistía mordeduras, sentí agobio y pena. Trinidad se apartó, se sentó graciosamente debajo de una improvisada sombrilla, y fijó su intento para ver dónde estaba Lupe. Recuerdo que lo intentó repetidas veces, una vez tuvo éxito y lloró. Oscuros dragones se agitaban en su mirada clara y azul, su voz suave y entrecortada confesó que a Lupe se la había llevado el mar. Que Lupe lo sabía, y había venido a esta playa a cumplir una cita con su destino.
Juan se puso nervioso, algo violento. Exigió detalles, pero Trinidad no dijo nada más. Sólo unas palabras que me dolieron: Daleiv es el único que podría salvarla pero no puede porque se caga de miedo. La fidelidad a veces ciega de Juan le impetró que yo no tenía nada que ver, que avisáramos a carabineros. Eso hicimos. Dolorosamente la recordamos para describirla, para elaborar los esmirriados identikits, para sonsacar pistas que no habrían de conducirnos a ella. Pasado el ajetreo policial, con el alma cansada pero inquieta, volvimos a la playa. Hacía frío, y un viento ululante se había desatado, alimentando más nuestra congoja y deletreando cínicamente todo el abecedario de la desazón. Nos sentamos los tres muy juntos, nos reconfortamos tenuemente, y tiritando tal vez dormimos algo, de a ratos. Le pedí a Juan que volviera con Trinidad al motel, Trinidad dijo que no quería tener que golpear a Juan si quería propasarse con ella y yo dije no está como para chistes y Juan dijo que por qué no nos íbamos un ratito a la puta que nos parió. Lo hubiera dejado pasar como de costumbre, pero la frustración, el cansancio, la irritación desmedida me condujeron a la violencia, les grité que se fueran. Esta vez hicieron caso, pero a Juan hubo que sacudirle una patada. Debe haber estado entumecido porque cuando me la devolvió no me dolió, y eso que él mide cuarenta centímetros más que yo. Recuerdo a Trinidad caminando despacito y seguramente llorando, y a Juan seguirla
blasfemando y hecho una furia.
Eran las cinco de la mañana. Una distante claridad entre la bruma era la inminencia del día. Pero no amaneció hasta mucho después. Sé que dormí y tuve un ensueño muy lúcido donde hablaba con Lupe, en un lenguaje más allá de las palabras pero que cabía en palabras, aunque no conjugadas desde la coherencia sintáctica habitual, sino con un fuerte predominio de la semántica metafórica sobre un substrato de fuertes sentimientos y visiones transparentes verdiazuladas. Nunca olvidaré ese diálogo, que para ser lo más fiel posible, transcribí de este modo:
- Luna luna Lupe te quiero.
- Sol dieguito, luz animada, nosotros aurora -
-¿Y racimos de nubes? ¿Y jirafas? ¿Piedra de cristal? ¿Puñal acaso?
- Plena luz, zumbido distante, jirafa pero chiquita, rumor, ombligo.
-¿Luna luna?
- Siempre sol dieguito, hojitas verdes, inmenso océano, ave.
Recuerdo que volví en mí de forma abrupta y ya el sol se insinuaba. Tenía en mi corazón una imagen muy nítida de Lupe, la flor del nagual, la niña de vestidos largos y piel muy blanca que cuando era chiquito me leía Moby Dick, y un capitán de quince años. Tenía ojos como almendras, pocas veces oscuros, casi siempre extáticos y merodeados por un pensamiento agudo y rebelde. Se hacía una trenza larga, cosía la ropa de todos, hacía hermosos parches en forma de estrella marina, o delfín, o luna. Cantaba canciones de amor que inventaba, su voz ronca tenía la franqueza de la espuma que hace coro a la majestuosidad de una ola. Tocaba la guitarra y se quedaba toda la noche despierta los días viernes, porque perdió a su familia un viernes aciago y desde entonces tenía un insomnio recurrente y cumplidor.
En los registros policiales, Guadalupe Herrera debe consignar como desaparecida, probablemente ahogada. Nunca hallaron su cuerpo. Angélica se desesperó hasta encanecer completamente. El nagual Zacarías, con toda su sabiduría no comprendió jamás lo sucedido. Yo sé que Lupe regresó al mar porque era su hogar, sé que Lupe era una sirena extraviada en un mundo de hombres que ya empezaba a serle completamente ajeno. Siempre sol, me dijo. Con eso me basta.
Galo
Mendoza, 19 de octubre de 1999