XX. Lucas baila samba con los ejús
"Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar."
Antonio Machado, Retrato.
Una tarde invernal, un hombre digamos pequeño, ataviado con un sobretodo exagerado de investigador privado en auge, llegaba a la comunidad de los brujos y los niños para quedarse. Pocos años atrás se había unido al grupo del nagual Zacarías, pero vivía en un departamento alquilado hasta que las sombras se le volvieron del todo amenazantes y a los muebles les dio por insultarlo o representarle juegos de espejo o caleidoscopio donde él perdía su imagen, la recuperaba diferente, se volvía paranoico, se desmenuzaba en interrogantes que fracturaban su identidad. El hombre se llamaba Lucas, estaba saturado de manías, llevaba a cuestas unos ojos pequeños y grises, duraba. El nagual afirmaba que una mulata brasilera le había aprisionado el alma dentro de un coco hueco sahumado de menstruo y azahares. El anzuelo: claro, el amor. O casi lo mismo: la satiriasis, modalidad acentuada de la concupiscencia.
Lucas supone haber nacido en Rosario (esto es decir Argentina pero dar detalles), deduce que su familia se desintegró por la insistente infidelidad de su padre y la farmacodependencia de su madre. De sus hermanos recuperaba su memoria alguna siesta, una escapada a la plaza, un pesebre de navidad con un burro de yeso de hocico partido, un teléfono de latas de tomate unidas por una cuerda de envoltorio de rotisería. O sea, escasas, insuficientes cosas. El roce con ciertos comerciantes inescrupulosos lo había llevado a Bolivia, el hastío o el hambre acabó por dejarlo en Bahía. Inútil conjeturar: parece que la referencia vaga de un pariente y el aprendizaje de luthier lo sostuvieron arraigado a esa curiosa tierra de ejús y lascivia y aguardiente. Recuerda una luna y un puerto, recuerda un viejo político de izquierda al que ayudaba a imprimir volantes marxistas, recuerda un amigo llamado Joao y un amor infernal con una negra llamada María, recuerda el oblícuo sabor de la cachaça y los rituales candomblé en el terreiro Rosa de Manhã.
El destino es inquieto y transcurre a su modo con sus contradicciones. En un barco cuyo nombre no recuerda, Lucas se fue a conocer La Habana, la vieja y la nieta. La contemplación de alguna efigie popular del che o acaso la contundencia del monumento a Martí despertó su sangre revolucionaria. Quizo escribir como el poeta de los versos sencillos y pretendió leer todos los tomos del Capital, enumeró todas las posibilidades estéticas de una utopía morista con ribetes socialistas o platónicos, agotó en sus oídos el unicornio de Silvio Rodriguez, aunque también se emparentó con algunas canciones de Pablo. Le dio por volverse a la patria a combatir la dictadura de Videla, tal vez diciéndose en su corazón hasta la victoria siempre, y en los precarios ensayos que brindan el conocimiento suficiente para hacer de una botella una bomba incendiaria perdió su mano derecha. La paciencia de una mujer llamada Mónica, montonera, inhumanamente alegórica y valiente, hizo posible que Lucas inyectara habilidades a su desusada mano izquierda, lo que a la larga se le hizo símbolo o pose, no obstante el peyorativo "manco" que de vez en cuando oía a su alrededor. El exilio inevitable luego de la detención y desaparición de Mónica, luego de la publicación de su nombre en los diarios como terrorista subversivo, lo llevó de vuelta al abrazo de Bahía, previa estadía clandestina en el Paraguay donde fue asaltado dos veces y probó San Pedro mal administrado por un chaman de paso que sólo pensaba en los dólares y leyó a Séneca porque se lo encontró tirado en el piso, en una vetusta impresión a la que le faltaban páginas. Todo esto contado con lujo de detalles en sus cuadernos de recapitulación, de los cuales abuso ahora para componer esta anécdota.
Ya en Bahía, bastó dos días de samba, cachaça y negra lujuria para que su coracão exorcisara la tristeza. O al menos lo intentara. De todos modos, no se olvidó de ella, de Mónica, de los gorilas, de los amigos que en plena militancia desaparecían cotidianamente, de los esfuerzos por lograr que organismos internacionales detuvieran de algún modo aquél horror. No olvidó, no podía olvidar (quizás aunque quisiera hacerlo). Pero es que se cruzó en su camino una tremenda mujer, acaso una diabla (una iaba como se dice en el folklore de los arrabales). Aunque no quiero apresurarme. Ahora vienen los largos días de colaborador en periódicos, de vendedor callejero, de aprendiz de saxofonista y de eventual chofer. Le hizo un violin a un célebre intérprete que se lució con él ante gente culta que apreciaba un nombre como el de Heitor Villa-Lobos y composiciones tan notables como las bachianas o cosas por el estilo. La lectura ligera de Castaneda en portugués, la asistencia religiosa a las clases de Qábbalah de un rabino que conoció haciendo capoeira, el reiterado auscultarse frente a un espejo despiadado, la veneración por la rayuela de Cortázar, la superstición numerológica de sumar los dígitos en los boletos capicúa y dejar que un seis conspirase o un tres produjese milagros, todo lo condujo a cierto raro estado de existencia. Creyó que había días en que caminaba por las nubes, se dejó una barba de mesías marxista moderado, se afanaba ante los caprichos de una ruleta que siempre le hizo perder dinero. Le preguntó a un pescadero: ¿usted me considera bohemio? Y el mestizo le había dicho que toda Bahía lo era. Le preguntó lo mismo al mozo del bar al que asistía con frecuencia, y el negro lo había mirado de reojo y le había advertido que no era esa manera de procurarse cachaça gratis. Asistió a los populares templos de religión afrobrasilera, alguien dijo que había nacido para ojuobá, o sea, los ojos de un dios oscuro llamado Xangó. Él se encogió de hombros, pero la sangre de los animales lo había signado y he aquí que anduvo escondido un buen tiempo, para que los ejús no le robaran el alma. Un santero tuerto trataba de convencerlo de que era un honor ser ojuobá, él temía que ese Dios en el que no creía de repente resultara existiendo y lo condenara por pagano o por idiota.
Buscaba café en un mercado cuando conoció simultáneamente a Beth y a Victor. Ella era una mulata demasiado hermosa, con sus ojazos azules de endriago y sus trenzas terribles y sus caderas de perdición. Hacia su ombligo se inclinaba toda la simetría del vientre, dando la apariencia de que equidistar de él era condición geográfica necesaria de cualquier paraíso que se preciara de tal; en su cuerpo, la caprichosa ley se cumplía en la inmediatez, hacia el sur por la promesa de un pubis de grieta insaciable, hacia el norte por el esternón que intercedía entre los pezones petulantes. Él era un viejo sacerdote umbanda que lo inició a Lucas en cierta hechicería primitiva, mezcla de cosas ciertas y de espanto con algunas que taxonómicamente sólo caben como especies del género embuste. En todo el Pelourinho no se había visto mujer más hermosa ni viejo más temible. Los dos lo ignoraron completamente, pero tuvo los suficientes tropiezos como para que los recordara luego, cuando sí se entreveró con ella en los teatros ambulantes y con él en los terreiros y los bares. Ella pertenecía a una compañía de actores y bailarines de samba de rueda que se la pasaban ayunando, mal dirigidos por un coreógrafo travesti que terminó abandonándolos por un francés de guita que vino a Bahía en un barco como quien sale a visitar un zoológico. Lucas no se cómo terminó de director de aquél grupo de gentuza, organizando sus afoxés de santos blasfemos y payasada contínua y arrebatos de destape, alternados con recato imprevisto. Beth era un vientre de lava, unos ojos de hielo, un corazón impredecible como una luna o un artista cagado de hambre. Le daba por prostituirse para pagar telas y máscaras, o para darse lujos de bijouterie (abanicos, collares, chucherías menores) ante el babalorixá de turno, hay quien dice que le gustaba (prostituirse, digo). Tenía más de un pretendiente: varios solteros desabridos y taciturnos, algún hombre casado, un viudo bueno para la cama y salame para el bailongo, un bisexual fascineroso y dos o tres lesbianas que le escribían poemas como replicando aquella magia de Safo. A todos satisfacía. Lucas estaba enloquecido por ella; nunca le tocó un pelo. Ella se le ofreció algún día, él la rechazó porque sólo para él la quería. La mulata se rió hasta sentirse intoxicada y hubo que prenderle velas para que no se muriera. Lucas no lo perdonó, los dejó, atacó con extrañas macumbas a Beth. De vez en cuando casi tuvieron efecto, pero es que Victor no quería que Lucas se manchara y no le enseñó las promesas a las iabas o los juramentos a los santos más cumplidores. Ya para entonces a Lucas no lo componía ni el alcohol ni las mujeres, mucho menos los espíritus del candomblé. Estaba verde, vestía mal, leía clásicos griegos, se creía habilidoso en el billar, maltrataba zapatos andando por la playa en las madrugadas. Se soñaba con Beth. Para apagar esos sueños, dejó a Victor, a Ogun, a Oxalá, a Yemanjá, a Vinicius de Moraes, a Chico Buarque. Se volvió a su argentina tanguera y melancólica, con la democracia joven y el destape grosero en las revistas de los abarrotados kioscos del subte.
Pronto quiso volver a Bahia, es decir, a Beth. Se propuso no hacerlo. De algún modo hizo dinero, y se fue a Mexico a buscar a los brujos de Castaneda. No tuvo éxito, sólo se la pasó de estafa en estafa entre los indios peyoteros de Sonora y los ayahuasqueros de Perú y los sanpedreros del norte argentino. Con la cabeza medio quemada, sin dinero, con casi vergonzosos cuarenta años, con el único orgullo de una verdadera iniciación en Macchu Picchu bajo la asistencia del Apu Kondor que gobierna la región, vino a parar a Mendoza, como vendedor de seguros para autos. Conoció al nagual Zacarías en un recital que vino a dar el nano Serrat. Se fueron a tomar café y al nagual lo cautivó el amor indescriptible que ese hombre miserable tenía por una mulata hermosa que le robó el alma, una tal Beth de la que no dejaba nunca de hablar maravillas, beija flor de muslos firmes y perfectos. Quizás por pena, como se levanta un perro de la calle, Zacarías lo invitó a la casa de Ramiro. Empezó a juntarse con los viejos, perdió al truco y al ajedrez con inquebrantable dedicación. Dejó de fumar, recuperó sus días de lector de Castaneda, pero lo enriqueció con lo que de a poco le fueron contando los brujos. Pronto se lo desestimó para nada serio, pero resulta que lo vieron útil como anzuelo para cazar demonios. Al fin y al cabo, era un testigo de Xangó, los ojos de un dios de raro carácter pero indudable poder. A mi me gustaba por dos cosas: cómo cantaba "a tonga da mironga do kabuleté" y porque el café nunca le salía igual, pero siempre le salía delicioso.
Faltaban dos días para que yo cumpliera años, recuerdo que había algún preparativo para conmemorarlo. En el patio se bailaba una chacarera sobria, con una guitarra y tres entusiastas. Yo dibujaba los sellos del Tzolkin con témperas en unas piedras redondas y planas. Lucas leía a Lucrecio sentado en una mecedora. Así estuvo una media hora hasta que dejó el libro, se me acercó con mirada seria y como extraviada y me dijo que esa noche, la última cobra de Oxumaré, la séptima se alinearía y el moriría. Luego se alejó caminando en silencio. Yo me asusté. Cuando llegó el nagual por la tarde, fui y le conté. Él me indicó que me calmara, que el asunto era serio. Yo estaba convencido de que la magia negra tenía que ver con todo esto. Pero el nagual me explicó que Lucas era un hombre que de algún modo no se había hecho cargo de su biografía, que el peso de un destino que no se quiere verificar acaba tornándolo a uno un ser mezquino, temeroso, supersticioso, paria de la propia historia. Cuando la decencia deja que ese hombre vea el panorama con claridad, suele pensar en suicidarse. Entonces convoca su intento tanático, aquél rayo obediente que un día nos desploma, y le da su lugar en concordancia con los hechos que le tocara vivir. "Lucas ha elegido morir, como las ballenas que buscan una playa final, como las estrellas que un día simplemente dejan de estar, escogiendo una falsa maldición que se trajo de Brasil".
Explicó que de este modo, Lucas seleccionaba de su historia todo aquello que justificara su muerte. Su implicación con poderes del candomblé lo hacía susceptible a sentirse víctima de un "trabajo". Pero no es así, me decía. O sí lo es, pero no en el sentido de que todo aquello funcione de manera directa. Más bien es una escenografía coherente en la cual el suicidio se ve moderado y en paz con el propio pasado. Acaso Gardel quiso tomar aquél avión, y Jesús mandó a Judas a que lo vendiera y el che se fue a Bolivia sabiendo la traición. Hay un mandato, la elección del bien morir, que altera (no sabemos cómo) ese flujo determinístico de hechos que son la causa de otros hechos, y lo diga Hume o lo diga yo, la decencia final del guerrero simplemente se hace sitio y acomoda las piezas y nos conduce al Águila, ignorando la causalidad pero sin alarmismo, esto es, imponiendo una muerte que de algún modo racional se explica y se justifica.
A menudo a los niños y a los adolescentes se les ocultan las barbaridades, los costados siniestros de la existencia, los hechos nefandos, quizás por conmiseración o para no incurrir en los tropiezos dialécticos que terminan sustrayendo el entusiasmo de la vida. Pero sucede que descubrir esas tragedias que alguien escondió como basura debajo una alfombra, de golpe, es cosa difícil de digerir y puede ocasionarnos una herida que los años y las explicaciones no borrarán. Resulta que Lucas tenía un cáncer ya inmanejable, esa tarde se lo llevaban a una clínica a la que se retiraba a morir. Parece que al otro día de mi cumpleaños, murió, quebrado por su decisión de que ya no daba para más, quebrado por el tiempo que se le fue sin que pudiera hacer con él algo estable, algo precioso para encandilar a la muerte y convencerla de que valía la pena una prórroga. Yo sé que entonces Lucas, en su muerte, fue un guerrero impecable. Si su vida no le sirvió, creo que su irse le infundió alguna trascendencia y Lucas volverá, volverá de algún modo: invoco aquí los prodigios de la transmigración; lo quisiera como ocelote, como escarabajo del Nilo, como los endecasílabos que le faltaron a un poeta para hacer el poema más alegre del mundo, como cebra de la sabana africana, como gorrión de una plaza donde un jubilado lee sonetos o como campana fiel, fijate lo que digo, como una campana elemental en una escuelita latina donde los hijos aborígenes de la América, tus hermanos y los míos, reciben las letras y el siempre claro pan que son su precaria dignidad. Lucas. Su último acto sobre la tierra fue abandonar el temor y las utopías, no delatar que estaba aterrorizado, y acaso sus últimas palabras habrán tenido cierta entonación portuguesa o tal vez mencionaron el nombre de la bella que no se dejó amar o quizás el dolor no le permitió mover los labios. Habrá pensado en Mónica tal vez, en algún ilusorio volver a verse. Pero el nagual, que lo vio irse, nos consoló contándonos que mientras la enfermera y el médico se alarmaban por los espasmos finales del cuerpo, ya que se sacudía todo como poseso, él lo vio a Lucas bailándose una samba con su negra amada, todita para él, ebrio de cachaça y de esos astros caídos que para gloria del hombre iluminan los ojos de los enamorados que no han aprendido a odiarse aún, de los locos con causa, de los locos sin causa pero que la intentan y la van llevando, de los hombres decididamente buenos y claro, de los brujos impecables, que los hay, aunque pocos.
13 de febrero de 2000
Galo
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