16 octubre, 2005

XV. El primer enemigo y el primer aliado



Tras de una pasión y un sueño
se fue a los campos confusos
y allí lo retó a pelea
¡al enemigo del Mundo!
Y venció, porque su pecho
dulce fe tomó por rumbo.
Juan Draghi Lucero.
Las mil y una noches argentinas, El negro triángulo.


Entre el miedo y yo no siempre existió la misma relación, pero siempre el lazo que nos unía era estrecho. Circunstancias que en otras personas serían sólo motivo de sorpresa, en mí significaron a veces puertas abiertas por las que circularon bestias de temor. Era dado a la morbidez: mi infancia era triste sin causa aparente. La filatelia o los libros de zoología alejaban algunos temores; el piano, los libros y el ajedrez los traían de regreso. Antes de que mi corazón se agitara por el amor, muchas veces quiso huir al trote empujado por miedos irracionales. Perdí a Dios de forma precoz: creo que a los seis años ya no quedaban rastros de aquella fe que iluminó mi alma en el primer tramo de vida, fe que puso con manos de hada mi abuela Angélica. Me gustaba que mis padres me dejaran en su casa: yo dormía con ella, la cercanía del jardín se hacía sobrenatural después del atardecer, en que se metían lamentos de grillos y perfume de azahar o menta por la ventana entreabierta en verano. También se sospechaba la tertulia de los malvones. En la pared opuesta, un espejo en el ropero significaba otra ventana abierta a sabe Dios qué mundos espantosos. Mi ángel de la guarda era robusto y bueno, bastaba cerrar los ojos y rezar suavemente. Mi abuela era protección también, pero si se dormía antes que yo, quedaba expuesto a la oscuridad, a la noche que afuera me miraba por la ventana, al espejo en el que las sombras tenían raros antojos, a la puerta entreabierta que daba a un pasillo que recorría atribulado para llegar al baño. El miedo quería que yo diera aquellos pasos: mi vejiga se ponía insoportable cuando lo que más deseaba era dormirme tapando mi rostro con las sábanas. Un despertador pautaba el silencio, fosforecían sus agujas y lo veía un cómplice incondicional de mis fantasmas.
Ilustraré con algunos pocos ejemplos de qué manera el miedo habitó en mí. Tenía cinco años, comía turrón en la cocina de la abuela. Sospechaba que me distraían, pues nunca me ofrecían algo dulce antes de cenar, y menos si se trataba de nochebuena. De pronto, sentí campanitas en el living, oí una risa ronca. Cerré los ojos y esperé lo peor. Casi a empujones me llevaron hacia la vieja chimenea, me imploraron que abriera los ojos. Yo estaba aterrado por esta revelación: papá Noel existía. (Pueden leer Santa Claus en lo que dije antes, aunque no sea lo mismo: papá Noel es amigo de los pobres). De algún modo, ese hombre gordo y sobrenatural había torcido las leyes de la física, había evitado el hollín, había dejado en un rincón regalos para mi hermanita Valeria y yo. Había posado su carruaje y sus renos en el techo donde yo escondía dibujos de ángeles y platos voladores, un insectario, una compleja computadora de botones falsos y contactos de metal, alambre, sogas y plástico. Pero lo que más me asustaba era que conociera mis gustos, que una carta escrita con desdén en una hoja del cuaderno de la escuela le hubiera llegado, allá donde fuera que viviera, y se había tomado la molestia de llegar a tiempo para proporcionarme una alegría que no fue tal hasta que el miedo se fue. Examiné al otro día, en la eterna siesta de navidad donde la gente acusa el golpe de los excesos y la tristeza, el techo, la boca de la chimenea, busqué el menor rastro que acentuara la magia de la noche. Creí hallar pruebas o acaso las hallé. Claramente, al menos para mí, alguien había descendido por la chimenea, la agitación de las cenizas perennes en las paredes lo confirmaba. Esto le dio prestancia a mi temor. Me decidió a conservarlo, me instó a estar atento en la próxima nochebuena. Aceché. Al otro año, establecer que la risa ronca era la de mi padre, verlo ubicar los regalos, no ahuyentó del todo mis sospechas. Supuse que el taimado de papá Noel había urdido esa estrategia para que no lo descubriera: pedirle a papá que hiciera su tarea. Pocos días más tarde, me alegré de mantener el asombro, pero eso llevó mis miedos a una exagerada proporción en relación con mis otras emociones. La madrugada del seis de enero, juraría que vi de reojo la sombra de un camello. Iba al baño como de costumbre, tenía terror de mirar hacia el living donde el arbolito emitía espectrales luces rojas y verdes. Pudo más el rabillo del ojo izquierdo, una gigantesca proyección jorobada se agitaba con las cortinas. Paralizado de terror, sólo atiné a esconderme en el baño. Tapé mis oídos, no quería oír cuando bebieran el agua o acabaran con la frugal ofrenda de pasto. Temía escuchar a Melchor comentando con otro rey si habían traído la bicicleta solicitada por un tal Diego Galo. En el discreto pesebre de yeso con figuras despintadas, Melchor era el rey más sabio para mí. Los otros dos eran sencillamente generosos. Cuando conocí al nagual Zacarías, supe que en Melchor puse esa admiración que por el momento no le prodigaba a él. Me fascinaba establecer las jerarquías, aunque yo terminara subordinado. Con los años, eso no me satisfizo.
Otro episodio. Esta vez acompañaba al nagual y a Tahúr, que iban a una estancia en San Luis a visitar unos "compadres". De esa forma le llamaban a los brujos. Hicimos noche en medio del campo. Una fogata, una guitarra de la que Tahúr extrajo la melodía precisa para acompañar sus versos magníficos. Sentía mi espalda descubierta, el amparo de las llamas me abrazaba de frente, pero hacia atrás cualquier atropello de la noche era factible. El nagual empezó a contar anécdotas y supersticiones de la gente del campo. Esa oscura mitología me atrajo siempre: nunca sin embargo la pude separar de ciertos miedos viscerales. El estado de sugestión se hizo físico: me estremecía. No hallaba en los viejos ninguna contención, de cierta manera me hallaba completamente desprotegido. Incluso pensé que habían bebido demasiado, que mi sobriedad sería mi peor enemiga al enfrentar cualquiera de los horrores que sospechaba acontecerían. Los caballos se pusieron intranquilos. Alcé la vista: una estrella creció ante mis ojos temblorosos. Alteró su color: abandonó la serena claridad azulada y se hizo roja, lila y amarilla. Su forma se expandió, le salieron llamas de los costados, llamas de gasa de vidrio de luz fría de cientos de candelas puestas a arder la hicieron elíptica, fue más ancha que la luna. Luego oscilaron luces a su alrededor tejiendo formas de campanas o de hongos, adiviné ventanitas, no pude (no quise) cerrar los ojos. La "estrella" se desplazó en dos direcciones: sureste, noroeste. Hizo un surco en el cielo, iluminó todo lo que nos circundaba. Todos los sonidos del campo y de la noche se desvanecieron. Un silencio que zumbaba, una parálisis del tiempo, eso sucedió. Muy lejos, aullaron perros. En instantes, la estrella de terror ascendió vertiginosamente, dejó tras de sí una estela de plata o de humo que también cedió paulatinamente. Los viejos tenían una extraña mirada. Se había ido la rubicundez de la alegría sin sentido que tenían hasta hacía un rato. Su rostro estaba parco, sus arrugas menos marcadas porque la lisura del espanto llevado en silencio las disimulaba. Sus ojos decían tantas cosas que no podía captar. En vano los interrogué sobre aquello. Por la mañana, el nagual accedió a confesarme algo que me sumió en las entrañas mismas del Behemoth: "no sabemos qué mierda son, qué hacen, qué quieren; han estado siempre; algún día, tal vez, sabremos: tal vez será tarde entonces".
Otra forma de miedo conocí cierta vez que visitamos un demente alquimista. Era amigo de la infancia de Ramiro, vivía en Neuquén, tenía dos esposas y las dos lo odiaban. En un miserable laboratorio juraba poseer la piedra filosofal. Con el nagual lo visitamos por otras razones: una pócima muy efectiva que preparaba para tratar la hepatitis. En la comunidad había un pequeño brote, del cual habían sido víctimas Gabriela, Omar, Juan y Lucía. No es menester relatar lo estrafalario de aquel laboratorio, me fascinó pero a la vez tenía repudio por la mugre, por el exagerado desorden que irradiaba una confusión amenazadora. Libros viejos, páginas de libros viejos, envilecidas por demasiadas lecturas y por la humedad, diarios, precario instrumental de química, ollas quemadas y de pintura saltada, olor a mercurio o a veneno para ratas. En el sótano, se jactaba de tener embalsamado un gnomo de una mina de cobre del sur de Chile. No alcanzó la curiosidad para vencer mi terror: no accedí a verlo. Pero tuve la desgracia de conocer a Marcelito, uno de los catorce hijos del viejo loco, podrido en sífilis. Era un niño con problemas: la dolencia se llama hidrocefalia, para mí era una especie de maldición retorcida. Estaba en una sillita para niños adaptada a su cuerpo esmirriado. Su cabeza desproporcionada tenía prominencias imposibles, sus ojos estaban tan separados que parecía un pez abisal, un tubo amarillento vaciaba líquido de su frente en su estómago. Tenía una jardinera marrón, un rosario colgado del cuello, unas ojeras inusuales, tres penosos años; nos miraba con una pregunta demasiado clara para su edad: por qué. Jamás olvidaré esa cabeza monstruosa, ese corazón que ya no late (murió a los pocos años), esa confusión ósea, ese desamparo atroz. Se conecta en el mapa del miedo con otro recuerdo, más vago, pero vecino a éste. En un museo de ciencias naturales de San Juan, un cordero de dos cabezas. Lo sé, es una mera distracción genética. Pero mi infancia se pobló de tantas cosas no bienvenidas, que sufría de veras. No le permitía al universo esa variedad que se extendía en el sentido del horror, quería reducir mi mundo a las cosas amadas y las que significaban misterio, pero bonitos misterios: el nacimiento de un gato, una plantita que germinaba en un frasco de mayonesa, el roce de unas sábanas limpias, un chocolate con churros una mañana fría de 9 de julio, una canción aprendida de memoria en la radio, un autito pintado de naranja con témperas y que maniobraba como el "general Lee" de los Dukes de Hazzard, una niña rubia que veía pasar cada día llevando un cocker marrón y blanco, un libro de tapas azules con dibujos de dragones y princesas, una partitura de Schubert, una colección de fichas de animales donde prefería los canguros, los felinos, los delfines y las mariposas.
No veía al miedo como un enemigo, y aún faltaban varios años para enfrentarlo y más años para lograr mi primer victoria real sobre él. Era un compañero inteligente. Su voz no solía equivocarse, me enseñó la repugnancia, la desesperanza, el martirio de la imaginación mórbida, el acecho del cazador, el paso firme que separa al guerrero de su propia cobardía. Nunca accedí a la voz sugestiva de la cobardía: pero a mi miedo siempre le escuché consejos. Acomodado en el núcleo de mi percepción, me brindaba privilegiada vista de cernícalo. Cuando era muy evidente, tonificaba mis músculos y le daba a las noches la belleza siniestra que me llevaba a romper los lazos con el mundo de la primera atención, me alzaba hacia mundos que no podría describir. Un día el nagual me indicó que estaba maduro para deshacerme del miedo, pero me resistí mucho a aquello. Sin el miedo, temía perder profundidad en el pensamiento, temía caer en la ligereza despreocupada y perder la capacidad de asombro. No entendía que vencer al miedo era convertirlo en aliado, pues de forma natural, mi infancia tuvo esa relación con él por encima de todas. Vencer el miedo significaría años después abrazarme a él sin recelo, asumirlo plenamente, despojarlo de su zona turbia, prevenirlo de asco, sostenerlo encendido contra viento y marea. En pocas palabras: arribar a la américa desconocida que llamamos valentía con las carabelas del miedo intactas de fe y de viento.


Mendoza, 19 de diciembre de 1999