28 septiembre, 2005

XVII. El asedio del felino


"me pongo la luna como una flor de jacinto la moja mi lágrima lúgubre
ahíto estoy y anda mi vida con todos los pies parecidos
crío el sobresalto me lleno de terror transparentees
toy solo en una pieza sin ventanas
sin tener qué hacer con los itinerarios extraviados"

Pablo Neruda, Tentativa del hombre infinito.



(A Carlos Castaneda, en el día de su nacimiento)

Antiguas leyendas me llevaban a imaginar que lo imaginario, valgan redundancias, era sólo un paraje donde todo era posible, pero todo era falso: no toleraba contraste con el mundo "real". Entre ese complejo mecanismo de fábulas que se desarrolló en mi infancia gracias a la lectura de preciosos libros, se inmiscuyó lo cotidiano hasta que la sospecha de que la distinción entre ficción y realidad era ilusoria. ¿Cuantas leyendas nos hablan de transformaciones de hombres en animales? Las más célebres hablan de licántropos, hombres hechos lobos por la influencia nefanda de la luna llena. Sin ir más lejos, en nuestro folklore se decía que el séptimo hijo varón siempre sería lobizón, y sólo podría ser muerto por una bala de plata. ¿No convirtió Circe a un puñado de marinos en una vulgar piara? ¿No soñó un escritor con un hombre que se convertía en vampiro y sostenía su semivida eterna a expensas de sangre y lujuria? Me propongo describir de qué manera estos mitos adquirieron un día, para mí, el aspecto revelador de hechos verdaderos tocados de perfil por la superstición o la literatura.

En una casita de piedra, cercana a un barranco temible, vivía don Domingo. No tenía más de tres dientes, montones de años, un perro sarcásticamente famélico, un viejo poncho comido por las polillas, una mesa de tres patas que en su inclinada tozudez amenazaba volcar el infaltable vino de los jarritos de lata, o le hacía perder el equilibrio a las llamas de un candelabro de plata que heredó de su tata cuando el tata era rico y entenado, o era mejor ladrón, quién sabe. Había escrito en todas las paredes con carbón el nombre de una amada perdida: Griselda. Decía que de ese modo tenía atrapada su alma y no le permitía morirse. Pero ciertos días la casa apestaba de fantasmas y si uno descuidaba el detalle de permanecer sobrio, una Griselda cualquiera usurpaba el catre o se comía los damascos del arbolito de atrás o soltaba los pájaros que por mera costumbre don Domingo atrapaba para vender. De ahí que lo conoció Roy Picahuesos, brujo empecinado en la compraventa de pájaros sietecuchillos en La Rioja, San Juan y Mendoza.

Un día, Roy despertó la curiosidad del nagual y fuimos a conocer a don Domingo. Sabía extrañas historias y tenía costumbres raras, acaso estaba señalado por el poder para ser parte del mito viviente de Zacarías y sus luciérnagas. Don Domingo se atoraba de angustia los sábados, pero ya el domingo después de las once de la mañana, se sosegaba juntando piedras o pintando una campana oxidada que había incrustado entre palos y lo ayudaba a llamar su cordura. El perro vivía del aire, nunca lo vimos mordisquear siquiera un pedazo de cuero. Era un esqueleto cánido mantenido en pie por las pulgas, de ojos tan borrachos y tan tristes, que si te quedabas viéndolo, una voz gritaba en tu caverna esplénica y querías correr a tirarte de cabeza en el barranco, no sin antes flagelarte con los alambres de púas de la cerca deshecha. A lo lejos, una cruz rústica recordaba que alguien murió allí; unas vetustas flores indicaban que alguien lloró esa muerte. La memoria del viejo tenía serios agujeros, que el alcohol etílico se empeñaba en rellenar de aforismos y embustes. Confesaba amar las peras, las uvas y los tomates. Contó cientos de veces la vez que mató un indio cuatrero cuando era joven y era idiota; el espectro del indio lo persiguió un día de luna nueva y terminó empujándolo a un sanitario de cerdos. Esa bendición de maloliente estiércol saldó sus deudas y desde entonces vendió todo, se hizo la casa de piedra, dejó a su Griselda y su caballo. Era de tarde y hacía un mes que se había instalado en su residencia cuando apareció el perro, y don Domingo creyó que el indio vivía dentro del animalejo. Atemorizado, se mantuvo dos días sin salir, hasta que la indefensión abrumadora del perro lo hicieron ceder. Pero por las dudas, eligió matarlo de hambre, y el maldito perro ahí estaba, diez años viviendo de la nada, milagro ridículo que vulneró bastante la escasa razón que el viejo conservaba.

Llegar a la casita de piedra era dificultoso. Se dejaban los caballos en el valle y se debía subir caminando por una huella muy caprichosa. Si se estaba en buen estado, a las seis o siete horas ya se avistaba la residencia humilde. Empezaban los carteles de tiza: cada tres metros el viejo había trazado flechas y admoniciones. "70 metros. Puta madre". "67 metros. Concha de la vaca". "64 metros. ¿Y tu hermana?". "61 metros. La pija del toro". "58 metros. Culo de rosca". "55 metros. Ande te llueve la zanja". Y así hasta llegar al umbral, cosa que no haré paso a paso para no enumerar esta deleznable ristra de groserías que para el viejo eran un exorcismo. De ese modo, evitaba la visita de religiosos y demonios sin poder. Los demás, eran impasibles. Con lo cansada que llegaba cualquier visita, ese recordatorio de cosas soeces le resultaban una bendición, le daban inspiración, ya que seguramente en el camino, no sólo había agotado sus fuerzas sino también sus insultos. Cosa prolija, el último cartel rezaba "Llegaste al culo del mundo".

Cuando vi al viejo, desgarbado, mimetizado de polvo, con las sandalias harapientas, las uñas de hueso negro y pestilente, el pantaloncito de inhumano color plagado peninsularmente de lamparones de grasa en el mejor de los casos, con la mandíbula cansada acostada sobre la sonrisa mezquina sin dientes y la nariz imposiblemente protuberante como si se tratara de un tubérculo crecido al amparo de las ojeras, las orejas largas de lóbulos relajados como elefante senil, el pelo escaso agobiado por sus manos huesudas cuando atendía la comezón que los piojos le producían sin piedad, me dije que si ese era el hombre poderoso que se convertía en puma, yo era Simbad el marino o Alejandro de Macedonia amado por cientos de mujeres y temido por miles de hombres. Escruté a Roy, mi mirada silenciosa eficientemente le espetó charlatanería. Él pareció entenderme, alzó los hombros irresponsablemente y escupió al costado. El nagual estaba fuera de combate: los carteles chabacanos lo habían sumido en una risa interminable que hasta me daba miedo sospechar que nunca se le iría y lo veríamos morir, revolcándose miserablemente, apretando sus costillas y repartiendo lágrimas taimadas y sin sentido al aire burlón, entre aullidos infames, ventosidades y chillidos patéticos.

La primera noche de desvelo transcurrió sobre el único cauce de la tolerancia y el cansancio. Se bebió considerablemente, se intercambiaron chistes vulgares y anécdotas comunes y corrientes. Yo ansiaba que se hablara de brujería: nada de eso. El otro día se fue volando, conociendo los tramperos del viejo, atendiendo a sus pequeñísimas manías, preparando un asado, mateando a la tarde con truco, rememorando mujeres. Yo estaba ya un poco a disgusto. Roy planeaba robarle dos pájaros al viejo, me decidí a ayudarlo para aventar el ocio. Esa segunda noche, la última, se durmió bastante, hasta las cuatro. Entonces fuimos despertados por sacudidas tremendas de las piedras de la casa. Salimos huyendo pues entendimos que se trataba de un fuerte sismo. Afuera no se escuchaba ni un insecto. La luna era muy flaca, había nubes oscuras sobre nubes más oscuras, todo emborronado de violeta y gris y sereno ámbar dejado al descuido por la luna negligente. El viejo don Domingo no estaba por ningún lado. De pronto el perro ladró: a cincuenta metros, singularmente encendidos por vaya a saber qué reflejos, dos ojos felinos se enterraban en la oscuridad. Amenazaban. El nagual nos instó a entrar a la casa, el no dejó en ningún momento de custodiarnos y luego entró corriendo y cerró la puerta. Debimos trabarla: el animal agotó sus recursos en tratar de meterse. Temí por don Domingo: el nagual me miró con una sonrisa entre socarrona y trágica, no dijo nada, pero la pavura me creció por el espinazo hasta que se erizaron los pelitos de la nuca. Roy jadeaba del cagazo: buscaba un trago, rasguñaba las espuelas de sus botas contra el piso de piedra, rezaba secretamente creyendo que el nagual no lo oía.

Clareó. Algún lejano gallo cantó. Cierto frío entró en proceso de disiparse, todos los espantos que el rocío libera alcanzaron su meta en la brisa del amanecer. Se animó allá afuera, el perro dejó de gemir. Salimos de la casa. No había rastros de don Domingo. El gato temible tampoco estaba. Un casi inapreciable rastro de plumas y sangre delataba su pretérita presencia. Desayunamos con lo que quedaba, pan duro y mate. Nos fuimos muy silenciosos. Dejamos un papel a don Domingo, un dinero por los pájaros que Roy llevaba en un trampero. Los carteles no nos parecieron graciosos, y cuenta Roy que al volverse, a lo lejos, vio la silueta de un animal de agitada respiración recortándose cerca del ombú. Me suena a mentira, lo conozco a Roy. No me hace falta ese detalle vocinglero para saber íntimamente que don Domingo, de alguna manera, hacía algo que ningún brujo de los que conocí hizo jamás. No volví a verlo en su casita, pero en los sueños, muy de vez en cuando, lo veo en plena transfiguración, y sé que con todo, era más triste cuando puma que cuando hombre.


27 de diciembre de 1999

Galo