10 diciembre, 2005

IV. El brujo del violonchelo triste

A Rafa Alberti, amigo y poeta
que en el día de hoy está en brazos
de su muerte con la honestidad
y la claridad que sólo tienen los poetas.
De su fatal herida brotan
las mejores flores para su entierro
y con ellas se viste mi primavera y su otoño
.


Ramiro llegaba al café como de perfil. Su rostro ajado, atribulado por una gruesa cicatriz de cuchillo o de mujer. Los faroles de la esquina le encendían la mirada cuerva, su nigromancia en el vestir, su don de matón venido a menos. Entraba y medía las mesas en la penumbra, buscaba el grupo que formaban don Augusto, Jacinto, fierita, Zacarías y yo, que ya era un hombrecito de catorce años. Los viejos tenían la costumbre de citarse a la medianoche de los jueves, yo a veces los acompañaba, me gustaba el café y un enano mal vestido que tocaba un piano viejo pero entrador. A veces, una joven apática, estirada, de vestidito plateado y sombras violetas, de cabellera larga y lacia, se ponía a acompañarlo con su violonchelo, del cual arrancaba todas las notas posibles de la melancolía y la noche. Quisimos hacerla bruja pero acaso llegamos tarde, o acaso ya lo era y no nos quería a su lado. Cuando pasaron más de cuatro jueves sin verla tocar supimos que algún misterio la arrancó de allí y no la volvimos a ver. Sueño con ella de vez en vez, siempre está formando parte de un cuadro surrealista, está desmembrada en curiosas estructuras cristalinas y sus ojos desparramados, que son más de dos, cuelgan de ramas o sólo vuelan, o se quedan haciendo equilibrio en las maromas imposibles que en el sueño nacen del techo o de una nube. Ramiro quiso comprar su violonchelo, y Zacarías lo entendió como un augurio.
La noche transcurría con esa curiosa elegancia que tiene la tristeza cuando se añeja. No tomaban vino, tampoco fumaban: sólo café tras café. El humo estaba en el ambiente, hacía la silueta de los brujos mucho más fascinante. Ramiro pedía algo de Pugliese o las pocas cosas que el enano sabía tocar de Beethoven, en forma temeraria pero no desentonada del fenómeno estético. Yo pensaba en Trinidad, era la época en que me enamoré perdidamente de ella y el nagual tuvo que esmerar su acecho para que no me descarriara. Confieso que me descarrié a pesar de su intento inflexible, y ese su intento, cayó sobre mi en la forma de castigo terrible. Pero esa es otra historia, otra historia triste. La chica del violonchelo lo mejor que hacía era dibujar Piazzolla con sus acordes graves, y tenía su propia versión del "contrabajeando" que enturbiaba de lágrimas las pupilas de todos, hasta del más macho, hasta de Ramiro.
Parece que ya de joven Ramiro fue un delincuente. No conoció padres ni casa, su niñez fue una lucha eterna para no ser devorado en las calles salvajes de su Buenos Aires natal. Fue maleante y ladrón, provocador de disturbios, peronista sin motivos y montonero de puro hombre. Tuvo alguna que otra mujer envuelta en su historia turbia. Lo hicieron brujo a la fuerza en una comisaría, de donde lo rescató el nagual antes de que terminara como NN. No puso bombas ni esas macanas, era tipo de pelea frontal, desprecio sublevado, amistoso y guardián de sus compadres, borracho ocasional, pendenciero por honor y por naturaleza, lustrador de botas en Callao, deshollinador, guardaespaldas de cierto intendente, pegador de carteles, analfabeto por descuido pero misteriosamente culto, fana de Fangio, entrenador de boxeadores, matón a sueldo, chofer de camiones, prócer inusual que a la sombra del obelisco lloraba como insano, que lloraba cuando contaba anécdotas del general don Galo Lavalle, del general don José de San Martín y del ejército libertador. Tuvo caprichos menores: billar, bandoneón, putas, una viejita que visitaba en su asilo que tal vez fue su madre, partidas de truco por plata, colarse en el subte, darle paliza a ciertos miserables, un crucifijo. Su capricho mayor: la piba del violonchelo, tísica y atosigada de angustia y desamparo feroz.
No sé si Ramiro se enamoró de ella o fue algo diferente pero similar en cuanto obsesión. El nagual le decía que un acechador no se deja cazar por una falda, y Ramiro decía que no era por una falda, ni unas piernas ni unas caderas. Si hubiera tenido léxico, supongo que Ramiro hubiera transmitido mejor lo que sentía y lo hubiéramos comprendido. Acaso lo entiendo: la piba era una esmirriada hechicera y su simbiosis con el instrumento provocaba vértigo y lirismo acuciante. Soledad se lo encontró en una plaza y tuvo que salivarlo para que reaccionara: miraba palomas y una fuente que en el murmullo del agua se lo había llevado lejos. El fierita le quitó el saludo uno de esos jueves, y fue un jueves diferente porque Ramiro no dijo una palabra. Me entretuve con los otros aprendiendo y aprendiendo, pero mi corazón estaba turbio y Ramiro se acomodaba el pelo o la florcita del ojal, o se paraba de pronto y se acercaba a un par de viejos que disputaban un ajedrez. En su ausencia el nagual decía: pedazo de brujo me eché encima. Pero reía no con burla o desprecio, sino con respeto oculto. Los otros no reían, porque le tenían miedo. Era el acechador más bravo que conocí, un tigre de acecho, sanguinario y dulce, indulgente o despiadado. Ramiro decía de sí mismo que era demasiado malo como para tener lugar en el infinito o lo que fuera ("la mierda esa" le decía cariñosamente al infinito), y el nagual le decía que el universo tenía maldad suficiente como para que cualquier demonio menor se sintiera insignificante. Pero Ramiro no era tan malo como decía, nunca usó artes negras, ni se dio a pactos y conjuraciones y cosas de ese tipo.
Podía desaparecer de repente y aparecer en otro lugar, a kilómetros de ahí, y si le preguntaban cómo diablos lo hacía, se encogía de hombros. Dice que pensaba que un caballo brutal y azabache le galopaba en el pecho, y cuando el dolor era insoportable, sentía niños gritando, un alarido, un estremecimiento en la próstata, un relincho, una campana que ensordecía y listo: se iba a donde quería. Conocí gente idiota que decía que Ramiro era el diablo en persona. Ya quisiera el diablo parecerse a Ramiro.
Me entretuve en otras cosas y me fui del relato. Resulta que cuando la desaparición de la chica del violonchelo se hizo pronunciada y a todas vistas irreparable, Ramiro quiso obtener el violonchelo. Le costó, pero el nagual lo ayudó a convencer al dueño del bar. El dueño, creo que le decían o se llamaba Paquito, convidó un posible teléfono donde hallarla. Fuimos a su casa, y encontramos una anciana, que parecía ser su abuela. Le ofrecimos comprar el violonchelo de su nieta, y ella dijo que nada de eso, que cuando su nieta se fugó a Rosario con su novio, dejó expresas indicaciones de qué hacer con él. Devolverlo a su dueño, a su padre. Entonces se fue hacia un rincón, lo trajo en su estuche, y lo puso en manos de Ramiro.
Galo
Mendoza, 28 de octubre de 1999

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Comentarios a la anécdota

El brujo del violoncello triste


Existe una magia en la vida que está más allá de la magia explícita o espectacular: la sencilla magia que existe en todas las vidas, el acumulado corazón de una biografía, el fugaz hilo que conduce los hechos de un hombre, cualquier hombre. De allí que al comentar mis anécdotas yo advierta que la sola evocación de una persona, la mera lectura de rasgos y vivencias sobre tal o cual brujo, sin complicarme en asuntos ultramundanos, ya tiene su inasible encantamiento. Y no quisiera que mis palabras torpes se metan entre el lector y Ramiro, ya sea para justificarlo o juzgarlo. Una palabra que se añade puede significar un rasgo que se diluye o se modifica para peor.

No quisiera hablar de Ramiro, pero quisiera llamar la atención del lector sobre el motivo esencial de este relato: la fijación del anhelo, la manufactura de un objeto de poder. En el caso del violoncello, la elaboración se complica porque la fijación que lo dotará de magia surgirá de una sustitución, fenómeno de naturaleza onírica que en este caso ocurrió en la vigilia (esa costumbre convenida de distraernos y no sentir que todo es sueño, sueño sólido que es soñado por un mundo liviano que alguien a su vez soñará o quizás se sueñe a sí mismo). Yo imagino a Freud gozando de mis temerarias afirmaciones, sobre todo por lo endebles, o por lo que tienen de arbitrario. Pero de todos modos, me parece una buena aplicación de su teoría sobre los sueños. Sustitución es uno de los procesos mediante los cuales el inconsciente del psicoanálisis elabora los sueños, es una técnica por la cual se alude a algo censurable mediante el uso de un símbolo, que en el secreto léxico de nuestros afanes tiene su justa correspondencia. Parece que hay símbolos universales, y esto condujo a la ilusión de una hermenéutica científica de los sucesos oníricos. Pero hay símbolos muy personales, y son los que desequilibran los tímidos esfuerzos de ciertos pensadores psicoanalíticos. Este mecanismo de sustitución, ¿funcionará en la vigilia? ¿Habrá cosas que anhelamos falsamente en las cuales depositamos el genuino deseo que tenemos por otra cosa, cosa que nos resulte de alguna manera inaccesible o prohibida?

No podemos conocer qué redirección de anhelos ejerció aquella muchacha sobre su instrumento salvaje, pero sí podemos especular qué sustitución en plena vigilia obró Ramiro por su amor imposible. Así como Ramiro se hechizó de amor, su naturaleza acechadora y su intento de no transgredir los mandatos de su impecabilidad concurrieron para cometer una especie de milagro: la vindicación de un objeto por la proyección de un amor frustado. Ese violoncello podía amarse con desvelo y sin cuidado, Ramiro podía aprenderse las artes del ejecutante con vocación de amante que acaricia, podía soñar con el día que lo (la) tuviera entre sus brazos, soltando música como quien gime de placer o como quien solloza por un delirio de pasión. Luego el destino premió aquel afán, ella, esa enigmática mujer quiso cumplir con el amor, al menos en el nivel en que podía permitírselo: ya que se iba, ya que con otro se iba, habrá pensado en Ramiro y habrá sentido que se tenía bien ganada su posesión. Quién sabe, quizás el violoncello le habrá contado la historia de un brujo triste que llegaba demasiado tarde al amor y venía tropezando por cosas de brujería y desengaño feroz. Y lo amó de ese modo, generosamente renunciando al instrumento, que desde entonces fue un objeto de poder hecho y derecho, con su lugar en este y en el otro mundo, una encordada fijación de un anhelo y una dádiva, gritando su música como suelta hasta la última gota de sangre un corazón que ha partido el aullido o el silencio de la muerte.

Galo

04 septiembre, 2005 01:13  

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