30 octubre, 2005

XXIII. Esa mujer de niebla y su sobrina


Apaciblemente, envuelto en el tibio clima de serenidad codiciada, sintió la liviandad de su muerte artificial y diaria. Se hundió en una amable geografía, en un mundo fácil, ideal; un mundo como diseñado por un niño, sin ecuaciones algebraicas, sin despedidas amorosas y sin fuerzas de gravedad".

Gabriel García Márquez, Ojos de perro azul, La otra costilla de la muerte.


Esa mujer se aparecía como si no quisiera imprudenciar pero a nadie le preocupaba aquello, usualmente nos quedábamos observando el detalle de rubio que derramaban los bucles de su pelo, o simplemente nos mirábamos enmudecidos de tanta arrogante belleza. Se vestía casi siempre de azul, y usaba un pañuelo de color claro en el cuello. Tal vez una capelina sensual, rara vez los labios de carmín ensangrentados. Su paso era inexplicablemente felino, venía como subida en una alfombra mágica de Turkestán y en su bijouterie uno adivinaba exóticos brillos, raras y menudas joyas que se habían quedado con algún pedazo de luna llena. En sus manos tenía una danza, en los tobillos una delicada pulsera de cuentas perladas, en los hombros estrechos una singular cadencia que involucraba no sólo su clavícula, sino su abdomen y sus pechos: respiraba como agitada por un baile o por una sosegada lujuria. Emitía un tenue resplandor, que también venía acompañado de un lejano aroma a hierbas aromáticas humedecidas por la lluvia.

Sus costumbres eran pocas. Si descendía por la escalera que daba a las habitaciones de los mayores, seguía su rumbo sin inmutarse por cualquiera que la viera, iba con la mirada perdida, y sus pasos la acercaban sin prisa hacia la pared sureste del jardín interior, apenas rozaba las madreselvas, su pena buscaba algo en el muro devorado por las enredaderas y la rosa mosqueta. Si algún lunes venía, lo hacía con mesurado trote, pasaba por el frente de la casa y no llevaba sombrero ni sombrilla, con el pelo rubio y suelto, hasta desaparecer en el bosque de coníferas. Notábamos que llevaba sandalias beige y ninguna ornamentación especial. Su mejor llegada era los viernes, era sociable, se sentaba en las sillas de piedra del patio grande que daba al exterior. Estaba rubicunda de esperanza como si hubiera sido amada recientemente, los ojos azules parecían de celeste ceniza, preferían la luz deficiente, interrogaban sin esperar respuestas ni miradas que la correspondieran. Entonces usaba vestidos largos pero sugerentes, se cruzaba de piernas como una actriz de cine, pero su postura era fresca y no fingía ni sufría vanidad. Estaba afectada por la inminencia de algo triste, pero eso no nublaba del todo las estrellas de su boca. Traía boina en otoño, un rodete si estábamos a fin de mes, las uñas plateadas o de un rosa muy apagado. Su voz se deslizaba como la de una soprano afónica, alguna congoja secreta aferraba sus cuerdas vocales y le daba cierta ronquera de silencio que enamoraba. Se veía más alta los viernes, más lejana no obstante, más perdida para siempre. Muy de vez en cuando, venía con su sobrina.

Lourdes era una niña dibujada con pereza por las manos del intento. Nunca se estaba seguro de sus rasgos, pero sí de sus dientes muy blancos, sus aros prominentes que le daban cierto aire tropical, su tez morena y cómplice de soles de estío. Los pasos que daba los acentuaba como el hada de azúcar de Tchaikovsky. Siempre reía, pero no alcanza su manantial como para colmar a quienes la veían. Sólo contagiaba un oscuro desdén. Variaba mucho su vestimenta, pero sus sandalias de cuero gastado con cordones teñidos de fucsia eran constantes. Quiso quedarse sorda después de que su tía, esa mujer, le hizo escuchar el claro de luna de Debussy. Lourdes dejó un sueño en sus tímpanos y quedó atascada su percepción a la repetición infatigable de aquella melodía que la arrebató. Mordisqueaba las hojas del naranjo, se afanaba en cavar pozos donde ocultaba un caramelo o una desmembrada barbie de cabellera desordenada y cabeza floja. Correteaba a los gatos de la madrina Sofía. Bebía del bebedero de Adonis que había hecho de yeso el jardinero Jacinto.

Esa mujer la traía de su mano, pero en cuanto nos veía, Lourdes se sacudía virulenta hasta zafarse y pasaba ululando alrededor de nosotros, que la veíamos atónitos. Esa mujer nos miraba con gesto de disculpa pero no nos ocultaba una tímida sonrisa, desordenaba un poco los libros para hacernos entender que ella también era traviesa, solicitaba con la mirada una especial atención. Yo sentía una pena inmensa por ellas, me producían imágenes en el corazón que difícilmente pudiera yo describir con esta enumeración: un espejo de roble con una grieta ligera en la esquina opuesta a donde estaba tallado un angelito de ornamentación; una escalera de albañil veteada de pinturas varias; un velero demorado por el atardecer o por la lamentación de pescadores griegos; un temor de osamenta y piel gruesa venido encima con toda la desesperación de animal moribundo; una cajita de música con una bailarina precaria que entre campanas y polonesas significaba nostalgia irreparable; unos dedos acariciando un retrato; un retrato atosigado de reproches o retórica de setiembre; una casa humilde de paredes blancas y techo de paja donde al amparo de los humos de la cocina, una deshilachada virgen mantenía una fe; un hombre que se fue para siempre un domingo y sólo cuando quiso volver entendió lo inexorable de la palabra siempre; una canción reptando por las caderas de un laúd que un músico habrá vendido para comer.

- Los fantasmas son seres desdichados – me dijo el nagual Zacarías. Me explicó que están atrapados en un pliegue del tiempo, ocultan el eco del intento que los tejía como capullos en esa arruga, suceden pero no transcurren. Sus afectos son su poder, pero carecen de la facultad de evocación, entonces su copa está rota y no pueden retener ningún sentimiento. Ven que pasa el amor, pasa el odio, pasa el miedo. Lo sienten pero no les pasa a ellos. No pueden ser sujeto de ningún verbo, su semi vida sencillamente sucede, no pueden ser protagonistas, no concatenan lo vivido para recordar, no dejan huella y nunca llegan a donde iban. Se extinguen paulatinamente, si la gente los va olvidando ellos se van deshaciendo, ese pliegue donde estaban se hace menos pronunciado cada vez y ya no pueden esconderse allí. Un día, como una candela que agota su mecha, suben en una especie de neblina y se dejan respirar por los vivos.


Galo