"A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la transmigración."
Oliverio Girondo, Espantapájaros.
No les he hablado de Natacha. Estuvo poco tiempo entre nosotros, parece que tuvo una disputa grave con los viejos y se fue el jueves santo de 1984, muy disgustada pero triste, se despidió de sus niños (entre los cuales estaba yo, si bien a los doce años ya estaba al borde de dejar de serlo, al menos en el sentido estricto de las palabras o la endocrinología), permitió que fierita la ayudara con su escaso equipaje, y se borró para siempre de nuestra historia. Bueno, como quiera que esa historia no ha terminado, tal vez el futuro, en alguna prestidigitación, me devuelva su cara blanca, su cara pecosa, su sonrisa de día nublado, su pelo tan lacio vencido sobre sus hombros, sus abalorios y baratijas, su cuello largo y alerta, sus manos pequeñas, sus ojos inciertos y cariñosos. Alguna herencia hippie le quedaba en la ropa, en el modo de usarla, o sería sólo descuido tal vez. Un botón faltante en una blusa, una falda larga pero estridente, un pañuelo llevado con distracción o tímido desparpajo, un bolso de hilo deshilachado, sandalias o suecos desgastados, traba en forma de mariposa o de flores convencionales en el pelo, prendedor de fantasía en algún bolsillo o solapa cerca de los pechos. Natacha en sus cumpleaños se quitaba edad, y yo calculo que tendría unos cuarenta años en aquel entonces, por lo que hoy debe ser casi una adolescente, una geminiana de humor exigente y de labios finos que besan como besan las estrellas y las hadas. Y debe andar por ahí, escribiendo poemas a sus amores imposibles, imaginando cuentos para niños, tal vez siga en el atroz rebusque económico de vender relatos eróticos a revistas de dudosa reputación. Escribía muy bien, y tenía el don de hacer que sus palabras tuvieran vuelo, sofisticación, hechicería y locura.
Ella inventó el juego del zoológico. Era una mujer que estaba conmovida por el arte del acecho, y era muy diestra para aplicarlo en circunstancias sumamente ocurrentes. No tenía una pizca de agresividad, su acecho era un despliegue de gracia, un desatino muy risueño, muy teatral. Supongo que todo se debía a que era extremadamente curiosa, estaba en el mundo para descubrir y para inventar, era muy agradable, parecía cuando estabas con ella que la brisa se había personificado y te miraba de reojo desde sus ojos entusiastas. Se ponía un dedo en la nariz para pensar, y cuando mentía, se acomodaba el pelo detrás de las orejas reiteradamente. Natacha un día nos llevó a pasear, se le ocurrió ir al zoológico, y pienso que allí se le vino a la mente aquel juego que significó tanto para nosotros. Acechar animales y capturar su ser.
Situado en el Cerro de la Gloria, el zoológico de Mendoza no es exuberante, pero tiene alguna que otra cosa para enorgullecerse. Está como cayéndose en espiral a la vez que abraza el cerro, se complica en caminos que ascienden y se cruzan, el itinerario es muy reconfortante, suele estar mal señalizado. No hay pocos animales ni poca variedad, los cuidadores son moderadamente necios. Andan sueltos los pavos reales y se respira un oxígeno cocinado por coníferas. Apenas se entra uno está expuesto al peligro de empezar a recorrerlo de atrás para adelante si elige la izquierda, o sea, ver focas o llamas. Debe dejarse atrapar por la derecha, prestar atención a las flechas y comenzar su viaje con una jaula de aras y guacamayos.
Me cuesta un poco reconstruir la escena, hay imágenes que han herido ese día mi memoria y se toman el privilegio de eclipsar las demás y dejarme con rudimentos, y esa incoherencia es la que trato de evitar sin conseguirlo. Pero es que no puedo sustraerme a la visión de Natacha regateando el precio (ya de por sí módico) de las entradas, poniendo esos gestos entre coqueta y mentirosamente quejumbrosa, atormentando al empleado con una descomunal cantidad de argumentos, y todo por darse el gusto de acechar, porque el dinero no faltaba. En cualquier momento, la nostalgia puede apropiarse de las siguientes palabras, es que me estoy acordando tanto de Natacha. Cosas que no le entendí, ahora las veo tan claras.
Recuerdo que se salió con la suya, recuerdo que pasamos por la jaula de los coloridos loros y volvimos sobre nuestros pasos porque Natacha nos dijo que iba a enseñarnos algo. Teníamos que mirar a los animales, pero tratar de no pensar. Estar muy atentos. Sólo observar. Y luego, con algo que estaba en el ombligo para los varones y debajo del ombligo para las nenas, atrapar la mirada del animal. Si lo conseguíamos, nos dijo, íbamos a sentirnos como si fuéramos ese animalito. Entonces después, a la vuelta o mientras tomábamos unas cocacolas, nos contaríamos qué sentimos. Así empezó aquel juego, que nos transportó a maravillas de la percepción que difícilmente quepan en las palabras, sobre todo si son las mías, tan torpes frente a las de Natacha contando que un cisne era un espejo donde el agua del lago se enamoraba y se creía jazmin con plumas, que un tigre era una llamarada de sombra y un grito de hermosura parecido al mejor crepúsculo de una costa sumida en luceros, que una serpiente era un garabato de perfidia tan parecida a la comisura de una falsa boca o a la arruga tenue que maltrata los ojos de una mujer que fuera hermosa.
El primer animal con el que tuve éxito fue una iguana exótica, llena de tornasol y terracota, de cresta soberbia y cola gruesa. Para Amanda, nada como los guacamayos. Ahí mismo, dice, después de que Natacha propusiera el juego, ella se quedó enganchada de los azules y verdes en un ala, del gris en la rara pupila del ave, del pico como pimpollo o como caracol. Se transportó a una selva confusa en la Amazonia, tuvo miedo a la noche, supo que el guacamayo era una criatura tímida y triste, vestida de los colores que su alma no tiene, supo lo que se siente en una lluvia estival cuando se cuida huevos. Para mi la experiencia con la iguana llegó después de fracasar con varios animales, cigüeñas, roedores, leones. Me asomé a cierta quietud total que el reptil tenía en la pesada siesta, y lo vi parpadear tenuemente. En un instante, sentí cómo mi propia cara era la de la iguana. Supe que las crestas a veces pican, que la lengua se pone espesa, que parpadear es respirar. Sentí mi cuerpo en detención sobre el espacio, ajeno a la prisa, sepultado en sangre fría, no empujado por ese raro nerviosismo de los mamíferos. Sus escamas, su piel resbalosa, era la mía, y estaba hecha de tiempo demorado, del aliento seco de piedras prehistóricas, del frío de espada inmutable que tiene un amanecer de invierno. Lucía debió golpearme en la espalda para que yo dejara de hacerme la estatua, pero es que yo no me hacía la estatua, es que sentía que moverse era inútil y que había olvidado cómo hacerlo. Recuerdo que tambien casi me sintonicé ese día con una pantera negra dormida, que roncaba su sueño de felino y acaso ese sueño no tenía barrotes ni crueles niños asomándose.
A mitad del trayecto, cerca de la jaula de los monos, nos detuvimos a descansar y merendar. Cada cual expresó su antojo frente al kiosco, y nos sentamos cerca, antes de ir a ver los elefantes y los osos, entregados al sencillo goce de complacer el estómago. Natacha nos contó historias, siempre lo hacía, historias mágicas. Pero luego hablamos del juego. Sólo Amanda y yo habíamos tenido suerte. Natacha dijo que todavía quedaban muchos animales, y que no había que desanimarse. Trinidad se había sentido castor, pero sólo recordaba una sensación de suciedad húmeda, de olor a tierra y agua estancada, sensación de bigotes y de ramitas secas. Ninguna imagen, nada sugerente. Entonces Natacha contó cuando le pasó eso con un gato. Ella se contagió de su prestancia, de su perplejidad entre ojos, de su posar las patas y contonear la cola. Era chica, y se la pasaba gateando, acechando ventanas, bostezando cuando nadie la veía o soñando cacerías a la luz de una luna creciente.
Después de esa vez hubo otras muchas. Al tiempo de que Natacha se fuera, a Lucía se le ocurrió decir que era el juego de Noé, y lo explicó a su manera: diciendo por que sí. Suponíamos una obvia asociación con la fábula del arca que hay en un libro de recopilación de mitos venerado por algunos. Más allá del acecho, de poder consubtanciarse con la esencia de cada animal, fenómeno que linda con la transmigración, yo aprendí a amarlos. Porque en todos ellos encontré algo en común, algo que da vértigo al principio. Es un vacío, no sé cómo explicarlo, un agujero pronunciado, un abismo sin fondo en el que caen desde sus bordes, y desde el cual vuelven a surgir como presencia inmediata; esto a un ritmo que está sincronizado con los explosivos átomos de helio en el sol, con el rugido elíptico de los planetas en sus órbitas, con el tic tac de los pulsars cósmicos, con la simetría silente de los cristales de nieve, con la respiración telúrica de la pachamama, con el ir y venir de los océanos, con el guiño de las estrellas, con el flujo y reflujo de la primavera sobre los jardines del mundo: con el latido. En los animales aprendí a oir el latido, el intento vivo que baila su diastole y su sistole, el milagroso latido común de todo lo que es. Enajenados, estamos en discordancia con ese latido, pero cuando volvemos sobre nosotros mismos, más allá de la máscara del yo, cuando el silencio a nosotros vuelve y nos redime, aparece el latido en las yemas de los dedos, en el lóbulo de la orejas, debajo de la lengua, en el ombligo y en el corazón. El latido, que es la canción de la vida susurrada en los seres. La inmediatez que tiene la existencia de los animales, la sobriedad infinita, la ausencia de mente egoica, eso debemos ir a beber en ellos, eso debemos amar, esa lección que sin pompa, en su silencio y en su desesperación frente a la muerte, nos pueden dar, si los acechamos, si los metemos al arca de la percepción, ampliando las fronteras o, sencillamente, derribándolas sin aduanas y sin contemplaciones.
18 de febrero de 2000
Galo
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