10 diciembre, 2005

I. Temprana confrontación con el milagro


Nunca es triste la verdad,
lo que no tiene es remedio.
Joan Manuel Serrat.
Sinceramente tuyo.

Era un día frío, en las montañas lejanas la nieve azotaba la mirada con esa especie de castidad a la fuerza, la hora resbalaba el mediodía, casi ya caía en la siesta. Zacarías me había pedido que depusiera una actitud equivocada: juzgarme inmortal. Habíamos salido muy temprano, empezaba a tener sueño, el traquetear de su vieja Ford en los caminos angostos y erráticos me mantenía apenas despierto. Zacarías no había hablado, yo había leído en silencio. Detrás venía Lucía, que iba a quedarse en su casa de retiro. Pero Lucía es un ser enigmático y silencioso. Desde muy pequeña perdió la vista, y perdió con ella esa voz que en nosotros sólo se presta a necedades, mentiras y maldades. Nos detuvimos de forma casi abrupta. Zacarías nos pidió que bajáramos. El frío que empañaba las ventanas se introdujo sin permiso en mis huesos, entonces me abracé a Lucía y ella me miró con el desprecio que se tiene a los seres débiles sin razón. - Matamos un perrito y ni te diste cuenta - dijo. El nagual no había perdido tiempo. Se agachó junto al perro deshecho, que por algún perverso milagro todavía vivía y nos miraba agobiado de resignación. Estaba muy agitado, jadeaba como suplicando y yo no podía quitar los ojos de las vísceras. Lucía lloraba sin ver, su retina amparaba pensamientos indescifrables. Entonces oímos un llanto y una niña de siete u ocho años apareció por el camino, venía corriendo y gritaba un nombre: Sasito. Lucía de un salto la interceptó, mientras Zacarías envolvía a Sasito en su campera y lo alzaba. Yo permanecía estúpidamente paralizado, entonces Zacarías me dijo que todo esto lo había causado yo, que me hiciera responsable. Eso hizo resonar en mí automatismos inconscientes: me pasaba que actuaba por reflejo cuando se apelaba a mi responsabilidad en cualquier asunto. Era excesivamente responsable.Corrí hasta donde estaba la niña, y le pregunté dónde vivía. Me miró como se mira a un idiota sin remedio, pero se dignó a extender la mano, señalando. Si yo hubiese levantado la mirada hubiese visto la casa, bastante humilde, la única en al menos tres kilómetros a la redonda. El nagual ya estaba golpeando a la puerta de la casita cuando me recuperé de la vergüenza, entonces me apené y me metí a la camioneta. Una anciana atendió, algo le dijo Zacarías, no recuerdo, luego entró. Detrás entró Lucía que abrazaba a la niña, y los sollozos del perro sumados a los de la niña me habían metido en un pozo oscuro de tristeza. De todo lo que sucedía, lo que más me importaba era la impresión del perro eviscerado, y luego lo demás, pero para no sentirme tan despreciable, me decía que el mundo era cruel y que el nagual iba distraído y lo había pisado. Eso me resultaba casi intolerable. A los minutos, salió el nagual con el perro en sus brazos y lo puso encima mío. Me dijo que yo debía sanarlo, puesto que era un sanador. Mis balbuceos fueron saber dónde estaba Lucía. Él dijo que Lucía se quedaría hasta el otro día, porque María estaba muy mal. Pero que Lucía había asegurado que yo sanaría a Sasito, y que lo devolvería al otro día sano y salvo, porque yo era un brujo sanador muy poderoso. Sin tener tiempo a reaccionar, Zacarías se subió a la camioneta y me llevó a un lugar de plenos poderes, como él decía. Era un cerro muy bajo, detrás de dos más bien altos, que no se veía desde el camino. Había una roca muy grande en forma de estrella, poblada en sus rincones por cactus de montaña. En el camino yo sentía gemir muy bajito al perro, y temblaba violentamente. ¿Qué podría hacer por él? Me martirizaba la convicción de que nada, nada en absoluto. Estaba asqueado de la situación, lloraba, ya a los nueve años sabía contener lo suficiente el moquerío, pero esta vez no podía permanecer digno. Llegamos y Zacarías me dijo que volvería al atardecer para no entrometerse. Me acercó la mochila donde tenía yo mis libros, talismanes, hierbas y cosas así. Dijo que no lo defraudara, que no le fallara a Lucía, ni a María: la pobrecita había perdido a sus padres el mes pasado y todo lo que amaba en el mundo era ese perro. Serían las tres de la tarde. Pasaron dos horas, mientras me acostumbraba al frío y me improvisaba una fogata. Había decidido que no volvería hasta sanar a Sasito. Pensé que lo mejor era realizar primero un exorcismo. Efectué tres conjuraciones. Luego puse al perro en un círculo. Dibujé una estrella de cinco puntas y busqué en los grimorios uno de mis hechizos favoritos. Estaba a la mitad de una recitación en latín cuando tuve la convicción de que el perro había muerto. Me acerqué, le hablé, lo abracé, pero no reaccionaba. Me sentí inútil con todo eso que había hecho. Me dije que me había estado evadiendo con toda esa parafernalia pseudoesotérica. No había sido impecable, entonces ser sanador es imposible. Sanar es seducir al intento para que restablezca un canal deteriorado. Pasaría una hora o dos. Ya el frío era cruel, pero casi no lo sentía. Decidí enterrar al perrito. Me puse a cavar por ahí cerca, cuando sentí que muy bajito, el perro gemía. Salté a su lado, miré sus ojitos, y supe que debería darle muerte. No podía sanarlo, pero no podía permitir que sufriera así. Todavía lloré un poco más, luego un frío despiadado se instaló en mi columna, me erguí, saqué mi rifle 22, y ejecuté la despiadada eutanasia. Luego ceremoniosamente lo enterré. Ya era bien entrada la noche, las estrellas eran un montón de titilantes preguntas, el frío era una sólida convicción de que la vida es triste. Cuidé mi fogata, y entre el humo y las ramitas secas, entre el frío y mi angustia, fue madurando el nuevo día. Amaneció con la llegada de Zacarías. Silenciosamente se sentó a mi lado y me explicó (no recuerdo las palabras textuales) que cuando nos llega la hora, nada puede impedirlo. Habló de que el universo se confabula cuando se trata de complicidad con la muerte. Hasta un prestigioso nagual como él puede ser el instrumento infame, y un "sanador" como yo terminar el trabajo, entre mis temores de mierda y mis cuidados de nenita inglesa y mis locuras ebrias de hechiceros mitómanos o sencillamente insanos. "No esperes algo mejor, Galito, cuando el universo te estigmatice deteniéndote el reloj, como diciendo: buitres, aquí está el miserable que se muere". La muerte es cruda y despiadada para todos, y es inevitable y hasta absurda, pero la vida muchas veces también lo es, y lo es sin remedio y sin recaudos. Y hasta sin moralejas.
- ¿Cuál es la moraleja entonces? - pregunté desesperado.
- No hay moralejas. Hay realidades. Está María por ejemplo, esperando que vuelvas con Sasito vivo
- ¿Y qué voy a hacer?
- Nada. Te habrás dado cuenta que casi nunca se puede hacer nada. Muchas veces el heroísmo consiste en hacer precisamente eso inevitable que nadie quisiera hacer. Pero sí tuve una moraleja y fue el matiz mágico que tiene el cosmos. Volvíamos. Teníamos que pasar a buscar a Lucía. Cuando nos acercamos a la casa, estaban María y Lucía jugando con Sasito. Hasta un beso me dio Lucía cuando subió a la camioneta y luego sentí que tenía hambre y que vendrían muy bien para paliar la situación esos alfajores de maicena que venían en el bolso del nagual.


Galo
Mendoza, 7 de octubre de 1999


II. Evocación de Marina




Si pudiera llevarte de la mano
a ese lugar que más te ha ensombrecido
verías la alegría que ha existido
y lo maravilloso de antemano.
Si pudiera llevarte a ese lejano
lugar, donde sufriendo has aprendido,
te enseñaría aquello que has perdido
en temer, en mentir, en huir en vano.

Silvina Ocampo.
Amarillo Celeste, A mi infancia


Esa mañana Marina no me despertó. Era inusual, siendo el inquieto y travieso ser que es. Su forma de acecho es el alboroto espontáneo, la ocurrencia lúdica. Desperté solo, convencido de que algo sucedía. La mañana andaba gateando, serían las nueve. El nagual Zacarías se había ido al Chaco, porque debía pasar una especie de iniciación chamánica menor. Estábamos en la casa de doña Carolina, vieja bruja que se unió al nagual cuando él era joven y ella tenía ya cuarenta. No le dio la talla, pobrecita, para quedarse en el equipo del nagual Zacarías y la madrina Sofía, pero su amor sin condiciones y su extrema soledad le impidieron marcharse y pidió quedarse como una especie de ama de llaves. La recuerdo como una abuela de amargura indescifrable y sonrisa generosa, si creyera un poco más en los ángeles me gustaría creer que la sostienen en su gloria en esa remota vastedad que evoca la palabra cielo.
El olor del café que venía de la cocina afectó fuertemente mi decisión de ir a ver a Marina. Estaba especialmente hambriento, y doña Carolina preparaba un desayuno que seguramente me haría elegir el infierno gustoso si sólo en él lo sirvieran. Silvina Ocampo diría eso es del informe, y yo le diría dejémoslo para otra ocasión. Pero al no venir Marina, la misteriosa Tonantzin que el nagual trajo huérfana de Oaxaca, pudo más mi preocupación o mi curiosidad y fui a su habitación a buscarla, donde en ese entonces dormía con Trinidad.
Trini no estaba, porque estaba en la ciudad haciendo un curso de literatura y existencialismo que vino a dar un profesor discípulo del mismísimo Sartre. Trini sabía leer desde los tres años, porque le enseñó la madrina Sofía.
Cuando abrí la puerta, encontré la habitación en penumbras. Apenas la persiana convidaba un poco de mañana, apenas se dibujaban los objetos como si el que los estaba soñando estuviera por caer en lucidez y dar al traste con ellos. El aire estaba detenido como en un cuento de Gabriel García Márquez, pero no por pesadez, sino por fortuita elección o por conmiseración ajena. Marina miraba hacia fuera sin ver y estaba triste. La envolvía una luminosidad imperativa pero desolada, sus ojos acechadores parecían escrutar una mancha de humedad en la
pared, sus manos cedían y no sostenían el vuelo, le pregunté si estaba enferma y me dijo que no. Le pregunté si estaba triste y me dijo que estaba enferma. Pero estaba triste.
No sirvió de nada que para ella evocara flores y cuentos,fabulosos tigres mitológicos, barcos de ámbar con velas de transparencia que remontaban el viento solar, castillos de aire donde las hadas hacían siesta y roncaban sinfonías; no sirvieron las cosquillas ni el café, no pudo doña Carolina con ningún manjar. Jacinto le trajo en la tarde un ramo de violetas, hasta le presté mi bicicleta, pero Marina estaba ida en su pena y con sutileza nos decía que eso pasaría. Pero sólo la madrina Sofía supo que jamás Marina dejaría su tristeza, entonces nos instó a dejarla en paz con sus pensamientos; dijo que cuando Marina encontrara lo que buscaba ver en la mancha de humedad dejaría su habitación y seguiría su vida como si nada. Pero será como si nada, aunque ella no será ya la misma.
Al otro día, en plena siesta, llegó el nagual. Me llevó a la ciudad y me presentó gente amiga. Uno de ellos era un chamán chaqueño que perdió la voz pero ganó el canto de exóticos pájaros, y el nagual me contó que había visto a Rey Colibrí, un misterioso ser de naturaleza semejante a Mescalito, pero más del aire y del día. A mi sólo me interesaba saber qué le pasaba a la Tonantzin, si se iría ese halo gris que le enturbiaba el azul soberbio de su mirada rasgada y gatuna, si cometería sus tropelías como cada día, si hallaría lo que la madrina había dicho que buscaba en la mancha de la pared.
Pero el nagual no me habló de ello. Cinco años después nos explicó a los hombres qué era perder la forma humana, nos hizo dibujos interesantes que aún conservo, nos habló de envase y relleno, de alma lunar y alma solar. No me decía nada su afirmación de que Marina cinco años atrás perdió su humanidad y se convirtió en una criatura de fuego esmeralda y rayo de luna.
Dos años pasaron aún y el nagual me explicó que sin instalarse definitivamente en la tristeza nadie comprende la alegría. Marina es el ser más alegre que conozco, su algarabía contagiosa nos ha sostenido en difíciles crisis. Y si uno se atreve a preguntarle a Marina qué es la tristeza dice una frase enigmática: un colibrí que surge de una mancha de humedad. Y si uno insiste simplemente desaparece o te pisa un pie y sale corriendo, o te besa los párpados y te dice: todas las lágrimas invisibles son la tristeza, todas las lágrimas que llora la noche en silencio y que desconocen los inmortales. Y se aleja riendo, con esa transparencia y esa genuina alegría que los demás, los humanos, nos afanamos por conquistar.

Galo
Mendoza, 13 de octubre de 1999

III. Lupe es una estrellita de mar




Quisiera esta tarde divina de octubre
pasear por la orilla lejana del mar.
Que la arena de oro, y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar
... Perder la mirada, distraídamente,
perderla y que nunca la vuelva a encontrar.
Y figura erguida entre cielo y playa
sentirme el olvido perenne del mar.
Alfonsina Storni.
Dolor.


Lupe conoció el mar en setiembre, un mediodía frío. A los veinticinco años. Recuerdo haberla sostenido suavemente y notar su estremecimiento y pavura. No dijo nada a nadie, simplemente se sentó a una distancia prudente y se quedó mirando, sin que sus pensamientos alteraran su silencio y arrobamiento. Yo tenía diecisiete, Trinidad dieciséis, Juan veinte. Nos fuimos caminando por la playa hacia el norte, hacia una zona rocosa donde podíamos recoger caracolas y Juan podía cazar cangrejos. El nagual nos había dejado allí en Tongoy, y había partido hacia La Serena, junto a tres de sus brujos. Parece que iban a asistir a la apertura de un portal, era una convención secreta donde acudirían más de cincuenta naguales con sus brujos hombres, provenientes de toda América. Lucia y Marina se fueron con el nagual, pero no asistirían. Querían conocer el faro, y Angélica las iba a cuidar y las iba a llevar a una feria de libros.
Recuerdo que el sol empezaba a ponerse naranja cuando volvimos. Y Lupe no estaba donde la dejamos. Agotamos los lugares posibles, nos alejamos, volvimos, insistimos vanamente. Juan nos instó a serenarnos, yo estaba muy inquieto, no me gustaba nada la situación. Corrí hacia el mar y lloré a escondidas, la llamé al viento, la noche con sus estrellas eran las fauces donde mi esperanza no resistía mordeduras, sentí agobio y pena. Trinidad se apartó, se sentó graciosamente debajo de una improvisada sombrilla, y fijó su intento para ver dónde estaba Lupe. Recuerdo que lo intentó repetidas veces, una vez tuvo éxito y lloró. Oscuros dragones se agitaban en su mirada clara y azul, su voz suave y entrecortada confesó que a Lupe se la había llevado el mar. Que Lupe lo sabía, y había venido a esta playa a cumplir una cita con su destino.
Juan se puso nervioso, algo violento. Exigió detalles, pero Trinidad no dijo nada más. Sólo unas palabras que me dolieron: Daleiv es el único que podría salvarla pero no puede porque se caga de miedo. La fidelidad a veces ciega de Juan le impetró que yo no tenía nada que ver, que avisáramos a carabineros. Eso hicimos. Dolorosamente la recordamos para describirla, para elaborar los esmirriados identikits, para sonsacar pistas que no habrían de conducirnos a ella. Pasado el ajetreo policial, con el alma cansada pero inquieta, volvimos a la playa. Hacía frío, y un viento ululante se había desatado, alimentando más nuestra congoja y deletreando cínicamente todo el abecedario de la desazón. Nos sentamos los tres muy juntos, nos reconfortamos tenuemente, y tiritando tal vez dormimos algo, de a ratos. Le pedí a Juan que volviera con Trinidad al motel, Trinidad dijo que no quería tener que golpear a Juan si quería propasarse con ella y yo dije no está como para chistes y Juan dijo que por qué no nos íbamos un ratito a la puta que nos parió. Lo hubiera dejado pasar como de costumbre, pero la frustración, el cansancio, la irritación desmedida me condujeron a la violencia, les grité que se fueran. Esta vez hicieron caso, pero a Juan hubo que sacudirle una patada. Debe haber estado entumecido porque cuando me la devolvió no me dolió, y eso que él mide cuarenta centímetros más que yo. Recuerdo a Trinidad caminando despacito y seguramente llorando, y a Juan seguirla
blasfemando y hecho una furia.
Eran las cinco de la mañana. Una distante claridad entre la bruma era la inminencia del día. Pero no amaneció hasta mucho después. Sé que dormí y tuve un ensueño muy lúcido donde hablaba con Lupe, en un lenguaje más allá de las palabras pero que cabía en palabras, aunque no conjugadas desde la coherencia sintáctica habitual, sino con un fuerte predominio de la semántica metafórica sobre un substrato de fuertes sentimientos y visiones transparentes verdiazuladas. Nunca olvidaré ese diálogo, que para ser lo más fiel posible, transcribí de este modo:
- Luna luna Lupe te quiero.
- Sol dieguito, luz animada, nosotros aurora -
-¿Y racimos de nubes? ¿Y jirafas? ¿Piedra de cristal? ¿Puñal acaso?
- Plena luz, zumbido distante, jirafa pero chiquita, rumor, ombligo.
-¿Luna luna?
- Siempre sol dieguito, hojitas verdes, inmenso océano, ave.
Recuerdo que volví en mí de forma abrupta y ya el sol se insinuaba. Tenía en mi corazón una imagen muy nítida de Lupe, la flor del nagual, la niña de vestidos largos y piel muy blanca que cuando era chiquito me leía Moby Dick, y un capitán de quince años. Tenía ojos como almendras, pocas veces oscuros, casi siempre extáticos y merodeados por un pensamiento agudo y rebelde. Se hacía una trenza larga, cosía la ropa de todos, hacía hermosos parches en forma de estrella marina, o delfín, o luna. Cantaba canciones de amor que inventaba, su voz ronca tenía la franqueza de la espuma que hace coro a la majestuosidad de una ola. Tocaba la guitarra y se quedaba toda la noche despierta los días viernes, porque perdió a su familia un viernes aciago y desde entonces tenía un insomnio recurrente y cumplidor.
En los registros policiales, Guadalupe Herrera debe consignar como desaparecida, probablemente ahogada. Nunca hallaron su cuerpo. Angélica se desesperó hasta encanecer completamente. El nagual Zacarías, con toda su sabiduría no comprendió jamás lo sucedido. Yo sé que Lupe regresó al mar porque era su hogar, sé que Lupe era una sirena extraviada en un mundo de hombres que ya empezaba a serle completamente ajeno. Siempre sol, me dijo. Con eso me basta.
Galo
Mendoza, 19 de octubre de 1999

IV. El brujo del violonchelo triste

A Rafa Alberti, amigo y poeta
que en el día de hoy está en brazos
de su muerte con la honestidad
y la claridad que sólo tienen los poetas.
De su fatal herida brotan
las mejores flores para su entierro
y con ellas se viste mi primavera y su otoño
.


Ramiro llegaba al café como de perfil. Su rostro ajado, atribulado por una gruesa cicatriz de cuchillo o de mujer. Los faroles de la esquina le encendían la mirada cuerva, su nigromancia en el vestir, su don de matón venido a menos. Entraba y medía las mesas en la penumbra, buscaba el grupo que formaban don Augusto, Jacinto, fierita, Zacarías y yo, que ya era un hombrecito de catorce años. Los viejos tenían la costumbre de citarse a la medianoche de los jueves, yo a veces los acompañaba, me gustaba el café y un enano mal vestido que tocaba un piano viejo pero entrador. A veces, una joven apática, estirada, de vestidito plateado y sombras violetas, de cabellera larga y lacia, se ponía a acompañarlo con su violonchelo, del cual arrancaba todas las notas posibles de la melancolía y la noche. Quisimos hacerla bruja pero acaso llegamos tarde, o acaso ya lo era y no nos quería a su lado. Cuando pasaron más de cuatro jueves sin verla tocar supimos que algún misterio la arrancó de allí y no la volvimos a ver. Sueño con ella de vez en vez, siempre está formando parte de un cuadro surrealista, está desmembrada en curiosas estructuras cristalinas y sus ojos desparramados, que son más de dos, cuelgan de ramas o sólo vuelan, o se quedan haciendo equilibrio en las maromas imposibles que en el sueño nacen del techo o de una nube. Ramiro quiso comprar su violonchelo, y Zacarías lo entendió como un augurio.
La noche transcurría con esa curiosa elegancia que tiene la tristeza cuando se añeja. No tomaban vino, tampoco fumaban: sólo café tras café. El humo estaba en el ambiente, hacía la silueta de los brujos mucho más fascinante. Ramiro pedía algo de Pugliese o las pocas cosas que el enano sabía tocar de Beethoven, en forma temeraria pero no desentonada del fenómeno estético. Yo pensaba en Trinidad, era la época en que me enamoré perdidamente de ella y el nagual tuvo que esmerar su acecho para que no me descarriara. Confieso que me descarrié a pesar de su intento inflexible, y ese su intento, cayó sobre mi en la forma de castigo terrible. Pero esa es otra historia, otra historia triste. La chica del violonchelo lo mejor que hacía era dibujar Piazzolla con sus acordes graves, y tenía su propia versión del "contrabajeando" que enturbiaba de lágrimas las pupilas de todos, hasta del más macho, hasta de Ramiro.
Parece que ya de joven Ramiro fue un delincuente. No conoció padres ni casa, su niñez fue una lucha eterna para no ser devorado en las calles salvajes de su Buenos Aires natal. Fue maleante y ladrón, provocador de disturbios, peronista sin motivos y montonero de puro hombre. Tuvo alguna que otra mujer envuelta en su historia turbia. Lo hicieron brujo a la fuerza en una comisaría, de donde lo rescató el nagual antes de que terminara como NN. No puso bombas ni esas macanas, era tipo de pelea frontal, desprecio sublevado, amistoso y guardián de sus compadres, borracho ocasional, pendenciero por honor y por naturaleza, lustrador de botas en Callao, deshollinador, guardaespaldas de cierto intendente, pegador de carteles, analfabeto por descuido pero misteriosamente culto, fana de Fangio, entrenador de boxeadores, matón a sueldo, chofer de camiones, prócer inusual que a la sombra del obelisco lloraba como insano, que lloraba cuando contaba anécdotas del general don Galo Lavalle, del general don José de San Martín y del ejército libertador. Tuvo caprichos menores: billar, bandoneón, putas, una viejita que visitaba en su asilo que tal vez fue su madre, partidas de truco por plata, colarse en el subte, darle paliza a ciertos miserables, un crucifijo. Su capricho mayor: la piba del violonchelo, tísica y atosigada de angustia y desamparo feroz.
No sé si Ramiro se enamoró de ella o fue algo diferente pero similar en cuanto obsesión. El nagual le decía que un acechador no se deja cazar por una falda, y Ramiro decía que no era por una falda, ni unas piernas ni unas caderas. Si hubiera tenido léxico, supongo que Ramiro hubiera transmitido mejor lo que sentía y lo hubiéramos comprendido. Acaso lo entiendo: la piba era una esmirriada hechicera y su simbiosis con el instrumento provocaba vértigo y lirismo acuciante. Soledad se lo encontró en una plaza y tuvo que salivarlo para que reaccionara: miraba palomas y una fuente que en el murmullo del agua se lo había llevado lejos. El fierita le quitó el saludo uno de esos jueves, y fue un jueves diferente porque Ramiro no dijo una palabra. Me entretuve con los otros aprendiendo y aprendiendo, pero mi corazón estaba turbio y Ramiro se acomodaba el pelo o la florcita del ojal, o se paraba de pronto y se acercaba a un par de viejos que disputaban un ajedrez. En su ausencia el nagual decía: pedazo de brujo me eché encima. Pero reía no con burla o desprecio, sino con respeto oculto. Los otros no reían, porque le tenían miedo. Era el acechador más bravo que conocí, un tigre de acecho, sanguinario y dulce, indulgente o despiadado. Ramiro decía de sí mismo que era demasiado malo como para tener lugar en el infinito o lo que fuera ("la mierda esa" le decía cariñosamente al infinito), y el nagual le decía que el universo tenía maldad suficiente como para que cualquier demonio menor se sintiera insignificante. Pero Ramiro no era tan malo como decía, nunca usó artes negras, ni se dio a pactos y conjuraciones y cosas de ese tipo.
Podía desaparecer de repente y aparecer en otro lugar, a kilómetros de ahí, y si le preguntaban cómo diablos lo hacía, se encogía de hombros. Dice que pensaba que un caballo brutal y azabache le galopaba en el pecho, y cuando el dolor era insoportable, sentía niños gritando, un alarido, un estremecimiento en la próstata, un relincho, una campana que ensordecía y listo: se iba a donde quería. Conocí gente idiota que decía que Ramiro era el diablo en persona. Ya quisiera el diablo parecerse a Ramiro.
Me entretuve en otras cosas y me fui del relato. Resulta que cuando la desaparición de la chica del violonchelo se hizo pronunciada y a todas vistas irreparable, Ramiro quiso obtener el violonchelo. Le costó, pero el nagual lo ayudó a convencer al dueño del bar. El dueño, creo que le decían o se llamaba Paquito, convidó un posible teléfono donde hallarla. Fuimos a su casa, y encontramos una anciana, que parecía ser su abuela. Le ofrecimos comprar el violonchelo de su nieta, y ella dijo que nada de eso, que cuando su nieta se fugó a Rosario con su novio, dejó expresas indicaciones de qué hacer con él. Devolverlo a su dueño, a su padre. Entonces se fue hacia un rincón, lo trajo en su estuche, y lo puso en manos de Ramiro.
Galo
Mendoza, 28 de octubre de 1999

V. Travesuras y travesías de Amanda

... tu reías y en tu risa yo me veía caer
pero dónde has estado este tiempo se hace tarde vete a casa
y en tu abrazo a lo lejos creí oír a los Parra
cantando para nosotros será mejor que me vaya
ahí quedé sólo gritando sin ti te recuerdo Amanda.

Ismael Serrano.
La memoria de los peces. Vine del Norte.


La primera locura de Amanda la tuvo al nacer. Se le ocurrió nacer a los siete meses, se habrá cansado de estar entre paredes tanto tiempo. Tenía los ojos abiertos e inmensos, casi no lloró. A los dos años la mordió un perro, hay quien piensa que estaba rabioso, pero Amanda tampoco lloró y la rabia resultó no ser tal. A los tres, después de una lluvia torrencial de verano, su papá la sacó al jardín para que viera un arco iris. Tenía un vestidito celeste con un sol bordado, y unas trencitas con prendedores de plástico lila. Entonces Amanda lloró sus tres años enteros de sequía, lloró sus setenta centímetros hasta la última gota de tristeza y de altura, lloró su hermanito que no pudo ser y a su mamá que no pudo quedarse. Pero la madrina Sofía aseguraba que lloró porque descubrió la hermosura en el mundo.
A los cinco, Amanda se enamoró de una niña tres años mayor, que le enseñó a descubrirse el cuerpo y encontrarse placer. No nos dijo su nombre, pero sabemos que se iban por las siestas a una plaza, y agotado el entusiasmo en la calesita o las hamacas, bebida todo el agua posible de los bebedores, perseguidas todas las palomas posibles, jugaban a cosas de los mayores, con esa ingenuidad perversa de los niños. También a los cinco años su tartamudez se hizo más pronunciada y conoció a la brujita Cida, que era fonoaudióloga y empezó a atenderla en el hospital público. Entonces se supo que Amanda tenía el coeficiente intelectual que en la escala corresponde al genio. Convencieron a su padre de que estimulara a Amanda, que la enviara a un colegio especial, pero su padre se negó. Hizo bien. Entonces Cida se fue haciendo de a poco una segunda mamá para Amanda. En los cumpleaños le llevaba libros y en el día del niño le llevaba complejos juegos de tablero o libros, y siempre que podía, le sacaba libros de la biblioteca y se los llevaba. A Amanda dos cosas le encantaban como ninguna: leer y atorrantear.

Tendría ocho años cuando Amanda se despertó un día en el techo de su casa. Dice que sabía que estaba soñando, y que se animó a saltar y quedó flotando. Entonces pensó que no era elegante estar sin alas en el aire, y se vio nacer unas alitas transparentes. Pero como no le quedaran bien, se imaginó dragón y en eso se convirtió, un dragón de color celeste que echaba fuego y todo. Fue tan sencillo para ella. Pronto comprendió que uno se ve como quiere verse, que el ensueño es un escenario, y conoció brujos que se vestían de cuervos, de pumas, de quirquinchos, de lampalaguas, de mariposas nocturnas, de mariposas de Borneo, de mariposas diurnas, de diablos, de diminutos duendes, de duendes, de brujos, de gatos. Supo que la geografía del ensueño es la que cabe en un pañuelo, que ensoñar es reducirse hasta hallar un lugar en algún pliegue, en alguna arruga infinitesimal, en alguna hebra, atraída quizás por una lágrima. Siempre nos dijo Amanda que los colores del ensueño eran diferentes según la intensidad con la que uno entraba.
Amanda a los once se propuso entrar con absoluta intensidad. Probó peyote, pero al otro día entre vómitos recordó haber entrado por el sótano, atravesar pantanos, llenarse de mugre. Y ni siquiera pudo verse dragón, si no miserable lagartija o tarántula. Lo intentó con música, con respiración y Sivananda, con ayuno y sin ayuno, con ganas o sin ellas. Una noche encontró en una plaza del ensueño, en el extremo sureste, cerca de las casitas de gnomos, una pantera de ojos esmeralda que le dijo con cierta elegancia en los bigotes y ciertas rítmicas oscilaciones de pupila y de aliento, que no había nada mejor que entrar al ensueño en pleno orgasmo, hecha una furia de goce y locura.
La natural inclinación de Amanda hacia la lujuria le permitió comprobar la certeza de la pantera. Se subía a un árbol o se metía en la bañadera con agua tibia, se daba placer con todo el arte que podía y que sabía desde temprana edad, y cuando el volcán se ponía completamente inestable, se dejaba ir con la erupción y entraba al ensueño más milagroso que existe: el ensueño donde hay colores que no conocemos, criaturas inefables, mundos dentro de mundos. En ese ensueño está la Biblioteca, la historia escrita en piedra, el intento ilimitado, el espasmo de la vida, el dios tortuga y el dios de los licántropos, el andrógino y las hespérides, el puro diamante, los ríos de miel de Arcadia, las innumerables constelaciones, el minotauro de Creta, el alfa y el omega, los días venideros, el telektonon y la nave de Pacal, los escarabajos de lapislázuli de Kheops, la inagotable arena, la rosa de los bienaventurados, las sinfonías que Beethoven no alcanzó a componer, la piedra filosofal, los jazmines del nazareno, los gigantes de las Pléyades, las escaleras espirales de Escher, los argonautas con su vellocino...
Cuando a los catorce años la conocí, Amanda había bebido tanta belleza que era la adolescente más hermosa que vi y veré. Su tartamudez empeoró. Tenía los dientes desparejos. Pero esas pecas, ese pelo azabache, esos ojos negros, ese cuerpo de marfil y de curvas que tal vez ni Miguel Ángel imaginó tan perfectas. Su voz traía un raro acento de extranjera, sabía dieciocho idiomas, y hasta un dialecto maya con el que se comunicaba con misteriosos e invisibles compañeros. Tenía siempre el pelo perfumado, vestía con raras sedas y tules transparentes, debajo de los cuales andaba desnudo y exuberante. Ensoñaba doce o trece horas diarias.
Ella ha visto el infinito, sabe cosas que quizás nunca sabremos. También supo el amor, y cuando gozaba con su brujo, se lo llevaba como un dragón alza en vuelo a una princesa raptada, como el águila de Dante, y abandonaban el mundo dejando sábanas sudadas y exquisito azahar en la almohada de los amantes. Yo viajé con Amanda, y entre cientos de cosas maravillosas, yo elegiría ese viaje para repetirlo una y otra vez, metidos en un Aleph los dos, infinitesimales candelas de consciencia en el vasto imperio del universo refulgente, Shiva y Sakti en su caballo blanco al galope, cruzando el horizonte, llegando detrás del arco iris.


Galo
Mendoza, 29 de octubre de 1999

VI. Una bruja pasión



Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;
mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido:
su cuerpo dejará no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

Quevedo.Amor constante más allá de la muerte.
Hay una Trinidad que se pasea por el mundo desequilibrando las columnas que sostienen pesadas tortugas, se pasea revelando milagros alrededor como un agudo marino en tierras remotas. Llega Trinidad y llega el sol. La madrina Sofía decía que Trinidad tenía oro en la melena, y siempre lo creímos de niños. Tanto lo creyó Lucía que un día la peló y se fue a la ciudad con la mata de cabellos a empeñarla en una joyería y le fue bien. Su acecho le permitió regresar con unos cuantos billetes, y ese cabello de Trinidad debe estar formando parte de pelucas sedosas para mujeres calvas. O tal vez alguna hebra esté escondida en un anillo de alianza, ¿quién sabe? Esa Trinidad bruja es más bien una especie rara de ángel, una canción de ensueño que se anda cantando mientras anda por los despoblados caminos y por los caminos hastiados de hombres y de bestias.
Hay una Trinidad que sabe más cosas de las que ningún mortal conocido sabe, porque ella se fue al otro lado y vino. Era una mañana nublada cuando llegó don Rodrigo con la noticia funesta de que Trini se había ahogado en el Sena. Mi intuición decía que ella lo había buscado así, acaso caminando tan bruja y tan rubia y tan sola en las calles de Paris, bebiendo café sin azúcar en la rue Motilleaux, anhelando curiosos frascos de perfume en las vidrieras de una ciudad que como ella estaba llena de opulencia beatífica y soberana hermosura. Estaba haciendo un trabajo especial sobre Simone de Beauvoir, enviaba libros, cartas que yo me quedaba oliendo hasta que el olfato se permitía un receso y entonces leía con avidez y con imprudente amor. Y de pronto, algo arrebatándola de nosotros, el tiempo congelado y las garras del dolor ultrajándome las entrañas, el recuerdo de sus ojos inmensos y celestes, su flequillo dorado, la delicada curva de sus orejas donde siempre se encontraba un diminuto aro de zafiro. ¡Trinidad muerta! Esa preciosa criatura que hubiera dejado sin aliento a Boticelli y Miguel Ángel, divina musa renacentista en cuya noble y radiante belleza uno palpaba los exactos contornos que definen la perfección, la forma, la deletérea y esquiva metafísica prudente.
Hay una Trinidad que volvió de los confines tenebrosos: algún secreto pacto con la muerte, tal vez la misericordia o acaso la simple predestinación hicieron que aquella Trinidad se recuperara en la sala de emergencias de un hospital de Francia. Extraños profesionales que jamás conocí, en un lugar que desconozco, me devolvieron el ángel y la fe en el mundo. Trinidad de regreso no fue del todo la misma, su cambio más notable era el dominio del silencio. Había logrado la curiosa habilidad de inducir el silencio con sólo mirar, ella simplemente posa sus azules adorables ojos en vos y ya te estás quedando sin habla interior, sin el arrullo de los oxidados mecanismos de la mente cualquiera, de la mente ladrona de sueños, de la perra mente.
Pero hay otra Trinidad. No la reina ni la hechicera, yo conocí a la mujer enamorada. Y lo que constituye un milagro y una tragedia mayor: enamorada de mi. ¿Qué habrá visto ella en alguien tan miserable como yo? Recuerdo que el primer año que nos conocimos, yo sentía tanta vergüenza en su presencia que no me había percatado de su rostro. Lo intuía como asombrosamente bello, pero desconocía hasta qué punto lo era. Y Trinidad olía tan bien. En sus cercanías parecía que se acumulaban los jardines como convergiendo en capullo e irradiando en primaveras. Siempre uno sabía en qué lugar de la casa estaba ella: bastaba seguir el rastro de flores y sahumerio. Caí completamente enamorado cuando un día de soslayo vi un lunar discreto en su frente y sus pobladas cejas oscuras, que le daban a su cara blanquísima un exquisito aire de monarquía. Le tuve más miedo entonces, y a la vez, la atracción se intensificaba drásticamente hasta que se hizo intolerable. Y cuando así sucedió, en lugar de encontrarme con su rechazo, me abrió los brazos y confesó su secreto amor.
No recuerdo en mi vida un día más feliz, aunque tuvo el trágico giro de los amores románticos, y al tiempo se convirtió en desaforada tristeza. Herida no reparada. Estas palabras lo confirman. Nuestro primer día de enamoramiento mutuo y develado transcurrió en largos e indescifrables rituales que hicimos a la luz de la luna en el jardín de la vieja Carolina. Nos asustó un gato. Hacía un poco de frío, pero la embriaguez de nuestras manos enlazadas y como volando por la danza remota, daban al sitio una tibieza especial y desalojaban penumbras.
Pronto fue un rumor frecuente: Galo y Trinidad, ejem. No lo ocultábamos del todo, es cierto, pero tampoco queríamos confirmarlo. La adolescencia hacía bullir nuestra sangre, y un día triste pero intenso, nos dimos al goce de los cuerpos, hicimos el amor como lo hacen los brujos de nacimiento: con toda el alma y con extrañas exploraciones, con luciérnagas revoloteando todo el tiempo y los globos de energía sacudiéndose en multicolores látigos de placer y visiones. Fue algo ininterrumpido, supremo, algo que comenzaba y terminaba y volvía a empezar, un fuego abismal enredado en la columna, una fiebre de luces de esternón a esternón. ¿Bruja pasión? Así me gustaría llamarlo, si un nombre hay que darle.
Pero el nagual Zacarías lo supo. Nuestras andanzas no podían permanecer impunes demasiado tiempo. Pasó febrero y marzo, abril casi todo. Y el nagual se enteró. Me llevó a un lugar despoblado y me dio la paliza más grande de mi vida. A tal punto, que necesité hospitalización. No sufrí quebraduras, ni lesiones graves. No me habló en todo un año. Trinidad anduvo en España y Francia, se le pagó viajes y estudios, para que olvidara. Pero no olvidó. Después del susto de su ahogo, regresó. Y no pude verla por un tiempo. Una tarde, estaba organizando unas prácticas de los tomos azules, cuando entró el nagual a mi pieza. Yo lo miré con desprecio y con temor. Él me miró con infinito amor y conmiseración. Dijo que todas las brujas de la casa estaban a su cuidado y no podía andar una mierda como yo cogiéndolas a escondidas. Que toda mujer era un venerable tesoro, que un nagual si valía un poquito, respetaba eso. Que el sexo corrompía a la mujer si no se practicaba con cierto conocimiento, y que yo no tenía el derecho de arrebatarle el infinito a Trinidad sólo por mis calenturas. Yo tuve un pero firme: pero yo la amo. Y él dijo: claro que lo sé. Por eso estás vivo. Y luego sin que tuviera yo tiempo a decir nada, dijo que el amor era una de las experiencias más pavorosas y bellas de la vida, que un nagualito pendejo debía aprender muchas cosas para no hacer del amor un camino de destrucción o perdición. "Por ella, porque la querés, sé impecable. ¿Oís? Impecable. Entonces tu amor será para ella el don más precioso. Pero sin impecabilidad, tu amor será una desgracia, para ella y para vos, no será amor, sino incesante tropiezo y quebrantos".
Galo
Mendoza, 9 de noviembre de 1999

VII. El obsequio del tahúr


No te habrá de salvar lo que dejaron
escrito aquellos que tu miedo implora;
no eres los otros y te ves ahora
centro del laberinto que tramarontus pasos. No te salva la agonía
de Jesús o de Sócrates ni el fuerte
Siddhartha de oro que aceptó la muerte
en un jardín, al declinar el día.
Polvo también es la palabra escrita
por tu mano o el verbo pronunciado
por tu boca. No hay lástima en el Hado
y la noche de Dios es infinita.
Tu materia es el tiempo, el incesante
tiempo. Eres cada solitario instante.
Jorge Luis Borges.
La moneda de hierro. No eres los otros



Era fácil creer que la vida no tiene fin, un tren que no se detiene, pasea paisajes, los recorre sin fin, uno tiene nueve años, qué colores, qué forma de enamorarse, qué estarse deslumbrado por el despliegue de la primavera, cómo no tener esos amigos que no se tendrán otra vez. Y en los árboles se explora la valentía, y entre simulacros de batallas los hombrecitos empezamos a creer en el odio y las niñas se miden los pechos frente a un espejo, y en qué sacudida brutal, no se sabe, la adolescencia arrecia, somos desvalidos pero a la vez testigos de un naufragio, nuestra edad se llena de rufianes segundos, nuestro rostro acusa el golpe, la mirada se pone con tinieblas. A los nueve todavía es temprano para la muerte, después de los doce conocemos más agudamente la melancolía, nuestra rebeldía es un grito que no será escuchado, aquellos amigos ya no serán los mismos.
Trinidad tenía ocho años, y me había hecho grietas pronunciadas en el alma con una carta de amor. Decía cosas como que veía animales sólo azules que se posaban en su cama y le contaban historias de tiempos antiquísimos. Comparaba el amor con un violín sin cuerdas que se apolilla en su estuche. Comparaba el amor con una tropelía a la luz del sol en la que obraban poco elaboradas maneras del tiempo y de las circunstancias. Me comparaba con un rey enano de un reino perdido y convertido en chatarra por el aliento oxidado de pterodáctilos prisioneros. Se comparaba con una azucena mustia, con un rayo de sol que no prosperaba sobre el techado de misteriosas cavernas. Decía que la lluvia es una canción de cuna, que las estrellas son nuestros miedos avizores, que el sol era un artificio de limón, arena y simple tozudez. Firmaba su carta con un beso lila y las huellas digitales de sus meñiques. Agobiaba el sobre con el perfume italiano de la madrina Sofía. Enviaba a Lupe a que me la diera justo a las doce, junto con ese chocolate blanco que compraría en la ciudad el pasado viernes. Sabía que me hechizaría. Y así era.
Pero otra cosa estaba deparada para esa noche. Llegó Juan al galope iracundo, desmontó y entró a los gritos: que a Tahúr el caballo lo había tirado y no podía moverse. El nagual Zacarías no perdió tiempo, montó a Luzbelito y salió echo un disparo en la noche en pos de su amigo, un brujo acechador que lo cuidó de niño, cuando el nagual Abel lo había adoptado en esas tierras perdidas de la Patagonia. Tahúr era viejo y era más que viejo, tenía la agilidad del diablo y la risa más tenebrosa que haya oído jamás. Le daba por improvisar payadas en una guitarra que había embrujado de pena y de nostalgia, y bebía vino sin tregua, y cazaba guanacos. En su cantimplora, un mapuche le había dibujado una mujer con cola de serpiente y plumas en las sienes. Su rifle brillante emitía un contundente olor a pólvora, y sus botas hacían tanto ruido, que la madrina Sofía cada dos por tres le pedía a Angélica que se las puliera a escondidas, con piedra pómez y sierras de herrería. Tuvo un gallo de riña que cuidaba más que a nadie, le tarareaba coplas o le leía sonetos de Góngora. Su habilidad de brujo era dejarse llevar por los vientos cálidos del oeste, esos que arrastran alimañas y elevan la temperatura más de diez grados, y pasan como una fiebre de tierra, como el aliento de un dragón viejo. Se hacía liviano y se remontaba a mundos de los cuales nada decía, pero se notaba que volvía con más cicatrices, con más silencio en la mirada y en la garganta ronca. Sus batallas de poder eran silenciosas y deleznables, para él el mundo era despiadadamente hostil, se la pasaba sobreviviendo esas batallas, pero era un veterano corrupto de maldades y ruina, había visto todo y nadie lo convencía de que todo era atroz. Los niños le temíamos, menos Juan, que se iba con él a atrapar víboras para desollarlas y hacerse siniestros talismanes para enamorar mujeres o enfermar enemigos. Tahúr era tramposo y pendenciero, y estaba dando su última batalla cuando lo halló el nagual Zacarías con el espinazo deshecho y la cara despedazada de astillas de hueso, de tierra negra y de agonía sin fin.
Al otro día el nagual me pidió que cavásemos una tumba para el viejo Tahúr. Se llamaba Don Gonzalo Cornelio Sucre, supo tener hasta tres mujeres en su cama al mismo tiempo. El sable de una bruja que estuvo entre las patricias que ayudaron al general José de San Martín en su campaña libertadora por los Andes, le cercenó el pene cuando se aburrió de sus infidelidades, y desde entonces Don Gonzalo se hizo borracho y cobarde y tahúr. Perdió en el juego la estancia que heredó de su abuela materna, y por matar un comisario huyó al sur, donde lo recogió el nagual Abel al encontrarlo enterrado en estiércol y con un ojo reventado que se le había adherido a la mejilla izquierda. Le había dicho: eso es estar con la mierda hasta el cuello amigo, y el tahúr había tenido fuerzas todavía como para escupir un gargajo tan abyecto que el nagual se bajó dos veces del caballo a vomitar y decidió que era una señal del espíritu y se volvió a recogerlo, previa devolución del gargajo. Lo llevó a rastras y lo hizo azotar por los obreros de la vendimia, y le prohibió acercarse a ninguna mujer de la casa, cosa que Tahúr cumplió por fuerza mayor. Ahí estaba yo, con cuarenta grados de temperatura a la sombra, manipulando una pala que apenas podía y enterrando al viejo. Juan le hizo una cruz de madera, con jarillas y plumas de ñandú. Pero el nagual la hizo pedazos, la orinó, la arrastró por el guano de las cabras y después la echó en la tumba del tahúr, con estas palabras: "que te vaya bien hermano, la puta que te parió". Lupe estaba impresionada y se fue con Candelaria y Roy Picahuesos a acampar a la cascada, unos treinta kilómetros cerro arriba y cerro a la izquierda. Angélica quiso conservar sus apestosas botas, pero la madrina Sofía dijo que los muertos se deben ir enteritos, así no vuelven a buscar sus pertenencias y andan asustando a la gente. Eso que dijo me asustó sobremanera, rogué y supliqué dormir con Lucía y Trinidad, pero el nagual dijo que no fuera pendejo, que me iba a pasar la noche palpando sus traseros o besándolas como un casanova de pacotilla.
Se festejó la muerte del Tahúr con empanadas en horno de barro, vino rosado de uva moscatel sanjuanina, pastelitos de dulce de membrillo, arrope y arroz con leche. Vinieron unos gauchos de la estancia de enfrente a curtir sus violas y cantaron tonadas, chacareras y zambas. Bebieron de una bota hasta que empezaron a orinarse en los jardines y doña Carolina los espantó a escobazos y agrios insultos a su hombría expuesta. Serían las cuatro de la mañana cuando yendo a acostarme pisé un caracol sin querer, y el crujido del caparazón que se llevaba la vida del pobre animalito me despertó presagios terribles. Confirmé que Trinidad se había arrepentido de su carta y había mandado a Soledad a que me la robara. Lloré, vi que se nublaba, me di vuelta nervioso. Oscuros pájaros de madrugada aceleraban el pulso de la noche, raras sombras de los árboles se metían en la habitación empujados por la luna llena, tan bruja ella. Me levanté para ir al baño, y en la mecedora de la abuelita Amparo estaba sentado el Tahúr, con la cabeza echa una miseria, su camisita a cuadros ensangrentada y cubierta de telarañas, sanguijuelas, gusarapos transparentes, lombrices, gruesos ciempiés grises, mariposas negras con pintitas amarillas en las alas, placentas de rata como hombreras, alas de murciélago pendiendo en todo el torso. Quise emitir un alarido pero me dañé las cuerdas vocales, vomité, me arrodillé y le supliqué al maldito viejo que se fuera. Tahúr reía como un acordeón desvencijado, como el velamen desguazado del Caleuche, como el roce de la espuma de cerveza en odres que envejecen. De pronto se levantó y yo me oriné. Sentí sus pesadas botas alejándose, cruzó la pared este, dejó en la pared una mancha de la que emanaba un pesado tufo a mierda concentrada. Sobre la mecedora, dejó su regalo para mí.
Era un tarot gitano del siglo dieciocho, mugriento, al que le faltaban tres arcanos menores. Lo descubrí por la mañana, lo envolví en un pañuelo de seda que le habíamos robado a la madrina Sofía para envolver nuestros tigres de arcilla. Pasé las cartas de una mano a la otra, las barajé con veneración y temor. En instantes sentí su poder, el cual me fue transferido. Minuciosamente las distribuí sobre mi cama. Escogí el Loco y la Rueda de la Fortuna. Cuando los tuve en mis manos, noté con asombro qué parecido era ese Loco al viejo Tahúr. En el centro de la Rueda, había una mujer etérea, española, morena pero muy bella, y supe que algo quería decirme, pero jamás me lo dijo. Siempre que me acuerdo, la miro y la miro, escudriño sus rasgos dibujados, le pregunto qué tiene para decirme. Pero la inminencia de esa revelación no se resuelve en ningún mensaje. Me quedo perplejo, atribulado, triste. Recuerdo la guitarra del Tahúr, sus groserías, y le debo algo inexpresable. Así se fue el tahúr, así aprendí a tirar el tarot. Así descubrí el espanto, y algo devoró para siempre la felicidad irrelevante de mis nueve años.




Mendoza, 16 de noviembre de 1999