04 septiembre, 2005

XXIII. La esperanza y Estela que guardaba una esperanza

"Las lágrimas que no se lloran
esperan en pequeños lagos?
O serán ríos invisibles
que corren hacia la tristeza?"
Pablo Neruda, Libro de las preguntas







Estela era una de las brujas guardianas del nagual Zacarías, trabajaba con el poder de los cristales y estudiaba Qábbalah, su predisposición al acecho era confusa debido a que también era ensoñadora, y cuando debió ajustarse a la regla dicen que simplemente arrojó una moneda al aire y le tocó ser acechadora. No era bella para la primera impresión que uno se hacía de ella, pero a medida que uno se relacionaba más y más, parecía irse transfigurando, y uno descubría una oculta hermosura, una rara luz que nunca se extinguía en sus ojos verdes. Era robusta, de grandes pechos contenidos en escotes inapropiados, de pechos que supieron del amor y luego se llenaron de olvido y decepciones. Llevaba el pelo corto, lo teñía asiduamente de rojo, dejaba que pequeños mechones hicieran un marco irregular para su frente amplia y surcada de grietas que delataban pasadas amarguras. Las cejas espesas, la nariz fina, los labios muy gruesos que jamás vi pintados, la belleza de los ojos ligeramente asimétricos, sus pesados aros de mulata de comparsa bahiana, en fin, todo su rostro, creo que no podría caber en la palabra gracia y obligaría a ampliar la significancia de la palabra belleza. Tenía las caderas anchas y la cintura fina, largas piernas de sagitariana, torso más bien breve, costumbre de vestirse con ropa clara o jardineras de jean. Tenía esa voz que hace falta para cantar el tango y para decir te quiero bajo la luz de un farol callejero. Hubo el rumor de que se enamoró de Lucas, pero después de su último naufragio en el amor se propuso no ceder a esas pasiones. Con paciencia orfebre (más que con habilidad) confeccionaba collares con piedras colgantes apropiadas para cada cual. Compartía el cuidado de los jardines con Jacinto, adoptó como si se tratara de su hija carnal a una niña retrasada mental que se llamaba Victoria, y la convirtió en la criatura más temible que conocí.

Se entusiasmó con los sephirot gracias a la sostenida amistad que sostuvo con una vieja judía a la que ella cuidaba con celo y estómago; sin ser enfermera tenía esos atributos que hacen que ciertas personas hagan lo que hay que hacer sin mayores cuestionamientos. Encargarse de la mierda y de los caprichos de esa vieja la recompensó con develaciones, entre novela y novela, sobre el universo de la Qábbalah. Universo extraño, de magia rigurosa y patrones un poco rígidos, universo donde hay un Dios y hay legiones angélicas y cosas por el estilo, donde la fe no es una cosa turbia sino más bien una evolución de la superstición de pueblos nómadas que produjeron el monoteísmo entre la desesperación y la ignorancia, entre el hambre y las persecuciones, entre la estricta degeneración y la inspiración de hombres paranoicos que se hicieron lugar como profetas. La esclavitud enriqueció esas oscuras doctrinas por el estrecho contacto con el saber oculto de los egipcios. A pesar de su corazón un tanto primitivo, cierta ósmosis dotó de complejidad aquellas ideas, siglos más tarde, en Alejandría, cuando por ahí cruzaban todos los pueblos y transfundían sus saberes y sus muchas preguntas. El neoplatonismo, mitos sumisos o ásperos, las herejías cristianas, una facción del fariseísmo, la concentración de riqueza y de pergaminos, todo vino a conformar una cosa llamada Qábbalah, o tradición de Dios. El álgebra, la enjundiosa combinatoria, el infaltable azar, el anhelo de redención, la veneración de unos pocos libros, la idea de saber por revelación, la búsqueda de paradigmas para evitar encontrarse con eso que sospechan los inteligentes (que no hay Dios, que si lo hay no es como pensamos), las expectativas del fanatismo, refugiarse de las dudas intransigentes, todo eso también vino a ser la naturaleza de la Qábbalah. Con el tiempo, se cruzó los linderos del judaísmo, hubo en el medioevo un auge por temas como el de las emanaciones y senderos, luego no hubo secta esotérica que no se viera influida por esto que antes fue patrimonio de rabinos y aún antes fue invención de locos angustiados existencialmente, errantes patriarcas del desierto o miserables genios sometidos a los rigores físicos del látigo y el trabajo excesivo. La Qábbalah fue un grito de orgullo intelectual y de fe ciega que parió un pueblo desesperado. Y una vez en el mundo, las cosas del mundo le dieron sabiduría. El tiempo le dio años, y hasta Estela hizo algo por aquella tradición: la aprendió con todo su ser. Luego halló conexiones entre el árbol de la vida y los cristales, y entre el árbol de la vida y el nagualismo. Escribió esto en apuntes, un día el nagual leyó sus elucubraciones y salió a los gritos. Su eureka fue gutural y poblada de groserías, pero lo que quería decir es que Estela no sólo era bruja, sino también una mente privilegiada. Aquello enriqueció el cuerpo de conocimiento de nuestro linaje y nos puso en un camino lleno de futuras revelaciones.

Estela usaba mucho el cuarzo. La estructura de los cristales reproduce fractalmente los patrones que adquiere la energía del intento al desencadenar partículas elementales en una cascada, cosa que tiene lugar en la atmósfera. Otras cosas como la simetría y la física cuántica, la metageometría no euclidiana y las teorías del caos pueden un día justificar teóricamente lo que Estela hacía con sus cristales. Los alimentaba de sol o de luna, según el uso predestinado, casi siempre curar, pero alguna que otra vez, preparándolos como armas mágicas. Emborrachaba hematites en odres de vino tinto para sanar corazones deshechos por la pérdida de seres queridos. Escribía runas incas con esmalte sobre piedras lajas y sólo las sacaba de la casa por la noche, si había luna nueva, para que sólo las estrellas besaran los dibujos. Entonces así producía objetos de poder que luego le servían para convocar entidades o evitar que el tiempo la convirtiera en un ser adiposo o arrugado. Despertó la inteligencia dormida de la Vicuñita haciéndola dormir con un anillo de zafiro en el meñique izquierdo y una piedra redonda y negra de obsidiana en la vagina. Redistribuía energía del cuerpo luminoso agitando un bastón de madera de pino que tenía siete piedras en la punta, que si no me falla la memoria eran topacio, ópalo, ámbar, jade, esmeralda brasilera, diamante y rubí. Y otras muchas cosas que no recuerdo del todo; recuerdo un cristal que le permitía ver a través de él, a la hora del crepúsculo, cómo los voladores sin víctimas salían a devorar gente durmiendo y cómo los aliados en pena transitaban los senderos desolados a las deshoras; recuerdo apenas, un ojo de lapislázuli que usaba para curar la ojeadura de los bebés y para ayudarle a parir a las gatas de la madrina Sofía.

De su vida antes de llegar a la comunidad, Estela decía poco. Parece que tuvo un marido y un hijo, pero los perdió a ambos en un accidente. Se sumió en una vida muy sombría, envilecida de soledad y constante penuria. Restos de aquella Estela perduraban ciertas tardes de domingo, en que se cubría de silencio y no estaba para nadie. Yo sé que muchos pensaban que se daba a la práctica de complejos rituales en su habitación, pero conocía la verdad y es que Estela simplemente se derrumbaba sobre su cama y lloraba con estremecedor desamparo. Era entonces cuando la veía como un ser atribulado, y su llanto a escondidas era un pedido de auxilio que no podía desoír, pero no tenía nada para darle. Me sentaba a menudo cerca de la puerta como cuidando que nadie quisiera molestarla y atento a eludir cualquier indagación de algún curioso. Simplemente no quería que los demás rompieran su imagen de guerrera indomable, porque esa imagen era una guía para muchos, entre los que me incluía. ¿Por qué tuve que saber que sufría, que era humana, que necesitaba amor, que sus pérdidas aún agitaban demonios de aflicción en su espíritu noble?

Uno de esos días en que velaba su secreta desolación, y cansado de hacerme el distraído, irrumpí en la habitación, abrí a más no poder las persianas, me tiré encima de ella y la abracé con locura. Ella no era Estela, no era bruja ni guerrera, era una niña grande sin voluntad, atada a su cama por los recuerdos que venían de una foto, una foto que nadie vio jamás, en la que se veía un desconocido de bigotes con un niño gordo de la mano. No era una foto bien tomada, sus protagonistas parecían distraídos o irritados por el compromiso de quedarse plasmados en papel. Ella estaba poseída por esa foto, sus ojos se perdían en esos rostros inmutables, los interrogaba en vano con lágrimas tiranas, y yo hice lo único que podía: arranqué la foto de sus manos, corrí y la rompí. Estela se desplomó, me odió, lloró cuatro días y tres noches. Pero ya no hubo más tardes de domingo con puerta cerrada y llanto ultrajador. Creo que Estela algún día, mucho después, me perdonó, cosa que me tenía sin cuidado, yo me sentía su redentor, al robarle lo único que le quedaba le había quitado ese veneno de la esperanza, eso que Nietszche veía como la peor de las maldades de la maldición de Zeus, cuando envió a Pandora con su famosa caja a sembrar quebranto y miseria. Sí, la esperanza, el inútil anhelo de dilatar una espera y de ansiar un reencuentro que no ocurriría, el último resguardo de su apego. Lo hice pedazos, no me lo perdono y no obstante, tenía que hacer algo, o tenía que creer que eso sirvió. Y si me equivoqué, donde quiera que esté, yo a mi Estela querida le cuento que fue por amor, le suplico vehemencia, la sueño navegando lo infinito con alas inquebrantables y cada vez que nieva, cada vez que se vienen a posar esos copos de milagro en la ventana que me ha visto enfermarme de pena o de pasión tantas veces, en la delicada belleza hexagonal de la nieve recuerdo los cristales de cuarzo que andará pulverizando Estela en los cielos blancos que envuelven los años cuando ella era feliz, cuando yo, quizás, también lo era. Sin esperanza no hay protección para la devastación que nos produce el desarraigo, y esa vulnerabilidad, ese ponerse al alcance, es impecable como la nieve que se acumula, que anticipa el alba, que es secretamente hermosa, que reduce el rigor del frío y que desaparece sin dejar rastro, volviendo a ser río, nube, lágrima otra vez, ¿no es cierto?, le digo a Estela a veces. Y no sé por qué, sé que me escucha.



3 de marzo de 2000

Galo

XXIV. La partida del nagual

"No es posible regresar a ninguna parte. Los puntos de partida no se quedan quietos y a la vuelta ya no están. Para poder volver se necesita, por empezar, un punto de partida eterno e inmutable. Pero todo se mueve y no hay forma de detener el Universo. Créanme si les digo que nadie ha efectuado nunca jámas un verdadero regreso. El hombre que lo consiga cumplirá la hazaña más grande de la historia."

Alejandro Dolina, Crónicas del Angel Gris, Refutación del regreso.

Augurios y señales son cosa cotidiana en la vida del brujo; me corrijo, son cosa común para toda la gente, pero el brujo está atento a cuando suceden. Es que se trata de un diálogo con lo infinito manifiesto: el guerrero, que siempre está tan solo, tiene siempre esa compañía abstracta del mundo y es como sentirse amparado. Cualquier acción consensuada con el entorno es la correcta, porque se inserta en el flujo de las cosas sin transgredir, sin forzar, sin inapropiarse y sin apropiarse. El ser-en-el-mundo es congruente con el latido de lo que Allí-Existe, el hacer del guerrero es sencillamente ser-en y ser-con pero serlo oportunamente y sin ambages. El infinito es un consejero sutil, estar abierto a sus mensajes es imprescindible para que la brújula del navegante no resigne su Norte a la primera tempestad.
Augurio es un aviso de lo que puede acontecer, señal es un parecer en el presente. Los hay a raudales en mi vida, quisiera presentar alguno que fuera notable en el sentido de constituirse en irrefutable. Cuando el nagual Zacarías se fue, por ejemplo. La última vez que lo vi no supe que era la última, y sin embargo, todo tipo de señales me lo decían a gritos. Un cielo gris, un apenas sol plateado, una lluvia reciente y baldosas flojas salpicando agua, una caminata fuera del tiempo y fuera del pasar, una dignidad estremecedora en el porte del viejo, una saturación de miseria en los alrededores, una ausencia súbita de niños. Un silencio dilatado, sólo andar por la ciudad, pero ver las cosas como él las veía, casi acariciándolas: despidiéndose. Vagabundo, forastero y desterrado. Titubeando en las esquinas, cada cruce de calles era una elección final: doblar por una avenida equivalía a negarse la visión final de otras calles, con sus casas y sus negocios y sus árboles, y ese gato que ilumina una ventana y aquél niño en bicicleta que diverge, que ya no nos dejará ver su cara. ¿No nos habrá pasado ya algo así? ¿No habremos visto ayer por última vez un rostro, no nos habremos detenido por última vez en aquél bebedero de tal plaza, no habremos oído la semana pasada por última vez esa sonata de Scarlatti? Si vivir es un desbarrancarse hacia eso donde queda el olvido y queda el despojarse de todo, cada instante es posible que hagamos por última vez cualquier cosa. ¿Y hubiéramos querido hacerla de ese modo, del modo en que la vivimos? ¿Se podrá elegir? Si ayer te dije algo hiriente y hoy lo lamento profundamente, ¿podría no haberlo hecho? ¿Qué tal si ser guerrero es sólo asumir con temple feroz lo que nos es dado sin que pueda caber la más mínima esperanza de optar o reparar? ¿Y si ser guerrero no es dejar la idiotez de lado, si no tolerarla con dignidad?
Para el nagual ya todo era resignación: estaba en vísperas de sentir la nada que somos sin ninguna protección o artificio. Su humildad iba en sus pies y en sus ojos, en sus manos caídas la angustia vencida, en su sombrero ladeado el penúltimo atisbo de la elegancia indigente. En un momento dijo, con disimulada desesperación: "¡tanto que queda inconcluso, tanto que será póstumo sin que lo sospechemos siquiera!". Lo dijo mirando una estatua de San Martín, y mi irreparable distracción no pudo en esos instantes darle a sus palabras el peso premonitorio que tenían. Cuando volvía a mi casa, cansado de caminar y un tanto desmotivado por lo parco que había estado el nagual, un auto apremiado atropellaba a un anciano en su bicicleta, lo condenaba a despojos sobre la vereda, le quitaba un zapato. Era la señal. En algún lugar que ya no sé imaginar, en esa su mecedora que había tupido de flores Lupe y había pintado muchas veces Juan, un viejo querido dejaba su equipaje osario final, se subía a una exhalación: la última, volvía a su montaña a ser montaña. Zacarías Ulloa, matón, erudito y brujo, amante sin reparos, a un mes de que litigios legales le arrebataran la comunidad y la alegría de los niños, con su amada perdida en oscuras sombras irreparables, sus hijos enfrentados y dados a insensateces sin fin, aquel hombre, amado y odiado, con casi cien años de batallas y desencuentros, testigo y hacedor de milagros y maravillas, viejo pero niño, pero triste, de sonrisa ancha y barba blanca y pelo de luna, mi maestro y mi luz, se cruzó de orilla, garabateó los horizontes de la tarde con sus alas de cóndor extendidas y se dejó atrapar por el infinito para no volver jamás.
Estar pendiente de las posibles señales se hizo tan crucial desde entonces para mi. Mi viejo, de bufanda roída por los tantos inviernos y de gabán mordido por las polillas de la sabiduría y de la penuria, de zapatos lustrados por la caridad, de camisa única mal planchada por las manos apuradas de su última bruja fiel, parado a duras penas en la esquina donde nos despedimos, parado en el mundo como un rey derrocado que no necesita de apariencias para inquietar con su elegancia, me dijo lo que oí tantas veces: "nos vemos, Galito". Pero si yo no hubiera sido tan yo, tan egoyoísta, si no hubiera estado tan alarmado por la hora o por el hambre o por la secreta cita con una bruja desnuda, hubiera sabido que su mirada entrecomillaba o ponía en mayúsculas el verbo cotidiano; no era que íbamos a vernos otro día, dijo "nos Vemos", como enseñándome que había un lugar en el mundo, sin tiempo, donde él y yo siempre continuaríamos conversando del universo, de las mujeres y de los libros, donde nos veríamos desmontada la estantería de la falsa percepción, como dos seres gemelos, atrozmente solos en un país de sueños donde todas las pinceladas las dio un día la tristeza y el amor. Hubiera visto esos dos pájaros que venían juntos y separaron sus destinos sobre nuestras cabezas, hubiera oído la congoja del momento al entender porqué el otoño hace eso con los árboles, los deshoja y expone vulnerables a la violencia del invierno venidero. Ese inclinar de su sombrero y su darse vuelta, su alejarse despacito, todo eso fue su adiós, no dejó otra herencia que el fuego inextinto donde arde nuestro anhelo de libertad, no fue magnífico ni se dio a piruetas de percepción. Convocó el silencio y la humildad, reveló que ante todo, más allá de las falsas coronas con que nos adornamos para impresionar, somos un puñado de huesos y una carne que se va gastando, somos un alma surcada de arrugas y cicatrices que quiere desalmarse y desvestirse, confiarse niña a una brisa última y desmayarse en el sueño donde nos esperan los que hace rato se están soñando muertos.


10 de marzo de 2000
Galo