Quisiera esta tarde divina de octubre
pasear por la orilla lejana del mar. Que la arena de oro, y las aguas verdes, y los cielos puros me vieran pasar ... Perder la mirada, distraídamente, perderla y que nunca la vuelva a encontrar. Y figura erguida entre cielo y playa sentirme el olvido perenne del mar. Alfonsina Storni. Dolor.
Lupe conoció el mar en setiembre, un mediodía frío. A los veinticinco años. Recuerdo haberla sostenido suavemente y notar su estremecimiento y pavura. No dijo nada a nadie, simplemente se sentó a una distancia prudente y se quedó mirando, sin que sus pensamientos alteraran su silencio y arrobamiento. Yo tenía diecisiete, Trinidad dieciséis, Juan veinte. Nos fuimos caminando por la playa hacia el norte, hacia una zona rocosa donde podíamos recoger caracolas y Juan podía cazar cangrejos. El nagual nos había dejado allí en Tongoy, y había partido hacia La Serena, junto a tres de sus brujos. Parece que iban a asistir a la apertura de un portal, era una convención secreta donde acudirían más de cincuenta naguales con sus brujos hombres, provenientes de toda América. Lucia y Marina se fueron con el nagual, pero no asistirían. Querían conocer el faro, y Angélica las iba a cuidar y las iba a llevar a una feria de libros. Recuerdo que el sol empezaba a ponerse naranja cuando volvimos. Y Lupe no estaba donde la dejamos. Agotamos los lugares posibles, nos alejamos, volvimos, insistimos vanamente. Juan nos instó a serenarnos, yo estaba muy inquieto, no me gustaba nada la situación. Corrí hacia el mar y lloré a escondidas, la llamé al viento, la noche con sus estrellas eran las fauces donde mi esperanza no resistía mordeduras, sentí agobio y pena. Trinidad se apartó, se sentó graciosamente debajo de una improvisada sombrilla, y fijó su intento para ver dónde estaba Lupe. Recuerdo que lo intentó repetidas veces, una vez tuvo éxito y lloró. Oscuros dragones se agitaban en su mirada clara y azul, su voz suave y entrecortada confesó que a Lupe se la había llevado el mar. Que Lupe lo sabía, y había venido a esta playa a cumplir una cita con su destino. Juan se puso nervioso, algo violento. Exigió detalles, pero Trinidad no dijo nada más. Sólo unas palabras que me dolieron: Daleiv es el único que podría salvarla pero no puede porque se caga de miedo. La fidelidad a veces ciega de Juan le impetró que yo no tenía nada que ver, que avisáramos a carabineros. Eso hicimos. Dolorosamente la recordamos para describirla, para elaborar los esmirriados identikits, para sonsacar pistas que no habrían de conducirnos a ella. Pasado el ajetreo policial, con el alma cansada pero inquieta, volvimos a la playa. Hacía frío, y un viento ululante se había desatado, alimentando más nuestra congoja y deletreando cínicamente todo el abecedario de la desazón. Nos sentamos los tres muy juntos, nos reconfortamos tenuemente, y tiritando tal vez dormimos algo, de a ratos. Le pedí a Juan que volviera con Trinidad al motel, Trinidad dijo que no quería tener que golpear a Juan si quería propasarse con ella y yo dije no está como para chistes y Juan dijo que por qué no nos íbamos un ratito a la puta que nos parió. Lo hubiera dejado pasar como de costumbre, pero la frustración, el cansancio, la irritación desmedida me condujeron a la violencia, les grité que se fueran. Esta vez hicieron caso, pero a Juan hubo que sacudirle una patada. Debe haber estado entumecido porque cuando me la devolvió no me dolió, y eso que él mide cuarenta centímetros más que yo. Recuerdo a Trinidad caminando despacito y seguramente llorando, y a Juan seguirla blasfemando y hecho una furia. Eran las cinco de la mañana. Una distante claridad entre la bruma era la inminencia del día. Pero no amaneció hasta mucho después. Sé que dormí y tuve un ensueño muy lúcido donde hablaba con Lupe, en un lenguaje más allá de las palabras pero que cabía en palabras, aunque no conjugadas desde la coherencia sintáctica habitual, sino con un fuerte predominio de la semántica metafórica sobre un substrato de fuertes sentimientos y visiones transparentes verdiazuladas. Nunca olvidaré ese diálogo, que para ser lo más fiel posible, transcribí de este modo: - Luna luna Lupe te quiero. - Sol dieguito, luz animada, nosotros aurora - -¿Y racimos de nubes? ¿Y jirafas? ¿Piedra de cristal? ¿Puñal acaso? - Plena luz, zumbido distante, jirafa pero chiquita, rumor, ombligo. -¿Luna luna? - Siempre sol dieguito, hojitas verdes, inmenso océano, ave. Recuerdo que volví en mí de forma abrupta y ya el sol se insinuaba. Tenía en mi corazón una imagen muy nítida de Lupe, la flor del nagual, la niña de vestidos largos y piel muy blanca que cuando era chiquito me leía Moby Dick, y un capitán de quince años. Tenía ojos como almendras, pocas veces oscuros, casi siempre extáticos y merodeados por un pensamiento agudo y rebelde. Se hacía una trenza larga, cosía la ropa de todos, hacía hermosos parches en forma de estrella marina, o delfín, o luna. Cantaba canciones de amor que inventaba, su voz ronca tenía la franqueza de la espuma que hace coro a la majestuosidad de una ola. Tocaba la guitarra y se quedaba toda la noche despierta los días viernes, porque perdió a su familia un viernes aciago y desde entonces tenía un insomnio recurrente y cumplidor. En los registros policiales, Guadalupe Herrera debe consignar como desaparecida, probablemente ahogada. Nunca hallaron su cuerpo. Angélica se desesperó hasta encanecer completamente. El nagual Zacarías, con toda su sabiduría no comprendió jamás lo sucedido. Yo sé que Lupe regresó al mar porque era su hogar, sé que Lupe era una sirena extraviada en un mundo de hombres que ya empezaba a serle completamente ajeno. Siempre sol, me dijo. Con eso me basta.
Galo Mendoza, 19 de octubre de 1999 |