09 octubre, 2005

XVI. Carta de amor y despedida

Nadie comprendía el perfume
de la oscura magnolia de tu vientre.
Nadie sabía que martirizabas
un colibrí de amor entre los dientes.

Mis caballitos persas se dormían
en la plaza con luna de tu frente,
mientras que yo enlazaba cuatro noches
tu cintura, enemiga de la nieve.

Entre yesos y jazmines, tu mirada
era un pálido ramo de simientes.
Yo busqué, para darte, por mi pecho
las letras de marfil que dicen siempre,

siempre, siempre: jardín de mi agonía,
tu cuerpo fugitivo para siempre,
la sangre de tus venas en mi boca,
tu boca ya sin luz para mi muerte.

Federico García Lorca.
Gacela del amor imprevisto.




Amada, sé que ninguna de las palabras que iré poniendo en esta carta bastarán para arrancarte este dolor. Pero permitime que me acerque a vos desde la sinceridad de las mismas: en ellas trataré de que este adiós no te deje tan llena de dudas. Sé lo hermoso que ha sido nuestro amor, sé que despoblarás los días al irte de mi vida, sé que me quedaré con el alma hecha trizas. Pero entenderás que nací en el mundo de manera diferente, puesto a perseguir una lejana esperanza que acaso sólo sea una utopía, inalcanzable como tal. Ahora te veré atando cabos, relacionando cosas que te dije con estas que te digo ahora. Querrás acaparar en tu desdicha la razón de nuestra separación, y no podrás hallarle sentido a lo que te digo: nos separa el infinito, nos separa el amor.
No estoy huyendo de los compromisos, pero en cierta forma no estoy de acuerdo en ceñir los sentimientos en esas formas más elaboradas de la prisión que son las relaciones formales. No necesito para amarte que te sepas mi novia, o mi esposa. No me veo yo en esos roles porque la maldición de sentirme un espíritu libre me conduce inevitablemente a la soledad. Lo sé, tercamente voy hacia lo desconocido, y llevo conmigo un corazón que se enamoró de vos y no te olvidará. Pero tus expectativas, amada, son tales, que ya me veo no cumpliéndolas. Una torre de promesas querrás alzar para que no me vaya, y no podrás retenerme porque es mi muerte la que tira de mí. Apenas me deja en paz unas horas, me lleno de sueños imposibles y me imagino en esa casa soñada siendo el papá de tus hijos. Pero regresa, regresa con la angustia y con los azotes de la sobriedad. Las tormentas de mi corazón van a dar contra la serenidad de sus murallas y mi marea se tranquiliza. Salgo del tiempo y veo que nada tendrá sentido si no obedezco a ese llamado, esa voz que me quiere libre, libre de vos y libre de mí.
Me sueño águila sostenida en el aire por los ojos del día. Me sueño delfín en los mares añiles que ningún barco acarició con estelas de espuma y sacudones de proa. Me sueño mariposa transparente en un jardín que se sosiega al crepúsculo mientras se muere un poeta o un valiente. Me sueño en una galaxia remota, con estrellas proféticas anudando mis arterias a esos destinos colosales que uno asociaría con la palabra eternidad. Me sueño lágrima y puente, hombre de alas y hombre de besos, me siento latido rugido entrega risa torbellino mundo. Hay días en que me decías que andaba muy callado, y es porque mi único amo, que es el silencio, tenía sus dedos en mi garganta y hacía huecos en mi ventrículo izquierdo, desde el cual una ventana y un hilo carmesí hacían tirabuzón en mi estrella del oriente. Ahora mismo sé que pensarás que deliro, y sin embargo, lo que acabo de decirte es perfectamente comprensible en el lenguaje que habitualmente manejo con los míos. No. No cometás ese error: no te incluyo entre los míos, y no es porque no te ame, dulzura mía, es porque me refiero a aquellos que están ligados a la verificación de ese destino de libertad del que te hablaba. Vos estás en otra vereda, otro sendero, tus pies de tierra caminan con alborozo los caminos de la tierra, tu belleza luminosa se estremece con la simple alborada, tus manos trabajan el mundo y lo hacen y deshacen sin mayores complicaciones. Nosotros somos como habitantes forasteros, estamos de paso, ninguna casa es la nuestra, ningún árbol nos pertenece, sólo nos cobija el sol y nos consuela la luna, no dejamos huellas porque no somos del tiempo, nuestra patria se extinguió hace milenios, somos errantes y nuestra sangre lleva lava y diamantes, lleva corales, lleva martirios, lleva una venganza que sólo sostenemos como meta trivial para seguir andando, lleva un sueño a cumplir allí donde se rasga el velo del mundo.
Ayer trataba de explicarte un poco cómo era todo esto. Pero noté que se opacaba tu mirada y preferías entretenerte en hacer palomitas de papel con las servilletas. Me dolió pero lo sabía: un día llegaría el día de seguir sin vos. A tu lado fui tan feliz que si pienso en ello, se debilita la voluntad que tendrá que alejarte, y demoraré indefinidamente algo que tarde o temprano sucederá, insistiendo en herirnos y haciendo todo mucho más difícil. No me enamoré de otra mujer, aunque no sería raro en mí dado mi ánimo soñador y mi ocurrente lujuria. Simplemente te dejo porque me siento un guerrero. Mi abuelo (que no es mi abuelo, es mi guía y se llama Zacarías, no se llama Alberto) diría que estoy hablando de más, y tendría razón. Un guerrero no se enreda en tantas explicaciones, eso significa que intento vivir como guerrero y mientras tanto, cierta humanidad que en el fondo es debilidad, me lleva a realizarte alguna que otra confesión. Dirás que soy despiadado: yo me enorgullecería de ello, aunque no concibas lo que te digo. Y al hacerte daño, reviso mis valores y reflexiono seriamente si quiero seguir en este camino. Y sí, me respondo que sí. Que sí. Seguiré porque acaso no tengamos nada más noble que obedecer el grito del destino, esa inasible fuerza que a veces, como vocación, nos lleva de un lado para el otro.
Creemos en el desapego. No significa que siempre lo podamos ejercer con ligereza. Más bien nuestro desapego está hecho de cierta costumbre que tenemos de despedirnos de todo en todo momento. Eso le da un relieve insospechado al presente, pero su precio es la ruptura que no se detiene de todos los atavismos que mal que bien, y como seres humanos, nos dan seguridad. Hay un saboteador en nuestra sangre que continuamente malogra nuestra dicha con su sermón: todo pasará. Y esa misma frase viene en nuestro auxilio cuando un dolor nos ha despedazado: también pasará este dolor. A la luz de esta inobjetable verdad, disfrutamos de todo con la máxima intensidad, pues lo sabemos todo pasajero. Ahora veo pasar nuestros días felices, nuestros besos, nuestras confidencias, tus pechos que parecían hechos para caber en mis manos y en mi boca, la caricia de tus ojos de almendra puestos en los míos y amándome sin saber que un día te dejaría así, sin argumentos que podás considerar de peso, dejando en el abrazo donde antes entraba yo, un espacio sin aire, sin fuego, un recuerdo que ni siquiera quiere insistir en quedarse con vos.
Amada mía, acaso me sigás viendo de vez en cuando. No busqués en mí a ése que te amó hasta hoy. Acongojado y lleno de contradicciones, he acabado hoy con él. He quemado tus cartas de amor, no usaré la ropa que me regalaste, el osito Gastón se lo di a mi hermana, ya no hay fotos nuestras. Lo que fuimos cuatro años ya es sólo un largo sueño maravilloso. Exigencias brutales me sacan de tu lado, algo así como el arte de quedarse liviano significa dejarte, quedar desprovisto de la costumbre de verte, de que estés en tu casa o en tu cama para mí. Permitite el perdón, no me odiés porque yo no dejaré de amarte jamás. El guerrero se lleva a su siempre todo lo que adoró en la vida, no lo lleva como equipaje o accesorios, lo lleva en su constitución etérea: el guerrero deja el mundo pero está hecho de sus afectos, su tristeza, su voluntad, su hidalguía. Amor de mi vida, en mi sangre estás ahora, nadie usurpará ese sitio, quiero que seas feliz, muy feliz, sin mí.

Tuyo, pero libre, te ama
Diego


Mendoza, 19 de diciembre de 1999

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

es muy linda tu carta y quiero decir que me siento identificada ya que soy una persona que busca constantemente la libertad y se tambien que para lograr eso se deja muchas cosas de lado.

11 marzo, 2006 06:23  

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