08 diciembre, 2005

VIII. Últimas palabras de la madrina Sofía




Como la muerte anda en secreto
y no se sabe qué mañana,
yo voy a hacer mi testamento,
a repartir lo que me falta
pues lo que tuve ya está hecho,
ya está abrigado, ya está en casa.
Silvio Rodriguez.
Testamento.


Preparar un testamento ha de tener que ver con la percatación de la muerte inminente. Si acaso es una estratagema de la no resignación del ego, también acaso es un acto genuino que denota rozarse con los gestos impecables, esto siempre atendiendo a la naturaleza del que lo pergeña y al contenido del mismo, queriendo yo decir con "mismo", autor y testamento en sí. No sé por qué a todos nos atañen las palabras de la madrina Sofía, esas que dejó plasmadas en dos hojas de un cuaderno a cuadros donde anotaba sueños, poemas y recetas de cocina. En las palabras de su testamento vemos su clarividencia, su desapego, su ternura sin fácil genuflexión a la sensibilidad barata. A mí se me hace difícil no ponerme triste al recordarla, me cuestiono el significado de los hechos en la medida en que se ajustan o no a nuestra sintaxis de actos justos, actos injustos, actos inverosímiles.

Angélica estaba un día arreglando la habitación de la madrina. Le gustaba verla bullir de flores, un perfume que venía de un porta sahumerios en forma de tucán le daba a la orientación de la cama el poder sugestivo de un lecho hindú, en los remotos manvantaras cuando los dioses probaban sus primeras hipóstasis y los hombres eran definitivamente otra cosa, tal vez sueños menos parecidos a pesadillas. El techo estaba pintado con tres colores: lila, celeste y blanco. Formaban un desunido retrato de la inmensidad, en las esquinas parecía el techo querer definirse, serse curvo, serse menos en punta y a eso lo ayudaban, a ser así, unas estrellas de diferente número de puntas, que se volvían curvas de repente como si debieran obedecer una pauta de bajar en tobogán. Tal vez, un código algebraico escondido, una trabazón geométrica, una hermética armonía, permitían que la luz de una ventana confluyera en nebulosas justo donde uno hubiera querido demorar la mirada, como si la madrina hubiera guardado respuestas para preguntas que sólo muy luego vendría alguien a mitigar en un placard, en un anaquel con libros, en un sofá de almohadones, en un par de pantuflas. Ella llevaría tres días de muerta cuando Angélica, recibió el regalo de hallar, en el cajón de sus cosas íntimas, el cuaderno con su testamento. Ya los gatos se habían adueñado de esa atmósfera, y quedaban bien, pero como Angélica llorara a los gritos se ve que se asustaron y desde entonces se mostraron esquivos, escogiendo siempre lugares para posarse donde estaban a salvo de intrusos. Trinidad tenía sarampión, pero no era grave. El nagual se había ido muy lejos, nadie sabía dónde estaba. Lupe aseguraba que regresaría, y mientras tanto, la casa de los brujos estaba un poco sumergida en tinieblas, llantos a escondidas, escobas barriendo y barriendo, comida preparada con cierta improvisación desusual, raros libros abiertos en pasajes oscuros, velas acusando zozobras ante brisas inexistentes, dilatando bordes de penumbra, donde cosas acechantes sin ojos de todas maneras nos miraban.



A la tarde siguiente, Marina insistió en que Lupe nos leyera el testamento. Se hizo. Nos congregamos en la inmensa mesa del living, doña Carolina hizo café pero le puso un toquecito de cacao, lo que permitió que todo se deslizara en un verdadero ambiente mágico. Yo estaba muy odioso. Me escondía en un ropero y desde adentro pateaba las puertas sin ton ni son. Componía horrendas sonatas, de graves que llegaban arrastrándose a inestimables acordes, pero los entorpecía con anacrónicos despliegues de violín contrapuntístico, y las codas terminaban en un monólogo ciego del piano que era un apagado clamor de furia, mientras el violín se quedaba sosteniendo una nota disonante hasta callarse y ser devorado por un piano mastodonte. O sometía a notas irónicas los libros de Jinarajadasa, o Max Heindel, o Kafka. Trinidad volaba de fiebre y yo me metía en su cama vestido, ella me tosía en la cara, me insultaba en cientos de colores, y yo sencillamente me quedaba quieto como muerto, sólo algún deslizar de lágrimas denunciaba que ahí en mi corazón había una batalla espantosa contra el mal: sabía que a la madrina la mataron después de inhumanas torturas. Trinidad entonces empezaba a los gritos y doña Carolina me corría a plumerazos, diciendo malcriado y diciendo ya vas a ver cuando vuelva el nagual y diciendo otra vez malcriado. Otra vez yo yéndome en digresiones... Bueno, esa tarde, leímos lo que transcribo aquí:

Los imaginaba aquí congregados, escuchando...
Sospecho que se confirmaron mis temores, pero ya estoy muy lejos de todo
lo que me tuvo apenada estos meses.
¿Cómo se hace patria? - me preguntaba mi abuelo.
Y siempre decía "con toda el alma".
Recién conocía a Zaqui y supe que nuestra familia
sería esta bonita comunidad donde todos aprendieran
más de lo que la calle les pudiera enseñar.
Nunca me gustó que me consideraran bruja,
si no más bien una mamá, la que no tuvieron ustedes.
Quise ser una mamá que les diera algo especial
algo con qué valerse y llegar muy lejos,
más allá de donde jamás estaremos Zaqui y yo.

(Acá hay una parte donde deja un mensaje especial para cada uno)

Toda mamá deja una herencia a sus hijos,
y yo les dejo lo que fui y lo que me hubiera gustado ser,
y les dejo lo que quisiera que no olvidasen nunca:
¿Cómo se vive la vida?
Con toda el alma.


Cuál fue el mensaje que esta mamá me dejó? Dijo sólo esto: "Galito, venganza es odio meditado e inútil. Amor es ver. Te dejo mis libros y la maceta del helecho donde vive Armanushtantuz." Y también dijo: "todos saben que morirás joven, pero mientras vos no lo creas, no será".
Hay días en que no puedo ver al gnomo Armanushtantuz, y son los mismos días en que quiero bajar los brazos, sólo descansar, creer que la muerte está tan cerca que me quedaré dormido en sus brazos de un momento a otro. Claro que no seguí el consejo de la madrina en esto: busqué venganza. Años. Hubiera matado. Como dice Silvio, con sabia de su cuerpo, hubiera quemado los templos, para que los cobardes tomaran ejemplo. Cacé, perseguí. Convertí en eternas pesadillas el ensueño de las ratas que mataron a la madrina. Pero nunca había saciedad. Me decía que también lo hacía para vengar nuestro linaje, pero el odio me llevaba a una corrupción interior de la cual no podía salir. Abandoné la casa de los brujos. Me aparté casi dos años, me abstuve de dejar ninguna señal de mi paradero. Supe la soledad más desgarradora, supe el desamparo que desde cualquier cosa, la más insignificante, se proyecta sobre el alma y la confunde. Contacté linajes enemigos para que me ayudaran sus mejores brujos en la cacería despiadada. Casi siempre, me cerraron las puertas. Llegó un momento en que me sentí vagabundo, desolado, todo era fugaz y a la vez, pesadas cadenas me envilecían.
Un día, llegando a casa, Soledad estaba esperándome. Yo esquivé su mirada y quise ignorarla. Ella se interpuso, y con sus diez años encima de práctica del kung fu, me dio una paliza memorable. Reaccioné y la golpeé, pero salí perdiendo. Entonces la estreché contra la pared y la besé furiosamente. Ella casi me arrancó el labio inferior de un mordisco, se desvistió, y salió gritando por los pasillos que yo era un degenerado que la había querido violar. Algunos vecinos se asomaron. Uno se animó del todo y me sujetó, mientras yo insultaba a diestra y siniestra, y sangraba profusamente por la boca. Suponía tener deshechos los testículos por las patadas de Soledad, sentía un dolor insoportable. Ramalazos de vidrio, estallar y pulsar de un quebranto indefinible. Yo me metí en mi casa, como un hurón que se esconde en su madriguera. Masticaba mi tormento cuando golpearon violentamente a la puerta. Era Soledad con dos policías. Como era menor de edad, no pudieron llevarme, pero me amonestaron severamente casi una hora. Me amenazaron con que la Argentina era suya, y una mierda como yo podía desaparecer sin que nadie levantara una sola protesta.
Casi de noche, Soledad tiró un papelito por debajo de la puerta. Decía: "una de las cosas que la madrina me encargó la cumpliré como sea, maldita rata". Entonces recordé que en su testamento la madrina Sofía, a Soledad le había pedido esto: "un día tendrás que devolvernos al gallito de riña". Al otro día volví con ellos. Amar es ver, me dije. ¿Cómo fui tan necio? Esta vez pude besar a Soledad sin que me rehuyese, amé su impecabilidad, su coraje. Pasamos todo el día jugando con los gatos en la habitación de la madrina, que era como un templo, como una matriz, como el atanor donde los alquimistas encontraban claves del universo.




Mendoza, 18 de noviembre de 1999