tag:blogger.com,1999:blog-141223492024-03-08T19:40:13.679+01:00Anécdotas BrujasHaciendo eco de la voz de mi amigos, con infinitas gracias a Diego Galo...allende la isla del tonal.Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.comBlogger25125tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1124648100407852872005-12-31T20:07:00.000+01:002005-09-04T00:02:37.606+02:00Anécdotas Brujas. Tomo I<blockquote id="b1403efa"> <a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/anecdotasportada1.jpg"><img style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/anecdotasportada1.jpg" border="0" /></a><br /><br /><br /><p align="right"><em><strong><span style="color:#ffff99;">Imágenes y Texto por Diego Galo</span></strong></em></p><p align="left"><span style="color:#ffff99;">'Anécdotas Brujas', Son fragmentos recuperados del olvido de cómo eran aquellos guerreros brujos, cómo eran mis compañeros aprendices, qué pude aprender y qué no entendí jamás. También se puede rastrear en ellas la crónica de una búsqueda y están al alcance los tantos rostros de la utopía, el amor, la tristeza y la magia..</span><span style="color:#ffff99;">. </span></p><span style="color:#ffff99;"><p align="right"><br /><span style="color:#ffff99;"><em>Diego Galo </em></span></span></p><br /></blockquote><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com32tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1120262707700418052005-12-10T18:43:00.000+01:002005-12-10T18:43:50.116+01:00I. Temprana confrontación con el milagro<a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/Anecdota11.jpg"><img style="DISPLAY: block; MARGIN: 0px auto 10px; CURSOR: hand; TEXT-ALIGN: center" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/400/Anecdota11.jpg" border="0" /></a><br /><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#9999ff;">Nunca es triste la verdad,<br />lo que no tiene es remedio.<br />Joan Manuel Serrat.<br />Sinceramente tuyo.</span></div><br /><span style="color:#ffff99;">Era un día frío, en las montañas lejanas la nieve azotaba la mirada con esa especie de castidad a la fuerza, la hora resbalaba el mediodía, casi ya caía en la siesta. Zacarías me había pedido que depusiera una actitud equivocada: juzgarme inmortal. Habíamos salido muy temprano, empezaba a tener sueño, el traquetear de su vieja Ford en los caminos angostos y erráticos me mantenía apenas despierto. Zacarías no había hablado, yo había leído en silencio. Detrás venía Lucía, que iba a quedarse en su casa de retiro. Pero Lucía es un ser enigmático y silencioso. Desde muy pequeña perdió la vista, y perdió con ella esa voz que en nosotros sólo se presta a necedades, mentiras y maldades. Nos detuvimos de forma casi abrupta. Zacarías nos pidió que bajáramos. El frío que empañaba las ventanas se introdujo sin permiso en mis huesos, entonces me abracé a Lucía y ella me miró con el desprecio que se tiene a los seres débiles sin razón. - Matamos un perrito y ni te diste cuenta - dijo. El nagual no había perdido tiempo. Se agachó junto al perro deshecho, que por algún perverso milagro todavía vivía y nos miraba agobiado de resignación. Estaba muy agitado, jadeaba como suplicando y yo no podía quitar los ojos de las vísceras. Lucía lloraba sin ver, su retina amparaba pensamientos indescifrables. Entonces oímos un llanto y una niña de siete u ocho años apareció por el camino, venía corriendo y gritaba un nombre: Sasito. Lucía de un salto la interceptó, mientras Zacarías envolvía a Sasito en su campera y lo alzaba. Yo permanecía estúpidamente paralizado, entonces Zacarías me dijo que todo esto lo había causado yo, que me hiciera responsable. Eso hizo resonar en mí automatismos inconscientes: me pasaba que actuaba por reflejo cuando se apelaba a mi responsabilidad en cualquier asunto. Era excesivamente responsable.Corrí hasta donde estaba la niña, y le pregunté dónde vivía. Me miró como se mira a un idiota sin remedio, pero se dignó a extender la mano, señalando. Si yo hubiese levantado la mirada hubiese visto la casa, bastante humilde, la única en al menos tres kilómetros a la redonda. El nagual ya estaba golpeando a la puerta de la casita cuando me recuperé de la vergüenza, entonces me apené y me metí a la camioneta. Una anciana atendió, algo le dijo Zacarías, no recuerdo, luego entró. Detrás entró Lucía que abrazaba a la niña, y los sollozos del perro sumados a los de la niña me habían metido en un pozo oscuro de tristeza. De todo lo que sucedía, lo que más me importaba era la impresión del perro eviscerado, y luego lo demás, pero para no sentirme tan despreciable, me decía que el mundo era cruel y que el nagual iba distraído y lo había pisado. Eso me resultaba casi intolerable. A los minutos, salió el nagual con el perro en sus brazos y lo puso encima mío. Me dijo que yo debía sanarlo, puesto que era un sanador. Mis balbuceos fueron saber dónde estaba Lucía. Él dijo que Lucía se quedaría hasta el otro día, porque María estaba muy mal. Pero que Lucía había asegurado que yo sanaría a Sasito, y que lo devolvería al otro día sano y salvo, porque yo era un brujo sanador muy poderoso. Sin tener tiempo a reaccionar, Zacarías se subió a la camioneta y me llevó a un lugar de plenos poderes, como él decía. Era un cerro muy bajo, detrás de dos más bien altos, que no se veía desde el camino. Había una roca muy grande en forma de estrella, poblada en sus rincones por cactus de montaña. En el camino yo sentía gemir muy bajito al perro, y temblaba violentamente. ¿Qué podría hacer por él? Me martirizaba la convicción de que nada, nada en absoluto. Estaba asqueado de la situación, lloraba, ya a los nueve años sabía contener lo suficiente el moquerío, pero esta vez no podía permanecer digno. Llegamos y Zacarías me dijo que volvería al atardecer para no entrometerse. Me acercó la mochila donde tenía yo mis libros, talismanes, hierbas y cosas así. Dijo que no lo defraudara, que no le fallara a Lucía, ni a María: la pobrecita había perdido a sus padres el mes pasado y todo lo que amaba en el mundo era ese perro. Serían las tres de la tarde. Pasaron dos horas, mientras me acostumbraba al frío y me improvisaba una fogata. Había decidido que no volvería hasta sanar a Sasito. Pensé que lo mejor era realizar primero un exorcismo. Efectué tres conjuraciones. Luego puse al perro en un círculo. Dibujé una estrella de cinco puntas y busqué en los grimorios uno de mis hechizos favoritos. Estaba a la mitad de una recitación en latín cuando tuve la convicción de que el perro había muerto. Me acerqué, le hablé, lo abracé, pero no reaccionaba. Me sentí inútil con todo eso que había hecho. Me dije que me había estado evadiendo con toda esa parafernalia pseudoesotérica. No había sido impecable, entonces ser sanador es imposible. Sanar es seducir al intento para que restablezca un canal deteriorado. Pasaría una hora o dos. Ya el frío era cruel, pero casi no lo sentía. Decidí enterrar al perrito. Me puse a cavar por ahí cerca, cuando sentí que muy bajito, el perro gemía. Salté a su lado, miré sus ojitos, y supe que debería darle muerte. No podía sanarlo, pero no podía permitir que sufriera así. Todavía lloré un poco más, luego un frío despiadado se instaló en mi columna, me erguí, saqué mi rifle 22, y ejecuté la despiadada eutanasia. Luego ceremoniosamente lo enterré. Ya era bien entrada la noche, las estrellas eran un montón de titilantes preguntas, el frío era una sólida convicción de que la vida es triste. Cuidé mi fogata, y entre el humo y las ramitas secas, entre el frío y mi angustia, fue madurando el nuevo día. Amaneció con la llegada de Zacarías. Silenciosamente se sentó a mi lado y me explicó (no recuerdo las palabras textuales) que cuando nos llega la hora, nada puede impedirlo. Habló de que el universo se confabula cuando se trata de complicidad con la muerte. Hasta un prestigioso nagual como él puede ser el instrumento infame, y un "sanador" como yo terminar el trabajo, entre mis temores de mierda y mis cuidados de nenita inglesa y mis locuras ebrias de hechiceros mitómanos o sencillamente insanos. "No esperes algo mejor, Galito, cuando el universo te estigmatice deteniéndote el reloj, como diciendo: buitres, aquí está el miserable que se muere". La muerte es cruda y despiadada para todos, y es inevitable y hasta absurda, pero la vida muchas veces también lo es, y lo es sin remedio y sin recaudos. Y hasta sin moralejas.<br />- ¿Cuál es la moraleja entonces? - pregunté desesperado.<br />- No hay moralejas. Hay realidades. Está María por ejemplo, esperando que vuelvas con Sasito vivo<br />- ¿Y qué voy a hacer?<br />- Nada. Te habrás dado cuenta que casi nunca se puede hacer nada. Muchas veces el heroísmo consiste en hacer precisamente eso inevitable que nadie quisiera hacer. Pero sí tuve una moraleja y fue el matiz mágico que tiene el cosmos. Volvíamos. Teníamos que pasar a buscar a Lucía. Cuando nos acercamos a la casa, estaban María y Lucía jugando con Sasito. Hasta un beso me dio Lucía cuando subió a la camioneta y luego sentí que tenía hambre y que vendrían muy bien para paliar la situación esos alfajores de maicena que venían en el bolso del nagual. </span><p></p><p align="right"><br /><em><span style="color:#ffff99;">Galo<br />Mendoza, 7 de octubre de 1999 </span></em></p><blockquote></blockquote><br /><blockquote></blockquote><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1120333650548116452005-12-10T18:40:00.000+01:002005-12-10T18:40:32.626+01:00II. Evocación de Marina<div id="hotbar_promo"></div><blockquote id="4814f518"><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/Anecdota27.jpg"><img alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/Anecdota27.jpg" border="0" /></a><br /><br /><br /><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#9999ff;">Si pudiera llevarte de la mano<br />a ese lugar que más te ha ensombrecido<br />verías la alegría que ha existido<br />y lo maravilloso de antemano.<br />Si pudiera llevarte a ese lejano<br />lugar, donde sufriendo has aprendido,<br />te enseñaría aquello que has perdido<br />en temer, en mentir, en huir en vano.<br /><br />Silvina Ocampo.<br />Amarillo Celeste, A mi infancia</span></div><div align="right"><br /><br /></div><span style="color:#ffff33;"><blockquote><div align="left"><span style="color:#ffff99;">Esa mañana Marina no me despertó. Era inusual, siendo el inquieto y travieso ser que es. Su forma de acecho es el alboroto espontáneo, la ocurrencia lúdica. Desperté solo, convencido de que algo sucedía. La mañana andaba gateando, serían las nueve. El nagual Zacarías se había ido al Chaco, porque debía pasar una especie de iniciación chamánica menor. Estábamos en la casa de doña Carolina, vieja bruja que se unió al nagual cuando él era joven y ella tenía ya cuarenta. No le dio la talla, pobrecita, para quedarse en el equipo del nagual Zacarías y la madrina Sofía, pero su amor sin condiciones y su extrema soledad le impidieron marcharse y pidió quedarse como una especie de ama de llaves. La recuerdo como una abuela de amargura indescifrable y sonrisa generosa, si creyera un poco más en los ángeles me gustaría creer que la sostienen en su gloria en esa remota vastedad que evoca la palabra cielo.<br />El olor del café que venía de la cocina afectó fuertemente mi decisión de ir a ver a Marina. Estaba especialmente hambriento, y doña Carolina preparaba un desayuno que seguramente me haría elegir el infierno gustoso si sólo en él lo sirvieran. Silvina Ocampo diría eso es del informe, y yo le diría dejémoslo para otra ocasión. Pero al no venir Marina, la misteriosa Tonantzin que el nagual trajo huérfana de Oaxaca, pudo más mi preocupación o mi curiosidad y fui a su habitación a buscarla, donde en ese entonces dormía con Trinidad.<br />Trini no estaba, porque estaba en la ciudad haciendo un curso de literatura y existencialismo que vino a dar un profesor discípulo del mismísimo Sartre. Trini sabía leer desde los tres años, porque le enseñó la madrina Sofía.<br />Cuando abrí la puerta, encontré la habitación en penumbras. Apenas la persiana convidaba un poco de mañana, apenas se dibujaban los objetos como si el que los estaba soñando estuviera por caer en lucidez y dar al traste con ellos. El aire estaba detenido como en un cuento de Gabriel García Márquez, pero no por pesadez, sino por fortuita elección o por conmiseración ajena. Marina miraba hacia fuera sin ver y estaba triste. La envolvía una luminosidad imperativa pero desolada, sus ojos acechadores parecían escrutar una mancha de humedad en la<br />pared, sus manos cedían y no sostenían el vuelo, le pregunté si estaba enferma y me dijo que no. Le pregunté si estaba triste y me dijo que estaba enferma. Pero estaba triste. </span></div><div align="left"><span style="color:#ffff99;">No sirvió de nada que para ella evocara flores y cuentos,fabulosos tigres mitológicos, barcos de ámbar con velas de transparencia que remontaban el viento solar, castillos de aire donde las hadas hacían siesta y roncaban sinfonías; no sirvieron las cosquillas ni el café, no pudo doña Carolina con ningún manjar. Jacinto le trajo en la tarde un ramo de violetas, hasta le presté mi bicicleta, pero Marina estaba ida en su pena y con sutileza nos decía que eso pasaría. Pero sólo la madrina Sofía supo que jamás Marina dejaría su tristeza, entonces nos instó a dejarla en paz con sus pensamientos; dijo que cuando Marina encontrara lo que buscaba ver en la mancha de humedad dejaría su habitación y seguiría su vida como si nada. Pero será como si nada, aunque ella no será ya la misma.<br />Al otro día, en plena siesta, llegó el nagual. Me llevó a la ciudad y me presentó gente amiga. Uno de ellos era un chamán chaqueño que perdió la voz pero ganó el canto de exóticos pájaros, y el nagual me contó que había visto a Rey Colibrí, un misterioso ser de naturaleza semejante a Mescalito, pero más del aire y del día. A mi sólo me interesaba saber qué le pasaba a la Tonantzin, si se iría ese halo gris que le enturbiaba el azul soberbio de su mirada rasgada y gatuna, si cometería sus tropelías como cada día, si hallaría lo que la madrina había dicho que buscaba en la mancha de la pared.<br />Pero el nagual no me habló de ello. Cinco años después nos explicó a los hombres qué era perder la forma humana, nos hizo dibujos interesantes que aún conservo, nos habló de envase y relleno, de alma lunar y alma solar. No me decía nada su afirmación de que Marina cinco años atrás perdió su humanidad y se convirtió en una criatura de fuego esmeralda y rayo de luna.<br />Dos años pasaron aún y el nagual me explicó que sin instalarse definitivamente en la tristeza nadie comprende la alegría. Marina es el ser más alegre que conozco, su algarabía contagiosa nos ha sostenido en difíciles crisis. Y si uno se atreve a preguntarle a Marina qué es la tristeza dice una frase enigmática: un colibrí que surge de una mancha de humedad. Y si uno insiste simplemente desaparece o te pisa un pie y sale corriendo, o te besa los párpados y te dice: todas las lágrimas invisibles son la tristeza, todas las lágrimas que llora la noche en silencio y que desconocen los inmortales. Y se aleja riendo, con esa transparencia y esa genuina alegría que los demás, los humanos, nos afanamos por conquistar.<br /></span></div><br /><div align="right"><span style="color:#ffff99;">Galo<br />Mendoza, 13 de octubre de 1999</span></div></blockquote><br /></span><span style="color:#ffff33;"></span></blockquote><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1121096795731680012005-12-10T18:35:00.000+01:002005-12-10T18:35:47.306+01:00III. Lupe es una estrellita de mar<a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/Anecdota33.jpg"><img style="FLOAT: right; MARGIN: 0px 0px 10px 10px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/Anecdota32.jpg" border="0" /></a><br /><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/Anecdota33.jpg"></a><br /><blockquote><table id="HB_Mail_Container" height="100%" cellspacing="0" cellpadding="0" width="100%" border="0" unselectable="on"><tbody><tr height="100%" unselectable="on" width="100%"><td id="HB_Focus_Element" valign="top" width="100%" background="" height="250" unselectable="off"><div align="left"><span style="font-size:85%;color:#9999ff;"><br />Quisiera esta tarde divina de octubre</span></div><div align="left"><span style="font-size:85%;color:#9999ff;">pasear por la orilla lejana del mar.<br />Que la arena de oro, y las aguas verdes,</span></div><div align="left"><span style="font-size:85%;color:#9999ff;">y los cielos puros me vieran pasar<br />... Perder la mirada, distraídamente,</span></div><div align="left"><span style="font-size:85%;color:#9999ff;">perderla y que nunca la vuelva a encontrar.<br />Y figura erguida entre cielo y playa</span></div><div align="left"><span style="font-size:85%;color:#9999ff;">sentirme el olvido perenne del mar.</span></div><div align="left"><span style="font-size:85%;color:#9999ff;">Alfonsina Storni.<br />Dolor.</span></div><div align="right"></div><div align="left"><br /><span style="color:#ffff66;"><br /></span><span style="color:#ffff99;">Lupe conoció el mar en setiembre, un mediodía frío. A los veinticinco años. Recuerdo haberla sostenido suavemente y notar su estremecimiento y pavura. No dijo nada a nadie, simplemente se sentó a una distancia prudente y se quedó mirando, sin que sus pensamientos alteraran su silencio y arrobamiento. Yo tenía diecisiete, Trinidad dieciséis, Juan veinte. Nos fuimos caminando por la playa hacia el norte, hacia una zona rocosa donde podíamos recoger caracolas y Juan podía cazar cangrejos. El nagual nos había dejado allí en Tongoy, y había partido hacia La Serena, junto a tres de sus brujos. Parece que iban a asistir a la apertura de un portal, era una convención secreta donde acudirían más de cincuenta naguales con sus brujos hombres, provenientes de toda América. Lucia y Marina se fueron con el nagual, pero no asistirían. Querían conocer el faro, y Angélica las iba a cuidar y las iba a llevar a una feria de libros.<br />Recuerdo que el sol empezaba a ponerse naranja cuando volvimos. Y Lupe no estaba donde la dejamos. Agotamos los lugares posibles, nos alejamos, volvimos, insistimos vanamente. Juan nos instó a serenarnos, yo estaba muy inquieto, no me gustaba nada la situación. Corrí hacia el mar y lloré a escondidas, la llamé al viento, la noche con sus estrellas eran las fauces donde mi esperanza no resistía mordeduras, sentí agobio y pena. Trinidad se apartó, se sentó graciosamente debajo de una improvisada sombrilla, y fijó su intento para ver dónde estaba Lupe. Recuerdo que lo intentó repetidas veces, una vez tuvo éxito y lloró. Oscuros dragones se agitaban en su mirada clara y azul, su voz suave y entrecortada confesó que a Lupe se la había llevado el mar. Que Lupe lo sabía, y había venido a esta playa a cumplir una cita con su destino.<br />Juan se puso nervioso, algo violento. Exigió detalles, pero Trinidad no dijo nada más. Sólo unas palabras que me dolieron: Daleiv es el único que podría salvarla pero no puede porque se caga de miedo. La fidelidad a veces ciega de Juan le impetró que yo no tenía nada que ver, que avisáramos a carabineros. Eso hicimos. Dolorosamente la recordamos para describirla, para elaborar los esmirriados identikits, para sonsacar pistas que no habrían de conducirnos a ella. Pasado el ajetreo policial, con el alma cansada pero inquieta, volvimos a la playa. Hacía frío, y un viento ululante se había desatado, alimentando más nuestra congoja y deletreando cínicamente todo el abecedario de la desazón. Nos sentamos los tres muy juntos, nos reconfortamos tenuemente, y tiritando tal vez dormimos algo, de a ratos. Le pedí a Juan que volviera con Trinidad al motel, Trinidad dijo que no quería tener que golpear a Juan si quería propasarse con ella y yo dije no está como para chistes y Juan dijo que por qué no nos íbamos un ratito a la puta que nos parió. Lo hubiera dejado pasar como de costumbre, pero la frustración, el cansancio, la irritación desmedida me condujeron a la violencia, les grité que se fueran. Esta vez hicieron caso, pero a Juan hubo que sacudirle una patada. Debe haber estado entumecido porque cuando me la devolvió no me dolió, y eso que él mide cuarenta centímetros más que yo. Recuerdo a Trinidad caminando despacito y seguramente llorando, y a Juan seguirla<br />blasfemando y hecho una furia.<br />Eran las cinco de la mañana. Una distante claridad entre la bruma era la inminencia del día. Pero no amaneció hasta mucho después. Sé que dormí y tuve un ensueño muy lúcido donde hablaba con Lupe, en un lenguaje más allá de las palabras pero que cabía en palabras, aunque no conjugadas desde la coherencia sintáctica habitual, sino con un fuerte predominio de la semántica metafórica sobre un substrato de fuertes sentimientos y visiones transparentes verdiazuladas. Nunca olvidaré ese diálogo, que para ser lo más fiel posible, transcribí de este modo:<br />- Luna luna Lupe te quiero.<br />- Sol dieguito, luz animada, nosotros aurora -<br />-¿Y racimos de nubes? ¿Y jirafas? ¿Piedra de cristal? ¿Puñal acaso?<br />- Plena luz, zumbido distante, jirafa pero chiquita, rumor, ombligo.<br />-¿Luna luna?<br />- Siempre sol dieguito, hojitas verdes, inmenso océano, ave.<br />Recuerdo que volví en mí de forma abrupta y ya el sol se insinuaba. Tenía en mi corazón una imagen muy nítida de Lupe, la flor del nagual, la niña de vestidos largos y piel muy blanca que cuando era chiquito me leía Moby Dick, y un capitán de quince años. Tenía ojos como almendras, pocas veces oscuros, casi siempre extáticos y merodeados por un pensamiento agudo y rebelde. Se hacía una trenza larga, cosía la ropa de todos, hacía hermosos parches en forma de estrella marina, o delfín, o luna. Cantaba canciones de amor que inventaba, su voz ronca tenía la franqueza de la espuma que hace coro a la majestuosidad de una ola. Tocaba la guitarra y se quedaba toda la noche despierta los días viernes, porque perdió a su familia un viernes aciago y desde entonces tenía un insomnio recurrente y cumplidor.<br />En los registros policiales, Guadalupe Herrera debe consignar como desaparecida, probablemente ahogada. Nunca hallaron su cuerpo. Angélica se desesperó hasta encanecer completamente. El nagual Zacarías, con toda su sabiduría no comprendió jamás lo sucedido. Yo sé que Lupe regresó al mar porque era su hogar, sé que Lupe era una sirena extraviada en un mundo de hombres que ya empezaba a serle completamente ajeno. Siempre sol, me dijo. Con eso me basta.</span></div><div align="left"><span style="color:#ffff99;"></span></div><div align="right"><em><span style="color:#ffff99;">Galo<br />Mendoza, 19 de octubre de 1999</span></em></div></td></tr><tr unselectable="on" hb_tag="1"><td height="1" unselectable="on" style="font-size:1pt;"><div id="hotbar_promo"><span style="font-size:100%;"><em></em></span></div></td></tr></tbody></table></blockquote><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com5tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1120337627466118112005-12-10T18:32:00.000+01:002005-12-10T18:33:34.516+01:00IV. El brujo del violonchelo triste<a href="http://www.geocities.com/diegogalo/11-Nagualismo/Anecdota4.jpg"><img style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; WIDTH: 200px; CURSOR: hand" alt="" src="http://www.geocities.com/diegogalo/11-Nagualismo/Anecdota4.jpg" border="0" /></a> <div align="right"><span style="font-size:85%;color:#9999ff;">A Rafa Alberti, amigo y poeta<br />que en el día de hoy está en brazos<br />de su muerte con la honestidad<br />y la claridad que sólo tienen los poetas. </span></div><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#9999ff;">De su fatal herida brotan<br />las mejores flores para su entierro<br />y con ellas se viste mi primavera y su otoño</span>.</div><br /><br /><span style="color:#ffff99;">Ramiro llegaba al café como de perfil. Su rostro ajado, atribulado por una gruesa cicatriz de cuchillo o de mujer. Los faroles de la esquina le encendían la mirada cuerva, su nigromancia en el vestir, su don de matón venido a menos. Entraba y medía las mesas en la penumbra, buscaba el grupo que formaban don Augusto, Jacinto, fierita, Zacarías y yo, que ya era un hombrecito de catorce años. Los viejos tenían la costumbre de citarse a la medianoche de los jueves, yo a veces los acompañaba, me gustaba el café y un enano mal vestido que tocaba un piano viejo pero entrador. A veces, una joven apática, estirada, de vestidito plateado y sombras violetas, de cabellera larga y lacia, se ponía a acompañarlo con su violonchelo, del cual arrancaba todas las notas posibles de la melancolía y la noche. Quisimos hacerla bruja pero acaso llegamos tarde, o acaso ya lo era y no nos quería a su lado. Cuando pasaron más de cuatro jueves sin verla tocar supimos que algún misterio la arrancó de allí y no la volvimos a ver. Sueño con ella de vez en vez, siempre está formando parte de un cuadro surrealista, está desmembrada en curiosas estructuras cristalinas y sus ojos desparramados, que son más de dos, cuelgan de ramas o sólo vuelan, o se quedan haciendo equilibrio en las maromas imposibles que en el sueño nacen del techo o de una nube. Ramiro quiso comprar su violonchelo, y Zacarías lo entendió como un augurio.<br />La noche transcurría con esa curiosa elegancia que tiene la tristeza cuando se añeja. No tomaban vino, tampoco fumaban: sólo café tras café. El humo estaba en el ambiente, hacía la silueta de los brujos mucho más fascinante. Ramiro pedía algo de Pugliese o las pocas cosas que el enano sabía tocar de Beethoven, en forma temeraria pero no desentonada del fenómeno estético. Yo pensaba en Trinidad, era la época en que me enamoré perdidamente de ella y el nagual tuvo que esmerar su acecho para que no me descarriara. Confieso que me descarrié a pesar de su intento inflexible, y ese su intento, cayó sobre mi en la forma de castigo terrible. Pero esa es otra historia, otra historia triste. La chica del violonchelo lo mejor que hacía era dibujar Piazzolla con sus acordes graves, y tenía su propia versión del "contrabajeando" que enturbiaba de lágrimas las pupilas de todos, hasta del más macho, hasta de Ramiro.<br />Parece que ya de joven Ramiro fue un delincuente. No conoció padres ni casa, su niñez fue una lucha eterna para no ser devorado en las calles salvajes de su Buenos Aires natal. Fue maleante y ladrón, provocador de disturbios, peronista sin motivos y montonero de puro hombre. Tuvo alguna que otra mujer envuelta en su historia turbia. Lo hicieron brujo a la fuerza en una comisaría, de donde lo rescató el nagual antes de que terminara como NN. No puso bombas ni esas macanas, era tipo de pelea frontal, desprecio sublevado, amistoso y guardián de sus compadres, borracho ocasional, pendenciero por honor y por naturaleza, lustrador de botas en Callao, deshollinador, guardaespaldas de cierto intendente, pegador de carteles, analfabeto por descuido pero misteriosamente culto, fana de Fangio, entrenador de boxeadores, matón a sueldo, chofer de camiones, prócer inusual que a la sombra del obelisco lloraba como insano, que lloraba cuando contaba anécdotas del general don Galo Lavalle, del general don José de San Martín y del ejército libertador. Tuvo caprichos menores: billar, bandoneón, putas, una viejita que visitaba en su asilo que tal vez fue su madre, partidas de truco por plata, colarse en el subte, darle paliza a ciertos miserables, un crucifijo. Su capricho mayor: la piba del violonchelo, tísica y atosigada de angustia y desamparo feroz.<br />No sé si Ramiro se enamoró de ella o fue algo diferente pero similar en cuanto obsesión. El nagual le decía que un acechador no se deja cazar por una falda, y Ramiro decía que no era por una falda, ni unas piernas ni unas caderas. Si hubiera tenido léxico, supongo que Ramiro hubiera transmitido mejor lo que sentía y lo hubiéramos comprendido. Acaso lo entiendo: la piba era una esmirriada hechicera y su simbiosis con el instrumento provocaba vértigo y lirismo acuciante. Soledad se lo encontró en una plaza y tuvo que salivarlo para que reaccionara: miraba palomas y una fuente que en el murmullo del agua se lo había llevado lejos. El fierita le quitó el saludo uno de esos jueves, y fue un jueves diferente porque Ramiro no dijo una palabra. Me entretuve con los otros aprendiendo y aprendiendo, pero mi corazón estaba turbio y Ramiro se acomodaba el pelo o la florcita del ojal, o se paraba de pronto y se acercaba a un par de viejos que disputaban un ajedrez. En su ausencia el nagual decía: pedazo de brujo me eché encima. Pero reía no con burla o desprecio, sino con respeto oculto. Los otros no reían, porque le tenían miedo. Era el acechador más bravo que conocí, un tigre de acecho, sanguinario y dulce, indulgente o despiadado. Ramiro decía de sí mismo que era demasiado malo como para tener lugar en el infinito o lo que fuera ("la mierda esa" le decía cariñosamente al infinito), y el nagual le decía que el universo tenía maldad suficiente como para que cualquier demonio menor se sintiera insignificante. Pero Ramiro no era tan malo como decía, nunca usó artes negras, ni se dio a pactos y conjuraciones y cosas de ese tipo.<br />Podía desaparecer de repente y aparecer en otro lugar, a kilómetros de ahí, y si le preguntaban cómo diablos lo hacía, se encogía de hombros. Dice que pensaba que un caballo brutal y azabache le galopaba en el pecho, y cuando el dolor era insoportable, sentía niños gritando, un alarido, un estremecimiento en la próstata, un relincho, una campana que ensordecía y listo: se iba a donde quería. Conocí gente idiota que decía que Ramiro era el diablo en persona. Ya quisiera el diablo parecerse a Ramiro.<br />Me entretuve en otras cosas y me fui del relato. Resulta que cuando la desaparición de la chica del violonchelo se hizo pronunciada y a todas vistas irreparable, Ramiro quiso obtener el violonchelo. Le costó, pero el nagual lo ayudó a convencer al dueño del bar. El dueño, creo que le decían o se llamaba Paquito, convidó un posible teléfono donde hallarla. Fuimos a su casa, y encontramos una anciana, que parecía ser su abuela. Le ofrecimos comprar el violonchelo de su nieta, y ella dijo que nada de eso, que cuando su nieta se fugó a Rosario con su novio, dejó expresas indicaciones de qué hacer con él. Devolverlo a su dueño, a su padre. Entonces se fue hacia un rincón, lo trajo en su estuche, y lo puso en manos de Ramiro.<br /></span><div align="right"><span style="color:#ffff99;">Galo<br />Mendoza, 28 de octubre de 1999</span></div><br /><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/842/728/1600/Anecdota44.jpg"><img style="display:block; margin:0px auto 10px; text-align:center;cursor:pointer; cursor:hand;" src="http://photos1.blogger.com/blogger/842/728/400/Anecdota41.jpg" border="0" alt="" /></a><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1124618163879649842005-12-10T18:28:00.000+01:002005-12-10T18:28:59.576+01:00V. Travesuras y travesías de Amanda<blockquote id="f88ad376"><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">... tu reías y en tu risa yo me veía caer<br />pero dónde has estado este tiempo se hace tarde vete a casa<br />y en tu abrazo a lo lejos creí oír a los Parra<br />cantando para nosotros será mejor que me vaya<br />ahí quedé sólo gritando sin ti te recuerdo Amanda.<br /><br />Ismael Serrano.<br />La memoria de los peces. Vine del Norte.</span> </div><div align="left"><br /><br /><blockquote><span style="color:#ffff99;">La primera locura de Amanda la tuvo al nacer. Se le ocurrió nacer a los siete meses, se habrá cansado de estar entre paredes tanto tiempo. Tenía los ojos abiertos e inmensos, casi no lloró. A los dos años la mordió un perro, hay quien piensa que estaba rabioso, pero Amanda tampoco lloró y la rabia resultó no ser tal. A los tres, después de una lluvia torrencial de verano, su papá la sacó al jardín para que viera un arco iris. Tenía un vestidito celeste con un sol bordado, y unas trencitas con prendedores de plástico lila. Entonces Amanda lloró sus tres años enteros de sequía, lloró sus setenta centímetros hasta la última gota de tristeza y de altura, lloró su hermanito que no pudo ser y a su mamá que no pudo quedarse. Pero la madrina Sofía aseguraba que lloró porque descubrió la hermosura en el mundo.<br />A los cinco, Amanda se enamoró de una niña tres años mayor, que le enseñó a descubrirse el cuerpo y encontrarse placer. No nos dijo su nombre, pero sabemos que se iban por las siestas a una plaza, y agotado el entusiasmo en la calesita o las hamacas, bebida todo el agua posible de los bebedores, perseguidas todas las palomas posibles, jugaban a cosas de los mayores, con esa ingenuidad perversa de los niños. También a los cinco años su tartamudez se hizo más pronunciada y conoció a la brujita Cida, que era fonoaudióloga y empezó a atenderla en el hospital público. Entonces se supo que Amanda tenía el coeficiente intelectual que en la escala corresponde al genio. Convencieron a su padre de que estimulara a Amanda, que la enviara a un colegio especial, pero su padre se negó. Hizo bien. Entonces Cida se fue haciendo de a poco una segunda mamá para Amanda. En los cumpleaños le llevaba libros y en el día del niño le llevaba complejos juegos de tablero o libros, y siempre que podía, le sacaba libros de la biblioteca y se los llevaba. A Amanda dos cosas le encantaban como ninguna: leer y atorrantear.<br /></span><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/Anecdota52.jpg"><span style="color:#ffff99;"><img style="DISPLAY: block; MARGIN: 0px auto 10px; CURSOR: hand; TEXT-ALIGN: center" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/Anecdota5.jpg" border="0" /></span></a><span style="color:#ffff99;"><br />Tendría ocho años cuando Amanda se despertó un día en el techo de su casa. Dice que sabía que estaba soñando, y que se animó a saltar y quedó flotando. Entonces pensó que no era elegante estar sin alas en el aire, y se vio nacer unas alitas transparentes. Pero como no le quedaran bien, se imaginó dragón y en eso se convirtió, un dragón de color celeste que echaba fuego y todo. Fue tan sencillo para ella. Pronto comprendió que uno se ve como quiere verse, que el ensueño es un escenario, y conoció brujos que se vestían de cuervos, de pumas, de quirquinchos, de lampalaguas, de mariposas nocturnas, de mariposas de Borneo, de mariposas diurnas, de diablos, de diminutos duendes, de duendes, de brujos, de gatos. Supo que la geografía del ensueño es la que cabe en un pañuelo, que ensoñar es reducirse hasta hallar un lugar en algún pliegue, en alguna arruga infinitesimal, en alguna hebra, atraída quizás por una lágrima. Siempre nos dijo Amanda que los colores del ensueño eran diferentes según la intensidad con la que uno entraba.<br />Amanda a los once se propuso entrar con absoluta intensidad. Probó peyote, pero al otro día entre vómitos recordó haber entrado por el sótano, atravesar pantanos, llenarse de mugre. Y ni siquiera pudo verse dragón, si no miserable lagartija o tarántula. Lo intentó con música, con respiración y Sivananda, con ayuno y sin ayuno, con ganas o sin ellas. Una noche encontró en una plaza del ensueño, en el extremo sureste, cerca de las casitas de gnomos, una pantera de ojos esmeralda que le dijo con cierta elegancia en los bigotes y ciertas rítmicas oscilaciones de pupila y de aliento, que no había nada mejor que entrar al ensueño en pleno orgasmo, hecha una furia de goce y locura.<br />La natural inclinación de Amanda hacia la lujuria le permitió comprobar la certeza de la pantera. Se subía a un árbol o se metía en la bañadera con agua tibia, se daba placer con todo el arte que podía y que sabía desde temprana edad, y cuando el volcán se ponía completamente inestable, se dejaba ir con la erupción y entraba al ensueño más milagroso que existe: el ensueño donde hay colores que no conocemos, criaturas inefables, mundos dentro de mundos. En ese ensueño está la Biblioteca, la historia escrita en piedra, el intento ilimitado, el espasmo de la vida, el dios tortuga y el dios de los licántropos, el andrógino y las hespérides, el puro diamante, los ríos de miel de Arcadia, las innumerables constelaciones, el minotauro de Creta, el alfa y el omega, los días venideros, el telektonon y la nave de Pacal, los escarabajos de lapislázuli de Kheops, la inagotable arena, la rosa de los bienaventurados, las sinfonías que Beethoven no alcanzó a componer, la piedra filosofal, los jazmines del nazareno, los gigantes de las Pléyades, las escaleras espirales de Escher, los argonautas con su vellocino...<br />Cuando a los catorce años la conocí, Amanda había bebido tanta belleza que era la adolescente más hermosa que vi y veré. Su tartamudez empeoró. Tenía los dientes desparejos. Pero esas pecas, ese pelo azabache, esos ojos negros, ese cuerpo de marfil y de curvas que tal vez ni Miguel Ángel imaginó tan perfectas. Su voz traía un raro acento de extranjera, sabía dieciocho idiomas, y hasta un dialecto maya con el que se comunicaba con misteriosos e invisibles compañeros. Tenía siempre el pelo perfumado, vestía con raras sedas y tules transparentes, debajo de los cuales andaba desnudo y exuberante. Ensoñaba doce o trece horas diarias.<br />Ella ha visto el infinito, sabe cosas que quizás nunca sabremos. También supo el amor, y cuando gozaba con su brujo, se lo llevaba como un dragón alza en vuelo a una princesa raptada, como el águila de Dante, y abandonaban el mundo dejando sábanas sudadas y exquisito azahar en la almohada de los amantes. Yo viajé con Amanda, y entre cientos de cosas maravillosas, yo elegiría ese viaje para repetirlo una y otra vez, metidos en un Aleph los dos, infinitesimales candelas de consciencia en el vasto imperio del universo refulgente, Shiva y Sakti en su caballo blanco al galope, cruzando el horizonte, llegando detrás del arco iris. </span></blockquote></div><div align="right"><br /><br /><span style="font-size:85%;"><span style="color:#ffff99;"><em>Galo<br />Mendoza, 29 de octubre de 1999</em> </span></span></div><blockquote></blockquote></blockquote><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1121528472620215112005-12-10T18:15:00.000+01:002005-12-10T18:15:49.356+01:00VI. Una bruja pasión<a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/Anecdota6.jpg"><img style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/Anecdota6.jpg" border="0" /></a><br /><br /><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">Cerrar podrá mis ojos la postrera</span></div><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">sombra que me llevare el blanco día,</span></div><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">y podrá desatar esta alma mía</span></div><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">hora a su afán ansioso lisonjera;<br />mas no, de esotra parte, en la ribera,</span></div><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">dejará la memoria, en donde ardía:</span></div><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">nadar sabe mi llama la agua fría,</span></div><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">y perder el respeto a ley severa.<br />Alma a quien todo un dios prisión ha sido,</span></div><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">venas que humor a tanto fuego han dado,</span></div><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">medulas que han gloriosamente ardido:<br />su cuerpo dejará no su cuidado;</span></div><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">serán ceniza, mas tendrá sentido;</span></div><div align="right"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">polvo serán, mas polvo enamorado.</span></div><div align="right"><br /><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">Quevedo.Amor constante más allá de la muerte.</span><br /></div><div align="left"><span style="color:#ffff99;">Hay una Trinidad que se pasea por el mundo desequilibrando las columnas que sostienen pesadas tortugas, se pasea revelando milagros alrededor como un agudo marino en tierras remotas. Llega Trinidad y llega el sol. La madrina Sofía decía que Trinidad tenía oro en la melena, y siempre lo creímos de niños. Tanto lo creyó Lucía que un día la peló y se fue a la ciudad con la mata de cabellos a empeñarla en una joyería y le fue bien. Su acecho le permitió regresar con unos cuantos billetes, y ese cabello de Trinidad debe estar formando parte de pelucas sedosas para mujeres calvas. O tal vez alguna hebra esté escondida en un anillo de alianza, ¿quién sabe? Esa Trinidad bruja es más bien una especie rara de ángel, una canción de ensueño que se anda cantando mientras anda por los despoblados caminos y por los caminos hastiados de hombres y de bestias. </span></div><div align="left"><span style="color:#ffff99;">Hay una Trinidad que sabe más cosas de las que ningún mortal conocido sabe, porque ella se fue al otro lado y vino. Era una mañana nublada cuando llegó don Rodrigo con la noticia funesta de que Trini se había ahogado en el Sena. Mi intuición decía que ella lo había buscado así, acaso caminando tan bruja y tan rubia y tan sola en las calles de Paris, bebiendo café sin azúcar en la rue Motilleaux, anhelando curiosos frascos de perfume en las vidrieras de una ciudad que como ella estaba llena de opulencia beatífica y soberana hermosura. Estaba haciendo un trabajo especial sobre Simone de Beauvoir, enviaba libros, cartas que yo me quedaba oliendo hasta que el olfato se permitía un receso y entonces leía con avidez y con imprudente amor. Y de pronto, algo arrebatándola de nosotros, el tiempo congelado y las garras del dolor ultrajándome las entrañas, el recuerdo de sus ojos inmensos y celestes, su flequillo dorado, la delicada curva de sus orejas donde siempre se encontraba un diminuto aro de zafiro. ¡Trinidad muerta! Esa preciosa criatura que hubiera dejado sin aliento a Boticelli y Miguel Ángel, divina musa renacentista en cuya noble y radiante belleza uno palpaba los exactos contornos que definen la perfección, la forma, la deletérea y esquiva metafísica prudente.</span></div><div align="left"><span style="color:#ffff99;">Hay una Trinidad que volvió de los confines tenebrosos: algún secreto pacto con la muerte, tal vez la misericordia o acaso la simple predestinación hicieron que aquella Trinidad se recuperara en la sala de emergencias de un hospital de Francia. Extraños profesionales que jamás conocí, en un lugar que desconozco, me devolvieron el ángel y la fe en el mundo. Trinidad de regreso no fue del todo la misma, su cambio más notable era el dominio del silencio. Había logrado la curiosa habilidad de inducir el silencio con sólo mirar, ella simplemente posa sus azules adorables ojos en vos y ya te estás quedando sin habla interior, sin el arrullo de los oxidados mecanismos de la mente cualquiera, de la mente ladrona de sueños, de la perra mente.</span></div><div align="left"><span style="color:#ffff99;">Pero hay otra Trinidad. No la reina ni la hechicera, yo conocí a la mujer enamorada. Y lo que constituye un milagro y una tragedia mayor: enamorada de mi. ¿Qué habrá visto ella en alguien tan miserable como yo? Recuerdo que el primer año que nos conocimos, yo sentía tanta vergüenza en su presencia que no me había percatado de su rostro. Lo intuía como asombrosamente bello, pero desconocía hasta qué punto lo era. Y Trinidad olía tan bien. En sus cercanías parecía que se acumulaban los jardines como convergiendo en capullo e irradiando en primaveras. Siempre uno sabía en qué lugar de la casa estaba ella: bastaba seguir el rastro de flores y sahumerio. Caí completamente enamorado cuando un día de soslayo vi un lunar discreto en su frente y sus pobladas cejas oscuras, que le daban a su cara blanquísima un exquisito aire de monarquía. Le tuve más miedo entonces, y a la vez, la atracción se intensificaba drásticamente hasta que se hizo intolerable. Y cuando así sucedió, en lugar de encontrarme con su rechazo, me abrió los brazos y confesó su secreto amor.</span></div><div align="left"><span style="color:#ffff99;"> No recuerdo en mi vida un día más feliz, aunque tuvo el trágico giro de los amores románticos, y al tiempo se convirtió en desaforada tristeza. Herida no reparada. Estas palabras lo confirman. Nuestro primer día de enamoramiento mutuo y develado transcurrió en largos e indescifrables rituales que hicimos a la luz de la luna en el jardín de la vieja Carolina. Nos asustó un gato. Hacía un poco de frío, pero la embriaguez de nuestras manos enlazadas y como volando por la danza remota, daban al sitio una tibieza especial y desalojaban penumbras.</span></div><div align="left"><span style="color:#ffff99;">Pronto fue un rumor frecuente: Galo y Trinidad, ejem. No lo ocultábamos del todo, es cierto, pero tampoco queríamos confirmarlo. La adolescencia hacía bullir nuestra sangre, y un día triste pero intenso, nos dimos al goce de los cuerpos, hicimos el amor como lo hacen los brujos de nacimiento: con toda el alma y con extrañas exploraciones, con luciérnagas revoloteando todo el tiempo y los globos de energía sacudiéndose en multicolores látigos de placer y visiones. Fue algo ininterrumpido, supremo, algo que comenzaba y terminaba y volvía a empezar, un fuego abismal enredado en la columna, una fiebre de luces de esternón a esternón. ¿Bruja pasión? Así me gustaría llamarlo, si un nombre hay que darle.</span></div><div align="left"><span style="color:#ffff99;">Pero el nagual Zacarías lo supo. Nuestras andanzas no podían permanecer impunes demasiado tiempo. Pasó febrero y marzo, abril casi todo. Y el nagual se enteró. Me llevó a un lugar despoblado y me dio la paliza más grande de mi vida. A tal punto, que necesité hospitalización. No sufrí quebraduras, ni lesiones graves. No me habló en todo un año. Trinidad anduvo en España y Francia, se le pagó viajes y estudios, para que olvidara. Pero no olvidó. Después del susto de su ahogo, regresó. Y no pude verla por un tiempo. Una tarde, estaba organizando unas prácticas de los tomos azules, cuando entró el nagual a mi pieza. Yo lo miré con desprecio y con temor. Él me miró con infinito amor y conmiseración. Dijo que todas las brujas de la casa estaban a su cuidado y no podía andar una mierda como yo cogiéndolas a escondidas. Que toda mujer era un venerable tesoro, que un nagual si valía un poquito, respetaba eso. Que el sexo corrompía a la mujer si no se practicaba con cierto conocimiento, y que yo no tenía el derecho de arrebatarle el infinito a Trinidad sólo por mis calenturas. Yo tuve un pero firme: pero yo la amo. Y él dijo: claro que lo sé. Por eso estás vivo. Y luego sin que tuviera yo tiempo a decir nada, dijo que el amor era una de las experiencias más pavorosas y bellas de la vida, que un nagualito pendejo debía aprender muchas cosas para no hacer del amor un camino de destrucción o perdición. "Por ella, porque la querés, sé impecable. ¿Oís? Impecable. Entonces tu amor será para ella el don más precioso. Pero sin impecabilidad, tu amor será una desgracia, para ella y para vos, no será amor, sino incesante tropiezo y quebrantos".</span></div><div align="left"> </div><div align="right"><em><span style="color:#ffff99;">Galo<br />Mendoza, 9 de noviembre de 1999</span></em></div><p> </p><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1124823468768626832005-12-10T18:11:00.000+01:002005-12-10T18:12:42.153+01:00VII. El obsequio del tahúr<div align="left"><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/Anecdota7.jpg"><img style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/Anecdota7.jpg" border="0" /></a><br /><span style="color:#ccccff;">No te habrá de salvar lo que dejaron</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">escrito aquellos que tu miedo implora;</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">no eres los otros y te ves ahora</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">centro del laberinto que tramarontus pasos. No te salva la agonía</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">de Jesús o de Sócrates ni el fuerte</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">Siddhartha de oro que aceptó la muerte</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">en un jardín, al declinar el día.</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">Polvo también es la palabra escrita</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">por tu mano o el verbo pronunciado</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">por tu boca. No hay lástima en el Hado</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">y la noche de Dios es infinita.</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">Tu materia es el tiempo, el incesante</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">tiempo. Eres cada solitario instante.<br />Jorge Luis Borges.</span></div><div align="left"><span style="color:#ccccff;">La moneda de hierro. No eres los otros </span></div><br /><br /><br /><span style="color:#ffff99;">Era fácil creer que la vida no tiene fin, un tren que no se detiene, pasea paisajes, los recorre sin fin, uno tiene nueve años, qué colores, qué forma de enamorarse, qué estarse deslumbrado por el despliegue de la primavera, cómo no tener esos amigos que no se tendrán otra vez. Y en los árboles se explora la valentía, y entre simulacros de batallas los hombrecitos empezamos a creer en el odio y las niñas se miden los pechos frente a un espejo, y en qué sacudida brutal, no se sabe, la adolescencia arrecia, somos desvalidos pero a la vez testigos de un naufragio, nuestra edad se llena de rufianes segundos, nuestro rostro acusa el golpe, la mirada se pone con tinieblas. A los nueve todavía es temprano para la muerte, después de los doce conocemos más agudamente la melancolía, nuestra rebeldía es un grito que no será escuchado, aquellos amigos ya no serán los mismos.<br />Trinidad tenía ocho años, y me había hecho grietas pronunciadas en el alma con una carta de amor. Decía cosas como que veía animales sólo azules que se posaban en su cama y le contaban historias de tiempos antiquísimos. Comparaba el amor con un violín sin cuerdas que se apolilla en su estuche. Comparaba el amor con una tropelía a la luz del sol en la que obraban poco elaboradas maneras del tiempo y de las circunstancias. Me comparaba con un rey enano de un reino perdido y convertido en chatarra por el aliento oxidado de pterodáctilos prisioneros. Se comparaba con una azucena mustia, con un rayo de sol que no prosperaba sobre el techado de misteriosas cavernas. Decía que la lluvia es una canción de cuna, que las estrellas son nuestros miedos avizores, que el sol era un artificio de limón, arena y simple tozudez. Firmaba su carta con un beso lila y las huellas digitales de sus meñiques. Agobiaba el sobre con el perfume italiano de la madrina Sofía. Enviaba a Lupe a que me la diera justo a las doce, junto con ese chocolate blanco que compraría en la ciudad el pasado viernes. Sabía que me hechizaría. Y así era.<br />Pero otra cosa estaba deparada para esa noche. Llegó Juan al galope iracundo, desmontó y entró a los gritos: que a Tahúr el caballo lo había tirado y no podía moverse. El nagual Zacarías no perdió tiempo, montó a Luzbelito y salió echo un disparo en la noche en pos de su amigo, un brujo acechador que lo cuidó de niño, cuando el nagual Abel lo había adoptado en esas tierras perdidas de la Patagonia. Tahúr era viejo y era más que viejo, tenía la agilidad del diablo y la risa más tenebrosa que haya oído jamás. Le daba por improvisar payadas en una guitarra que había embrujado de pena y de nostalgia, y bebía vino sin tregua, y cazaba guanacos. En su cantimplora, un mapuche le había dibujado una mujer con cola de serpiente y plumas en las sienes. Su rifle brillante emitía un contundente olor a pólvora, y sus botas hacían tanto ruido, que la madrina Sofía cada dos por tres le pedía a Angélica que se las puliera a escondidas, con piedra pómez y sierras de herrería. Tuvo un gallo de riña que cuidaba más que a nadie, le tarareaba coplas o le leía sonetos de Góngora. Su habilidad de brujo era dejarse llevar por los vientos cálidos del oeste, esos que arrastran alimañas y elevan la temperatura más de diez grados, y pasan como una fiebre de tierra, como el aliento de un dragón viejo. Se hacía liviano y se remontaba a mundos de los cuales nada decía, pero se notaba que volvía con más cicatrices, con más silencio en la mirada y en la garganta ronca. Sus batallas de poder eran silenciosas y deleznables, para él el mundo era despiadadamente hostil, se la pasaba sobreviviendo esas batallas, pero era un veterano corrupto de maldades y ruina, había visto todo y nadie lo convencía de que todo era atroz. Los niños le temíamos, menos Juan, que se iba con él a atrapar víboras para desollarlas y hacerse siniestros talismanes para enamorar mujeres o enfermar enemigos. Tahúr era tramposo y pendenciero, y estaba dando su última batalla cuando lo halló el nagual Zacarías con el espinazo deshecho y la cara despedazada de astillas de hueso, de tierra negra y de agonía sin fin.<br />Al otro día el nagual me pidió que cavásemos una tumba para el viejo Tahúr. Se llamaba Don Gonzalo Cornelio Sucre, supo tener hasta tres mujeres en su cama al mismo tiempo. El sable de una bruja que estuvo entre las patricias que ayudaron al general José de San Martín en su campaña libertadora por los Andes, le cercenó el pene cuando se aburrió de sus infidelidades, y desde entonces Don Gonzalo se hizo borracho y cobarde y tahúr. Perdió en el juego la estancia que heredó de su abuela materna, y por matar un comisario huyó al sur, donde lo recogió el nagual Abel al encontrarlo enterrado en estiércol y con un ojo reventado que se le había adherido a la mejilla izquierda. Le había dicho: eso es estar con la mierda hasta el cuello amigo, y el tahúr había tenido fuerzas todavía como para escupir un gargajo tan abyecto que el nagual se bajó dos veces del caballo a vomitar y decidió que era una señal del espíritu y se volvió a recogerlo, previa devolución del gargajo. Lo llevó a rastras y lo hizo azotar por los obreros de la vendimia, y le prohibió acercarse a ninguna mujer de la casa, cosa que Tahúr cumplió por fuerza mayor. Ahí estaba yo, con cuarenta grados de temperatura a la sombra, manipulando una pala que apenas podía y enterrando al viejo. Juan le hizo una cruz de madera, con jarillas y plumas de ñandú. Pero el nagual la hizo pedazos, la orinó, la arrastró por el guano de las cabras y después la echó en la tumba del tahúr, con estas palabras: "que te vaya bien hermano, la puta que te parió". Lupe estaba impresionada y se fue con Candelaria y Roy Picahuesos a acampar a la cascada, unos treinta kilómetros cerro arriba y cerro a la izquierda. Angélica quiso conservar sus apestosas botas, pero la madrina Sofía dijo que los muertos se deben ir enteritos, así no vuelven a buscar sus pertenencias y andan asustando a la gente. Eso que dijo me asustó sobremanera, rogué y supliqué dormir con Lucía y Trinidad, pero el nagual dijo que no fuera pendejo, que me iba a pasar la noche palpando sus traseros o besándolas como un casanova de pacotilla.<br />Se festejó la muerte del Tahúr con empanadas en horno de barro, vino rosado de uva moscatel sanjuanina, pastelitos de dulce de membrillo, arrope y arroz con leche. Vinieron unos gauchos de la estancia de enfrente a curtir sus violas y cantaron tonadas, chacareras y zambas. Bebieron de una bota hasta que empezaron a orinarse en los jardines y doña Carolina los espantó a escobazos y agrios insultos a su hombría expuesta. Serían las cuatro de la mañana cuando yendo a acostarme pisé un caracol sin querer, y el crujido del caparazón que se llevaba la vida del pobre animalito me despertó presagios terribles. Confirmé que Trinidad se había arrepentido de su carta y había mandado a Soledad a que me la robara. Lloré, vi que se nublaba, me di vuelta nervioso. Oscuros pájaros de madrugada aceleraban el pulso de la noche, raras sombras de los árboles se metían en la habitación empujados por la luna llena, tan bruja ella. Me levanté para ir al baño, y en la mecedora de la abuelita Amparo estaba sentado el Tahúr, con la cabeza echa una miseria, su camisita a cuadros ensangrentada y cubierta de telarañas, sanguijuelas, gusarapos transparentes, lombrices, gruesos ciempiés grises, mariposas negras con pintitas amarillas en las alas, placentas de rata como hombreras, alas de murciélago pendiendo en todo el torso. Quise emitir un alarido pero me dañé las cuerdas vocales, vomité, me arrodillé y le supliqué al maldito viejo que se fuera. Tahúr reía como un acordeón desvencijado, como el velamen desguazado del Caleuche, como el roce de la espuma de cerveza en odres que envejecen. De pronto se levantó y yo me oriné. Sentí sus pesadas botas alejándose, cruzó la pared este, dejó en la pared una mancha de la que emanaba un pesado tufo a mierda concentrada. Sobre la mecedora, dejó su regalo para mí.<br />Era un tarot gitano del siglo dieciocho, mugriento, al que le faltaban tres arcanos menores. Lo descubrí por la mañana, lo envolví en un pañuelo de seda que le habíamos robado a la madrina Sofía para envolver nuestros tigres de arcilla. Pasé las cartas de una mano a la otra, las barajé con veneración y temor. En instantes sentí su poder, el cual me fue transferido. Minuciosamente las distribuí sobre mi cama. Escogí el Loco y la Rueda de la Fortuna. Cuando los tuve en mis manos, noté con asombro qué parecido era ese Loco al viejo Tahúr. En el centro de la Rueda, había una mujer etérea, española, morena pero muy bella, y supe que algo quería decirme, pero jamás me lo dijo. Siempre que me acuerdo, la miro y la miro, escudriño sus rasgos dibujados, le pregunto qué tiene para decirme. Pero la inminencia de esa revelación no se resuelve en ningún mensaje. Me quedo perplejo, atribulado, triste. Recuerdo la guitarra del Tahúr, sus groserías, y le debo algo inexpresable. Así se fue el tahúr, así aprendí a tirar el tarot. Así descubrí el espanto, y algo devoró para siempre la felicidad irrelevante de mis nueve años. </span><br /><div align="right"><br /><br /><br /><span style="color:#ffff99;">Mendoza, 16 de noviembre</span><span style="color:#ffff99;"> de 1999</span></div><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1124825587224643842005-12-08T11:54:00.000+01:002005-12-08T11:54:38.053+01:00VIII. Últimas palabras de la madrina Sofía<a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/Anecdota82.jpg"><img style="FLOAT: right; MARGIN: 0px 0px 10px 10px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/200/Anecdota8.jpg" border="0" /></a><br /><br /><br /><table id="HB_Mail_Container" height="100%" cellspacing="0" cellpadding="0" width="100%" border="0" unselectable="on"><tbody><tr height="100%" unselectable="on" width="100%"><td id="HB_Focus_Element" valign="top" width="100%" background="" height="250" unselectable="off"><p><span style="color:#ccccff;">Como la muerte anda en secreto</span><br /><span style="color:#ccccff;">y no se sabe qué mañana,</span><br /><span style="color:#ccccff;">yo voy a hacer mi testamento,</span><br /><span style="color:#ccccff;">a repartir lo que me falta</span><br /><span style="color:#ccccff;">pues lo que tuve ya está hecho,</span><br /><span style="color:#ccccff;">ya está abrigado, ya está en casa.</span><br /><span style="color:#ccccff;">Silvio Rodriguez.</span><br /><span style="color:#ccccff;">Testamento.</span><br /><span style="color:#ccccff;"></span><br /><span style="color:#ccccff;"></span><br /><span style="color:#ffff99;">Preparar un testamento ha de tener que ver con la percatación de la muerte inminente. Si acaso es una estratagema de la no resignación del ego, también acaso es un acto genuino que denota rozarse con los gestos impecables, esto siempre atendiendo a la naturaleza del que lo pergeña y al contenido del mismo, queriendo yo decir con "mismo", autor y testamento en sí. No sé por qué a todos nos atañen las palabras de la madrina Sofía, esas que dejó plasmadas en dos hojas de un cuaderno a cuadros donde anotaba sueños, poemas y recetas de cocina. En las palabras de su testamento vemos su clarividencia, su desapego, su ternura sin fácil genuflexión a la sensibilidad barata. A mí se me hace difícil no ponerme triste al recordarla, me cuestiono el significado de los hechos en la medida en que se ajustan o no a nuestra sintaxis de actos justos, actos injustos, actos inverosímiles. </span></p><p><span style="color:#ffff99;">Angélica estaba un día arreglando la habitación de la madrina. Le gustaba verla bullir de flores, un perfume que venía de un porta sahumerios en forma de tucán le daba a la orientación de la cama el poder sugestivo de un lecho hindú, en los remotos manvantaras cuando los dioses probaban sus primeras hipóstasis y los hombres eran definitivamente otra cosa, tal vez sueños menos parecidos a pesadillas. El techo estaba pintado con tres colores: lila, celeste y blanco. Formaban un desunido retrato de la inmensidad, en las esquinas parecía el techo querer definirse, serse curvo, serse menos en punta y a eso lo ayudaban, a ser así, unas estrellas de diferente número de puntas, que se volvían curvas de repente como si debieran obedecer una pauta de bajar en tobogán. Tal vez, un código algebraico escondido, una trabazón geométrica, una hermética armonía, permitían que la luz de una ventana confluyera en nebulosas justo donde uno hubiera querido demorar la mirada, como si la madrina hubiera guardado respuestas para preguntas que sólo muy luego vendría alguien a mitigar en un placard, en un anaquel con libros, en un sofá de almohadones, en un par de pantuflas. Ella llevaría tres días de muerta cuando Angélica, recibió el regalo de hallar, en el cajón de sus cosas íntimas, el cuaderno con su testamento. Ya los gatos se habían adueñado de esa atmósfera, y quedaban bien, pero como Angélica llorara a los gritos se ve que se asustaron y desde entonces se mostraron esquivos, escogiendo siempre lugares para posarse donde estaban a salvo de intrusos. Trinidad tenía sarampión, pero no era grave. El nagual se había ido muy lejos, nadie sabía dónde estaba. Lupe aseguraba que regresaría, y mientras tanto, la casa de los brujos estaba un poco sumergida en tinieblas, llantos a escondidas, escobas barriendo y barriendo, comida preparada con cierta improvisación desusual, raros libros abiertos en pasajes oscuros, velas acusando zozobras ante brisas inexistentes, dilatando bordes de penumbra, donde cosas acechantes sin ojos de todas maneras nos miraban.</span><br /></p></td></tr><tr unselectable="on" hb_tag="1"><td style="FONT-SIZE: 1pt" height="1" unselectable="on"><div id="hotbar_promo"></div></td></tr></tbody></table><br /><p></p><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/Anecdota81.jpg"><img style="DISPLAY: block; MARGIN: 0px auto 10px; CURSOR: hand; TEXT-ALIGN: center" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/400/Anecdota81.jpg" border="0" /></a><br /><p></p><p><span style="color:#ffff99;">A la tarde siguiente, Marina insistió en que Lupe nos leyera el testamento. Se hizo. Nos congregamos en la inmensa mesa del living, doña Carolina hizo café pero le puso un toquecito de cacao, lo que permitió que todo se deslizara en un verdadero ambiente mágico. Yo estaba muy odioso. Me escondía en un ropero y desde adentro pateaba las puertas sin ton ni son. Componía horrendas sonatas, de graves que llegaban arrastrándose a inestimables acordes, pero los entorpecía con anacrónicos despliegues de violín contrapuntístico, y las codas terminaban en un monólogo ciego del piano que era un apagado clamor de furia, mientras el violín se quedaba sosteniendo una nota disonante hasta callarse y ser devorado por un piano mastodonte. O sometía a notas irónicas los libros de Jinarajadasa, o Max Heindel, o Kafka. Trinidad volaba de fiebre y yo me metía en su cama vestido, ella me tosía en la cara, me insultaba en cientos de colores, y yo sencillamente me quedaba quieto como muerto, sólo algún deslizar de lágrimas denunciaba que ahí en mi corazón había una batalla espantosa contra el mal: sabía que a la madrina la mataron después de inhumanas torturas. Trinidad entonces empezaba a los gritos y doña Carolina me corría a plumerazos, diciendo malcriado y diciendo ya vas a ver cuando vuelva el nagual y diciendo otra vez malcriado. Otra vez yo yéndome en digresiones... Bueno, esa tarde, leímos lo que transcribo aquí:</span></p><p><span style="color:#ffff99;"><span style="font-size:85%;">Los imaginaba aquí congregados, escuchando...<br />Sospecho que se confirmaron mis temores, pero ya estoy muy lejos de todo<br />lo que me tuvo apenada estos meses.<br />¿Cómo se hace patria? - me preguntaba mi abuelo.<br />Y siempre decía "con toda el alma".<br />Recién conocía a Zaqui y supe que nuestra familia<br />sería esta bonita comunidad donde todos aprendieran<br />más de lo que la calle les pudiera enseñar.<br />Nunca me gustó que me consideraran bruja,<br />si no más bien una mamá, la que no tuvieron ustedes.<br />Quise ser una mamá que les diera algo especial<br />algo con qué valerse y llegar muy lejos,<br />más allá de donde jamás estaremos Zaqui y yo.<br /></span><br />(Acá hay una parte donde deja un mensaje especial para cada uno)<br /><br /></span><span style="color:#ffff99;"><span style="font-size:85%;">Toda mamá deja una herencia a sus hijos,<br />y yo les dejo lo que fui y lo que me hubiera gustado ser,<br />y les dejo lo que quisiera que no olvidasen nunca:<br />¿Cómo se vive la vida?<br />Con toda el alma. </span><br /><br />Cuál fue el mensaje que esta mamá me dejó? Dijo sólo esto: "Galito, venganza es odio meditado e inútil. Amor es ver. Te dejo mis libros y la maceta del helecho donde vive Armanushtantuz." Y también dijo: "todos saben que morirás joven, pero mientras vos no lo creas, no será".<br />Hay días en que no puedo ver al gnomo Armanushtantuz, y son los mismos días en que quiero bajar los brazos, sólo descansar, creer que la muerte está tan cerca que me quedaré dormido en sus brazos de un momento a otro. Claro que no seguí el consejo de la madrina en esto: busqué venganza. Años. Hubiera matado. Como dice Silvio, con sabia de su cuerpo, hubiera quemado los templos, para que los cobardes tomaran ejemplo. Cacé, perseguí. Convertí en eternas pesadillas el ensueño de las ratas que mataron a la madrina. Pero nunca había saciedad. Me decía que también lo hacía para vengar nuestro linaje, pero el odio me llevaba a una corrupción interior de la cual no podía salir. Abandoné la casa de los brujos. Me aparté casi dos años, me abstuve de dejar ninguna señal de mi paradero. Supe la soledad más desgarradora, supe el desamparo que desde cualquier cosa, la más insignificante, se proyecta sobre el alma y la confunde. Contacté linajes enemigos para que me ayudaran sus mejores brujos en la cacería despiadada. Casi siempre, me cerraron las puertas. Llegó un momento en que me sentí vagabundo, desolado, todo era fugaz y a la vez, pesadas cadenas me envilecían.<br />Un día, llegando a casa, Soledad estaba esperándome. Yo esquivé su mirada y quise ignorarla. Ella se interpuso, y con sus diez años encima de práctica del kung fu, me dio una paliza memorable. Reaccioné y la golpeé, pero salí perdiendo. Entonces la estreché contra la pared y la besé furiosamente. Ella casi me arrancó el labio inferior de un mordisco, se desvistió, y salió gritando por los pasillos que yo era un degenerado que la había querido violar. Algunos vecinos se asomaron. Uno se animó del todo y me sujetó, mientras yo insultaba a diestra y siniestra, y sangraba profusamente por la boca. Suponía tener deshechos los testículos por las patadas de Soledad, sentía un dolor insoportable. Ramalazos de vidrio, estallar y pulsar de un quebranto indefinible. Yo me metí en mi casa, como un hurón que se esconde en su madriguera. Masticaba mi tormento cuando golpearon violentamente a la puerta. Era Soledad con dos policías. Como era menor de edad, no pudieron llevarme, pero me amonestaron severamente casi una hora. Me amenazaron con que la Argentina era suya, y una mierda como yo podía desaparecer sin que nadie levantara una sola protesta.<br />Casi de noche, Soledad tiró un papelito por debajo de la puerta. Decía: "una de las cosas que la madrina me encargó la cumpliré como sea, maldita rata". Entonces recordé que en su testamento la madrina Sofía, a Soledad le había pedido esto: "un día tendrás que devolvernos al gallito de riña". Al otro día volví con ellos. Amar es ver, me dije. ¿Cómo fui tan necio? Esta vez pude besar a Soledad sin que me rehuyese, amé su impecabilidad, su coraje. Pasamos todo el día jugando con los gatos en la habitación de la madrina, que era como un templo, como una matriz, como el atanor donde los alquimistas encontraban claves del universo. </span></p><div align="right"><br /><br /><br /><span style="color:#ffff99;">Mendoza, 18 de noviembre de 1999 </span></div><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1133607655852824112005-12-03T11:59:00.000+01:002005-12-03T12:00:55.873+01:00IX. Romina inciensa mis viernes más tristes<a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/Anecdota9.jpg"><img style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/400/Anecdota9.jpg" border="0" /></a><br /><span style="color:#9999ff;"><strong><span style="font-size:180%;">U</span></strong>no se cree que las mató el tiempo y la ausencia,<br />pero su tren compró boleto de ida y vuelta.<br />Son aquellas pequeñas cosas<br />que nos legó un tiempo de rosas.<br /><br />Joan Manuel Serrat.<br />Aquellas pequeñas cosas.<br /></span><br /><span style="color:#ffff66;"><span style="font-size:130%;"><em>H</em></span>ay días en que me siento especialmente solo, y pienso qué cautiverio es la memoria, cómo nos tiene así atrapados en ese desmenuzar de imágenes que no son otra cosa que testimonios de sueños pretéritos. ¿No es verdad que aún las vivencias más hermosas se desajustan al poco tiempo y se deshacen en leves imágenes, escasos instantes recordados que son como sueños? Adónde irán las miradas que un día se fueron, canta Silvio, y la tristeza se queda empañando la ventana como si la lluvia que afuera no quiere cesar perdiera su fuerza en la tregua de la reminiscencia. Ese ser fugaz es la naturaleza del tiempo, ese discurrir río abajo es la recapitulación del guerrero, que mientras sabe que la muerte le prepara un té en la cocina ve cuánto ya se perdió para siempre, cuánto es lo que ya no ha de ser jamás. Nostalgia del brujo es esta manera del quebrantarse, en que una risa, un paisaje, un poema, cruzan hacia lo inaccesible y nos contagian de premura porque todo pasa, y nada vuelve a ser, y como canta Fito, nunca nada se repite como la primera vez.<br />Me estaba acordando de Romina. Casi no puedo recordar su cara, algo me la desdibuja como si volver a verla en mi imaginación me fuera a llenar de pena. La conocí con diez años, o sea, con ojos nuevos, con toda la sorpresa a flor de piel, a flor de ojos. Pero recuerdo su pelo grueso y casi rojo, su trenza soberbia, su piel muy blanca, sus pecas, sus ojos marrones donde cualquier brillo se quedaba danzando, sus ojos que me vieron amarla tres días, sus sandalias azules, su verano de niña desconsolada, su niñez al borde de un abismo. Mi desmemoria me juega malas pasadas, supongo que era una vecina, aunque tal vez pudo ser una compañera de escuela, y de todos modos, aquello que recuerdo sucedió en la terraza del edificio donde vivía, un viernes, justo después del atardecer, y yo estaba ansioso y circunspecto, y ella estaba sola y como ajena. Despiadados rojos todavía no dejaban ser plenamente negra a la noche, quien de todas formas no se realizaría a sus anchas porque una luna llena y terrorífica acontecía hacia el noreste, dándole a las montañas una especie de vestidura de sombras y a los edificios un beso de limón y a los árboles una caricia cansada de canción que se agota.<br />Extrañas vecindades tienen los recuerdos, tácitos acuerdos de consanguinidad. Ahora estoy con el nagual pescando. También es luna, pero no tan luna. También de noche, pero más de noche, una modorra estival hace que la noche gravite y juegue sobre el río. El viejo Zacarías está como atribulado, yo tengo diecisiete. Confiesa que extraña a la madrina Sofía. Yo quiero saber cómo un brujo la emprende contra esas cosas melancólicas que nos arrugan el corazón. Él se queda callado demasiado tiempo, es su manera de llorar. Hace del silencio un templo y en su sagrario ofrenda su dolor. Hasta le sale incienso por las orejas y se inciensa el bote, la caña de pescar, el baldecito de carnada, el maletín de anzuelos y demás juguetes, se inciensa un reflejo de la luna en el agua oscura pero mansa, se inciensa mi entendimiento y su respuesta es ese perfume. Yo me lo explico a mí mismo, yo me digo esto o aquello, pero el nagual sí que conoce el silencio, se viste con él, lo lleva a cuestas o se sube a él. El silencio de mi viejo es incienso del alma.<br />Y siento ese aroma tan especial estando con Romina, los dos mudos, siete años atrás. Siempre he tenido esos recuerdos del futuro, sé que mañana estaré haciendo mi ayer, que el mapa del tiempo está repleto de circunvalaciones extrañas. Esto significan las relaciones dirigidas internas del eneagrama de Gurdjieff o las direcciones retrógradas en la astrología predictiva. Parece que Nietzsche algo intuyó con esto del eterno retorno, pero ya los pitagóricos decían que esto mismo, esta anécdota que cuento la volveré a escribir, volverán a leerla una y otra vez, la repudiaran eternamente. El influjo oriental pergeñó estrafalarias metempsicosis y reencarnaciones, pero mi trato íntimo con ese enemigo, el tiempo, me deja a menudo perplejo tratando de descifrar en qué sentido fluye el tiempo. No estoy tan seguro que sea una calle de única vía, si no cómo te explicás que yo me acordara de estar con el nagual pescando siete años antes de que eso me pasara, estando con Romina a la espera de que alguno tomara la iniciativa, al fin y al cabo, a besarnos habíamos subido y ahora qué era este dubitar, este bravío atropello de significancias encontradas y de sentimientos que perdían el sombrero por venir a la carrera o por huir del escenario.<br />Marina decía que siempre hay que ir al frente con las niñas. Que a ella los niños tímidos como yo no le movían un pelo. Pero cuando la increpaba terminaba confesando que sí estaba enamorada de mí, porque bueno, no era tan tímido, pero entonces en qué quedamos Marina, cambiemos de tema Galito, no decime lo que estás pensando de mí y ella viste qué bonito el vestido que me hizo Lupe y yo cómo te hacés la tarada y ella sos tímido nomás, y yo te queda bien el vestido Marina, y ella ya lo sé, y yo sos presumida y ella andá a ensoñar nagualito de pacotilla y yo pero sé que me querés brujita y ella andá a cagar, mejor. Pero un beso me daba, en cambio Romina me era de algún modo inaccesible porque a) era demasiado hermosa o b) establecía distancias y no parecía dispuesta a ceder esos espacios o c) yo era un tímido irremediable y Romina estaría esperando que yo tomara la iniciativa. Como a y c eran verdaderas en mi opinión, opté por c que incluía a a pero omitía a b, y eso me hizo confiarme y quedar apresado en la trampa.<br />Romina era sus diez años, pero también un padre muy jodido sospechado de golpeador y borracho habitual, Romina era su madre postrada cuya minusvalía acentuaba su abandono y su entrega, Romina era una maqueta de avión de Sea Harrier y un hermano muerto en Malvinas, y un perro peludo con el que salía a correr en la siesta, y Romina era esos ojos marrones pero era también ese hematoma en el brazo y esas frecuentes lágrimas en los ojos, ese desamparo hecho mueca triste al reír. Mi precaria brujería no podía contener el simple terror de vivir una vida de mierda, y supongo que yo para ella sería una puerta más de las que se abrían con gentileza pero escondían cuartos de tortura o mazmorras empecinadas en exhibir huesos humanos y bosta de dragones malolientes.<br />Romina prefirió no besarme y nos quedamos horas mirando esa inmensa luna que por momentos parecía crecer, espejar de oro alquímico las baldosas de la terraza, bautizar de serenidad la ropa tendida, el viento, el sortilegio de la niñez. Hablamos de cómo sería el mar de noche, y yo le dije, es la noche misma sin estrellas. Ella dijo: entonces has visto el mar. Yo le dije: sí. Pero mentí. Era sólo por conservar el espejismo de la magia, por amarla de ese modo, con la pausa y el desconcierto pero también con una rara ternura que hace tanto no me nace. Pescando con el nagual le hablé de Romina y el dijo que ya había encontrado otro sinónimo de la melancolía, pero eso lo entendería yo con los años. El perfume hacía que el agua se agitara apenas y susurrara: no habrá peces, sólo el estarse así, en el mundo, en un viaje que no tiene retorno.<br /></span><br /><span style="color:#ffff66;"></span><br /><div align="right"><br /><span style="color:#ffff66;">Mendoza, 23 de noviembre de 1999<br /></span></div><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1132693923601799762005-11-27T17:05:00.000+01:002005-11-27T17:04:46.213+01:00X. Crónica del odiado y la adorada<span style="color:#9999ff;">Ya no te espero<br />llegarás, pero más fuerte<br />más violenta la corriente<br />dibujándose en el suelo<br />de mi pecho, de mis dedos<br />llegarás con mucha muerte<br /><br />Ya no te espero<br />ya eché abajo ayer mis puertas<br />las ventanas bien despiertas<br />al viento y al aguacero<br />a la selva, al sol, al fuego<br />llegarás a casa abierta<br /><br />Ya no te espero<br />ya es el tiempo que fascina<br />ya es bendición que camina<br />a manos del desespero<br />ya es bestia de los potreros<br />saltando a quien la domina<br /><br />Ya no te espero<br />ya estoy regresando solo<br />de los tiempos venideros<br />ya he besado cada plomo<br />con que mato y con que muero<br />ya se cuándo, quién y cómo.<br /><br />Silvio Rodríguez.<br />Ya no te espero.<br /><br /></p><p></span><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/anec10.0.jpg"><img style="DISPLAY: block; MARGIN: 0px auto 10px; CURSOR: hand; TEXT-ALIGN: center" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/400/anec10.jpg" border="0" /></a><br /><br /><span style="color:#ffff99;">Verlo a Santiago corriendo es una de las maravillas que cualquiera debiera permitirse. No se entienda su destreza en el sentido de velocidad o elegancia, sino más bien en ese ímpetu de animal herido que recrea entre sus brazos agitándose, y en la maniobra de sus rodillas que irregularmente trazan una trayectoria parecida al puro auge, dando la sensación de que estar vivo es correr desenfrenadamente como él montaña abajo, aullando el nombre de Mariana, que es toda una invocación de ejecución perspicaz, y un enamoramiento severo que nos hizo enemigos.<br />La evocación de un amigo no sigue los mismos cauces luego que el tiempo o las circunstancias dañan la relación o la transforman en un odio íntimo pero mutuo, donde se persevera en respetar al adversario y a la vez meditar cada zarpazo de puma o cada firulete de puñal que se despliega en su presencia con el fin de aniquilarlo. A Santiago el amigo, lo recuerdo con su pelo corto pero atestado de rulos imprudentes, de rostro fiero como si lo hubiera tallado un artesano aprendiz en una madera poco sumisa, lo recuerdo su navaja, sus secretos calendarios de bolsillo con mujeres semidesnudas, con una camisa (cosas de la memoria) que le regaló Trinidad para su cumpleaños catorce, que era a cuadros, de estilo leñador, y le confería a la predisposición beligerante de los músculos de su espalda el marco exacto para que su cuello de toro joven luciera toda la dignidad de un animal de porte. Lo recuerdo hablando con su parlanchina luna, su compañera de noches y noches. No era raro verlo con la cabeza inclinada, los ojos espectrales por el halo amarillento, su mirada escrutando cráteres y sombras, contándole a la luna lo triste que es la vida, diciéndole cosas en el ánimo de confidencia que sólo se tiene con gente de absoluta confianza. Decía Santiago que la luna no sólo lo escuchaba con diligencia, sino que también se confesaba con él.<br />Chimentos de la luna según Santiago: que la luna es loca por el flamenco, por los tísicos, por los mapas viejos (esos que contienen muchos errores o unen países que luego el odio y la codicia habrán separado), por los flamencos pero a veces, por los mocos de las niñas de dos años, por la arena de los relojes (siempre tan cayendo, tan llevada siempre de los pelos por el tiempo), por esa nube de suspiros que se alza en el cielo cuando coinciden enamorados en toda la tierra; que le gusta cambiar porque como a toda mujer el mostrarse le es un arte inclinado a la coquetería y es su forma de escaparle a rutinas que desengañarían a sus amantes; que la luna no es siempre la misma porque nos acecha, nos pretende, nos ansía o nos detesta, todo esto alternando en ciclos que ni los astrólogos descifran del todo. Parece que a la luna le disgustan las cosas demasiado brillantes o demasiado dulces, que prefiere el aullido al silencio, que se queda con las rudimentarias joyas de orfebrería neolítica antes que con esos trabajados diamantes de museos europeos, que odia secretamente que la llamen madre, ella es una dama en edad de merecer, es una lujuriosa visitante secreta que se mete en el lechos de hombres aguerridos y les abrevia el dolor que la vecina muerte les hará al amanecer. La luna marchó en las gestas de liberación de los ejércitos, contuvo hordas, confundió grimorios, atormentó de poluciones las noches inmundas de sacerdotes, puso monedas en las manos de Alejandro de Macedonia así como puso un beso de lámpara en las heridas mortales de Alejandro Magno. Hasta le contó a Dante cómo era el infierno y el muy desleal la plagió sin contemplaciones y luego se adornó con esos sesenta y tantos mentirosos cantos sobre purgatorios y cielos. Cosas así le dijo la luna a Santiago en incontables noches de charlatanería y soledad compartida a voces.<br />Todas las historias tienen su pero y en ésta el pero es Mariana (o tal vez yo, no consigo saberlo aún). O sea, una adolescente que terció en discordia en el idilio de Santiago con su remota amante. Y es que Mariana era como las mejores lunas, las que se van llenando pero no llegan a gordas, sino que se quedan como una tajada de melón sabrosa y emiten concordancia con todas las cosas hermosas de la noche. Pequeña, concentrando en su palidez y su osamenta la hermosura diestra de los colores tenues. Dada a conspirar con el canto, a pasar cerca tuyo tarareando justo esa canción que dice en su letra lo que el mundo te dice en ese instante. Una mujer besable, de manos finas, de secreto fuego.<br />Ella no tenía nada que ver con nuestro grupo de aprendices, venía a tomar clases de piano con Angélica y compartir exquisitos tés los días martes. Yo andaba saliendo de mi inextinguible amor por Trinidad, y mi torpe naturaleza enamoradiza terminó inclinándome hacia Mariana, confirmada ya la decisión de Trinidad de no darle rienda suelta a este amor hasta no haber ambos hallado la clave para no lastimarnos. Fue cuando supe que Santiago ya le había declarado su amor a Mariana haciéndole un dibujo hermoso de un jardín y una bicicleta y dos murciélagos, comprándole chocolates Jack con muñequitos sorpresa, prestándole sus revistas de Patoruzú, enseñándole a armar una honda resistente según su teoría de que el equilibrio en las patas salientes de la Y es el secreto de una buena horqueta, mostrándole cómo correr con los ojos cerrados cuesta abajo sin sufrir percance alguno (¿marcha de poder?), diciéndole una tarde que se hizo tarde que la quería. Parece que Santiago tenía su batalla de amor casi ganada cuando me interpuse yo y se la robé irreparablemente.<br />Un día estaba yo jugando al TEG con Mariana y Soledad, y a Soledad no le podías conquistar Aral sin que se enojara y abandonara (bueno, a mi me pasaba igual con Kamchatka o Sumatra). Hacía rato que en el modo de rozarnos las manos al ceder los dados había notado una tibieza electrizante, un sí rotundo también en los ojos de Mariana, pero más que nada en su respiración, ligeramente agitada o anhelante en mi presencia. No está demás que reconozca mi maldad: sabía que Santiago la quería, y apenas Soledad se puso a regar el jardín y nos sentimos más seguros, de un arrebato nos abrazamos, caímos sobre el tablero, esparcimos fichas azules y negras, entre tarjetas con dibujos de globos o cañones nos retorcimos de amor, nos besamos con esa táctica y esa estrategia que tiene el amor, fuimos felices a nuestras anchas, a expensas, destino depravado, de un daño indirecto, pero daño al fin, a terceros, o sea, a Santiagos (y a Trinidades también, pero esa sería otra historia). Pero aquí no apareció Othello de improviso y nos sorprendió, sencillamente cuando volvió Santiago (con Juan y Lucía) de comprar las cosas para el almuerzo del otro día (importante, cumplía años el brujo Ramiro), Trinidad le dijo todo lo que pasaba (tampoco sé como lo supo ella, acaso se lo dijo Soledad). Santiago, que entonces todavía era bueno, se fue al río, esperó la noche, le contó a la luna de la traición, tal vez lloró, nunca lo sabré.<br />Una siniestra tensión entre ambos quedó desnuda durante el opíparo festejo del día siguiente. Se suspendió la función de títeres habitual del fierita. El nagual Zacarías quiso hablar conmigo a solas. Entramos a la casa, yo iba como el condenado que paso a paso se aproxima al patíbulo que sabe justo y hasta lo ansía para expiar un crimen que lo congoja. Entramos en la biblioteca, no sentamos en los cómodos sillones que el tenía mirando el jardín. Hablamos largo rato de cosas casi triviales, técnicas de pesca, noticias de Costa Rica, un par de zapatos nuevos, un libro de química. Pero abruptamente cambió su tono de voz, se puso casi feroz, me incendió con una mirada que te atravesaba de terror puro, sospeché una lágrima en ellos. Meticulosamente profetizó el fin de su linaje, guerras a muerte, separaciones, tragedias. La historia de ese fin empezaba con una disputa entre Santiago y yo. Él había visto que esa disputa estaba golpeando la puerta, el le habría la puerta, pasó Santiago, se sentó frente a mi, me miró con un desprecio que luego no ha hecho más que intensificarse. Escupió mis zapatos nuevos y se fue. Justo antes de marcharse, escuchó lo que el nagual dijo en voz grave: ningún nagual es grande sin un gran enemigo.<br />Sé que el gran enemigo de un nagual sólo puede serlo otro nagual, y desde que el nagual Zacarías nos bendijo enemigos, tratamos de ser impecables en nuestro odio, ya que es lo único que nos hará llegar a nuestros destinos tan particulares. Santiago armó un grupo de conspiradores y poetas, yo perdí en sus manos el mío de filósofos y músicos. Santiago enamoró a Trinidad y le hizo un daño terrible. Yo deshice su grupo de conspiradores. Él me devolvió a Trinidad, pero me robó un hijo. Y Mariana... Y Mariana se pasea todavía entre ambos, más mía que de él, pero no del todo mía. Y a qué nos conducirá todo esto, no alcanzo a percibirlo. A qué atrocidades nos vemos sometidos, qué vergüenzas que llevará el guerrero a cuestas en su loco afán de infinito, cuando se queda vencido por ese enemigo que es el poder. Y Mariana ese indescifrable códice, esa luna en la tierra, esa maldición, ese paraíso. </span></p><p><span style="color:#ffff99;"><br /><br /> Mendoza, 26 de noviembre de 1999<div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1132493563030605392005-11-20T14:43:00.000+01:002005-12-08T12:02:07.236+01:00XI.Chau Patricio te volaste<a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/anec11.jpg"><span style="color:#9999ff;"><img style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/anec11.jpg" border="0" /></span></a><br /><span style="color:#9999ff;"><strong><span style="font-size:130%;">S</span></strong>i te dijera, amor mío,<br />que temo a la madrugada,<br />no se que estrellas son estas<br />que hieren como amenazas<br />ni se que sangra la luna<br />al filo de su guadaña.<br />Presiento que tras la noche<br />vendrá la noche más larga,<br />quiero que no me abandones,<br />amor mío, al alba,<br />al alba, al alba.<br />Luis Eduardo Aute.<br />Mano a mano. Al alba.<br /></span><br /><br /><span style="color:#ffff66;">Todo a tu alrededor de nuevo sin sentido, sin el habitual sentido y sin embargo con su propio y único sentido. <span style="color:#6666cc;"><strong>Saltá</strong>.</span> Y vos águila, vos viento viejo rugoso viento mágico águila vos viento. Las piezas desparejas de tu yo solícitas a la desintegración, la niña que <strong><span style="color:#6666cc;">saltá, es el rugido</span></strong> con esa voz te decía octubre y te decía intento, y vos llevado por el vuelo, por las horas que se escaparon así del tiempo. Sin comienzo <strong><span style="color:#6666cc;">el acecho del día, nagualito, viene</span></strong> sin iletrada pausa sin remota carencia, sólo el privilegio del águila fiera entre las montañas desdibujadas del ocaso <strong><span style="color:#6666cc;">tu fuerza es el crepúsculo dejate nagualito</span></strong> y entonces la niña en el peñasco, la niña asomada a la otra realidad y tus pies repletos de sombras y devenires, especialmente tus ojos, tu legado inescrutable <strong><span style="color:#6666cc;">saltá que viene.</span></strong><br />Victoria se queda sentada y se somete a los reproches. La vieja desparrama sus miserables improperios, Victoria es una luz que no se extingue, la silla que la sostiene proyecta minotauros en la cocina, la vieja saliva corre los dedos desordena el mantel se soba tiene los ojos de grasa las palabras sebáceas. Victoria se ensueña paseando en la bici del Patricio, la vieja: te manosea decí puta, ella que hasta sabe cómo la brisa los recrea volando en la bici por los caminos deshojados que va amontonando la primavera con desparpajo, la vieja: de dónde saliste tan arrastrada, ya vas a ver, y el Patricio entonces, cuando así andaban te decía Vicuñita agarrate que viene la curva del dragón de metal y la vieja: zorra que no te vea otra vez y ése. Victoria encierra en su espíritu el don de los chamanes, su retraso es sólo disfraz, sus ojos lo dicen ella no es idiota, la vieja sí y no lo sabe, con diecisiete años y tan puta, pero el Patricio te dijo con diecisiete años y tan águila despiadada, tan señora de luces y sombras, tan reverenciable te dijo, conozcamos al viejo nagual te dijo, adónde vas te dijo la vieja, al arroyo dijiste vos, adónde vamos le preguntaste al Patricio, en la casa de la cocinera la encontré le dijo él al chaman, ¿hasta esta hora en el arroyo? descreyó la vieja, hasta ver la luna le dijo Victoria.<br /><br />Vicuñita es la niña de los sortilegios, no heredará nada cuando la vieja se pudra, pero su herencia de fuego se la ha dado el viejo nagual cada tarde de día impar, le ha mostrado las paradojas de la percepción, le ha enseñado dónde se fractura el día y se vislumbra el allá. Ha conocido otros brujos, Estela le ha enseñado a cuidar su sexo, a no dejarse mentir por cualquier sinvergüenza, le ha dicho Vicuñita, que no te engañen, le ha dicho eres hermosa y los hombres son escoria, le ha dicho te has enamorado del Patricio pero es sólo el principio, luego lo amarás aún más, porque él te guiará hacia la libertad total, te ha dicho ¿entendés Vicuñita qué es un nagual?<br /><br />Y han pasado unos años de cuarzo, ha pasado un año y otro, un verano ha resucitado el otro verano, Victoria le ha dicho al Patricio ahora te llevo a volar y el Patricio le ha dicho ¿Vicuñita te parece? Y ella no ha dudado, ha caminado con él, ha preparado estrellas, se ha puesto hermosa, se ha puesto bruja, superpuesta en sus quehaceres ha visto una voz de brisa que le gritaba <span style="color:#6666cc;"><strong>llevateló, hacelo viento</strong>,</span> y Victoria primero con miedo, y con miedo luego, pero Vicuñita es tozuda, mirá que ya llegamos, pero falta más pregunta el Patricio, duda el nagual, teme los desamparos de la altura, los espíritus machacados en morteros, las viejas de fuego que con faldas de colores y percusiones de machi rasguñan la tierra con el útero y hacen brotar diamantes en las cascadas de agua, saben su aquelarre, lo esperan y el hombre al fin, miedoso, pero la voz<span style="color:#ff9966;"> </span><strong><span style="color:#6666cc;">el intento está suavecito, ponelo a montar</span>,</strong> pero Vicuñita aquí es amorcito, pero Victoria ¿te parece? pero la voz </span><span style="color:#ffff66;"><strong><span style="color:#ff9966;"><span style="color:#6666cc;">anda el intento a mano.</span><br /></span></strong><br />Te lleva la niña al borde, fijate que coraje tuvo, mirá que grieta abrió con su vulva en el horizonte anaranjado, mirá cómo te dijo metete por acá, mirá cómo te cagaste de miedo, cómo tres aves dibujaron augurios hacia el este, cómo las palabras de Zacarías te dijeron todo es magia, y luego <strong><span style="color:#6666cc;">saltá,</span></strong> ¿a qué le tenés miedo nagualito, Galito mío, Patricio, como querás llamarte, amorcito? Y vos temblando, ruge a lo lejos el sol que se muere, que se lleva las esperanzas del día y las amontona en las atestadas cuevas de la muerte, y Vicuñita te dice <strong><span style="color:#ff9966;"><span style="color:#6666cc;">besá mis pechos,</span> </span><span style="color:#6666cc;">mis ramalazos de azúcar,</span> </strong>y vos seguís pensando en el viejo nagual, su porte de trotamundos entristecido de ocasos, su reciedad de jabalí herido de muerte, su grito que también lo oyen las jarillas, el ombú, el atormentado búho, tenés tanto miedo nagualito, ¿por qué tan anaranjado, tan rosado, tan oscuro todo? ¿por qué este tiritar, por qué la vida está tan hecha de erizadas púas, por qué no venís Patricio, te espero a la vuelta del mundo desde el principio del mundo y vos qué decís Victoria, callate, y se despeña el zafiro del atardecer montaña abajo, gritan de terror las bestias, gritan como castrados de liturgia, como niños que no pudieron nacer y se devoran la nieve y te vomitan toda esa angustia, y vos sollozando por tu viejo nagual y ella metete, acá está el portal, y vos sentís aullidos, ronda de matronas incaicas ardiendo en llamaradas de letanías, Inti carajo está muriéndose al horizonte, le tenés miedo a los costados de las sombras, a los ojos de la Vicuñita que son galaxias y son un océano prehistórico que sucumbe, y vos no querés pero la voz es imperiosa <strong><span style="color:#6666cc;">el infinito está galopando para vos pendejo,</span></strong> y ella ¿a qué le tenés miedo nagualito? Y vos gritando: a vos, a enamorarme, al día, a mi, todo me apabulla. Y querés morir y no saltar, y ella hace el último ilimitado fogoso estrafalario inhóspito sacudido deplorado sangrado rastrero movimiento, te corta y te ama, te atormenta y te gusta, te alza en vuelo y te desgarra, te quiebra nagualito, ya no sos el Patricio, sos águila mundo puente Victoria, querés que todo quede así o que termine de pronto y adónde aparecerás, dónde te acabará de rumiar la noche, con la Vicuñita en tu carne, con el espacio infinito invadiendo tus ventrículos hasta que estalla tu yo tu forma tu miedo, tu niñez, tu algarabía, tu canción preciada, y te quedás vacío, nagualito<br />te quedás al borde<br />el camino ya no es tuyo Patricio<br />sentí esos gritos esas amarguras esas risas de vidrio<br />quedate sin forma, bajate al mundo pero no el mismo<br />quién sos Patricio, quién Victoria, </span><span style="color:#ffff66;"><strong><span style="color:#6666cc;">espanto y plenitud pero hueca<br /></span></strong>ay que tu ay es tan ay<br />tan ay<br />ay que se te va la vida en el vuelo<br />no serás nada luego, Galo te dirán, carcajada inequívoca tu nombre<br />estarás hecho de amor de furia de lo que te quitaron de lo que no fuiste<br />de infinito desamparo<br />andarás en el encantamiento del tiempomundomentira<br />nadie ay nadie ay nadie<br />no hay nadie tu vuelo acabará Vicuñita la soñaste rompiste hechizos </span><span style="color:#ffff66;"><strong><span style="color:#6666cc;">fiebre o soledad.<br /></span></strong><br /><br /></span><br /><div align="right"><span style="color:#ffff66;"></span></div><div align="right"><span style="color:#ffff66;">Mendoza, 28 de noviembre de 1999<br /></span><span style="color:#ffff66;">Galo </span></div><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1131392631536558782005-11-07T20:43:00.000+01:002005-11-07T20:43:51.556+01:00XXll. Cómo se fue Aureliano<span style="color:#9999ff;">"No hay hombre que en última instancia merezca el desdén y la ironía;<br />ya que, tarde o temprano, con divisas fuertes o no, lo alcanzan las desgracias,<br />las muertes de sus hijos, o hermanos,<br />su propia vejez y su propia soledad ante la muerte.<br />Resultando finalmente más inválido que nadie;<br />por la misma razón que es más indefenso el hombre de armas<br />que es sorprendido sin su cota de malla<br />que el insignificante hombre de paz que,<br />por no haberla tenido nunca,<br />tampoco siente nunca su carencia".<br /><br />Ernesto Sabato, Sobre héroes y tumbas, V</span><br /><br /><br /><br /><p><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/12.0.jpg"><img style="DISPLAY: block; MARGIN: 0px auto 10px; CURSOR: hand; TEXT-ALIGN: center" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/400/12.0.jpg" border="0" /></a><br /><br /><span style="color:#ffff99;">Para él, para ese abigarrado amigo que me deparara la vida, para Aureliano, el mundo estaba hecho de música. En su primera comunión, se escapó de los brazos que querían sujetarlo y jamás comulgó. Un coro de Haendel lo había fascinado a tal punto, que las vértebras habían entrado en resonancia, como si un ángel metiera su brazo de seda por su espinazo y lo agitara, lo levantara en el recinto, lo hiciera levitar. Atesoró el rosario que el padre Rómulo le obsequiara, presionando sus cuentas se inspiraba para componer, en sus frenéticas noches de insomnio y de pavura. Su madre le decía Aureliano, cuándo vas a estudiar, cuándo harás algo por esta casa, cuándo serás responsable, no ves tu padre cómo labura, no ves como yo, cuándo Aureliano, cuándo. Pero él corría hasta que su asma lo arrastraba, caído, sintiendo que su vida dependía del hilo de oxígeno que su garganta dejara pasar, sintiendo que el corazón, los sollozos, el día, sus miedos convulsionaban, sintiendo que un apagado lamento titilaba en sus venas, su vientre, levemente volvía al día, abría un recoveco, nacía de su cáscara y se le aparecía una música, unos acordes que besaban su pecho de pajarito huérfano, unas notas que brincando como renacuajos le hacían una historia de compases y violines, de octavas trayendo el aire, de bemoles acariciando su cansancio, su pena, su desazón, su predestinación de mártir, su martirio, su aureliana característica manera de victimarse ovillarse quedarse.<br /><br />Un día con Juan nos fuimos a Santiago de Chile a ver a Silvio. Cuando vio la guitarra acústica, Aureliano empezó a querer salirse de sus pies y quedarse a la orilla de Silvio, mientras las pocas luces hacían un perfil hechicero del trovador, mientras yo lloraba intensamente mientras volvía mi corazón hacia Casiopea y mientras Juan hacía de su fanatismo un curioso saltar masoquista, Aureliano mientras era más que Aureliano y mucho menos que ése que se dejaba maltratar por el asma, esa turbulencia de angustia que le hincaba los colmillos a su respiración y Casiopea allá pero acá, en el corazón la dulzura de Silvio, los tres siendo tan felices a pocos meses de que nos cayera encima tanta sangrienta nieve. Hace menos años, nos acordábamos con Juan de Aureliano mientras repetíamos como una letanía el estribillo mágico "cada vez que me amas, es un milagro" con Silvio y Aute, pedazo de amigo. Y extrañarlo ya es una vocación, somos brujos tan nostálgicos, quisiéramos que los amigos siempre se queden, pero ¿quién tiene las llaves que abren todos los cerrojos? El nagual debería, pero no es así, debería es una palabra tan áspera tan terrible tan cruz tan clavos. Aureliano se fue como se fue el unicornio de Silvio, como se fue la bondad de Santiago, como se fue atribulada de púas la madrina Sofía, como se fugó con las nereidas nuestra Lupe, como se fue mi inocencia una tarde de noviembre.<br /><br />Para Aureliano los géneros musicales eran una arbitraria disección de la belleza. Se ponía al piano del nagual Zacarías, como si abriera el cofre que esconde el tesoro más anhelado abría el piano, despejaba la sucesión blanca y negra que en instantes se sacudía pintando en el aire esa desgarradora sonata de Beethoven, o aquél vals de Chopin o aquella joya pura de Schubert, Aureliano encorvado en su piano era un héroe troyano, un legendario nigromante arrepentido, una vindicación de la vida, Aureliano era mi amigo pero cuando tocaba sus canciones era como un dios pagano, adivinaba costados inhumanos en sus posturas de entrega al inapresable hecho musical, lo veía desatando esos nudos esos adagios esos entreveros melancólicos y en mi alma se encendía un nuevo lucero cada vez. Oir a Aureliano era enriquecer de estrellas la noche constelada de cada cual, lo atroz y lo maravilloso urdían una trama única, las alas le salían a cualquier cosa y ya no te sorprendía entrar al comedor de cortinas blancas y olor a libros y encontrar cosas flotando, candelabros de bronce agitando sus alas, tenedores de plata danzando cascanueces, manteles fantasmando ventanas, cortinas como alfombras voladoras que emigraron de Oriente una tarde en que en algún jardín se quedó sin palabras un poeta y se quedó sin vino una copa de cristal que bebió una amada perdida. Un brujo amigo del nagual le hizo un violín, le dijo tomá tu Stradivarius, es hembra, dale aliento, contale fábulas, rompele las pautas, soltalo como se suelta un pájaro que morirá de pena en su jaula de oro.<br /><br />Aureliano tuvo un amor. Poco supimos, fue desgraciado, esas cosas unilaterales que se convierten en volcanes, pedruscos, lentas lluvias pesadas de invierno, magras miradas robadas, labios imaginados en un beso que jamás prosperaría. Sabemos que no se llamaba Natalia, pero para el sí. Una mañana, lo acompañé a esperar que Natalia saliera del colegio, me la señaló con entusiasmo, estábamos escondidos detrás de un árbol como a treinta metros. Supe que mi amigo tenía una extravagancia más: no amaba a una niña bella. Natalia era casi vulgar, de nariz decididamente fea, de frente acaso demasiado amplia, de pelo tal vez escaso para su cráneo y sus orejas, de cuello un poco delimitado por casualidad, de espalda ancha para esa cintura, de cintura ancha para esas piernas que acababan en pies anticipados por tobillos salientes y rodillas gordas. Sospeché que tampoco era dulce. Tenía una expresión cansada y entorpecida por un entrecejo quejumbroso, su boca dominada por un rictus de sutil desprecio, sus ojos como reclamando culpables. Aureliano me pidió que le escribiera una carta de amor, accedí, no del todo desinteresadamente (le costó un libro de Oliverio Girondo, ese que leo y releo cuando pienso en él y lo extraño). A los pocos días que Aureliano se fue, advertí con congoja que nunca se animó a dársela, la había firmado con su nombre, había adornado el sobre con guardas rosadas, cuántas noches se habrá sentido decidido a entregársela y cuántas veces habrá fracasado frente a esa niña difícil, esa niña de sus sueños que provocó tanta hermosa música en el Stradivarius de Aureliano.<br /><br />El nagual me dijo un día: Aureliano no nació para la brujería. Yo le dije entonces si había nacido para la amistad. Y él negó con la cabeza. Dijo: nació para extraviarse. Este día me lo acuerdo clarito: era agosto. Yo esperaba a Aureliano en una plaza, íbamos a ir al cine con Marina y Trinidad. Serían las cinco de la tarde cuando supe que él no vendría. Llamamos para confirmar que salió y no llegó nunca. A las dos horas volvió a su casa, donde lo esperábamos angustiados. Venía muy mal, la camisa sin botones, la cara cansada de llanto, los brazos lastimados, la boca hinchada. Lo que temíamos: Santiago y sus secuaces lo habían interceptado, me mandaron un "mensaje", fue la primera vez que supe del odio, fue la penúltima. Por si fuera poco la golpiza, le robaron la bicicleta, y lo abandonaron en medio de un ataque de asma, después del cual Aureliano perdió esa libélula delicada que es la inspiración. Se volvió muy parco, nos visitamos cada vez menos. Cuando le preguntaba al nagual qué pasaba el me explicaba cosas del honor, del cantar del mío cid, de los guerreros jaguares que no abandonaron la sitiada Tenochtitlán, de los caballeros templarios, de Manco Capac.<br /><br />Éste es parte del último diálogo que tuve con Aureliano, tal como lo recuerdo:<br /><br />- ¿Y ya no tocás, Aureliano?<br />- ¿Para qué?<br />- No sé. No se puede responder esa pregunta. Yo creo que...<br />- ¡Vos siempre opinando de todo! ¿Qué carajo sabés vos?<br />- ¿Te volviste loco? – le dije.<br />- ¿Dónde estabas cuando te necesité? ¿Con Trinidad, papando moscas? ¿Apretándote a la Marianita? ¿Leyendo tus libros de mierda?<br />- Pará, pedazo de hijo de puta, le dije – con este talante imposible que tengo a veces.<br />- ¡No paro nada! ¿Dónde estabas, te pregunté?<br />- ¿Cuándo, cuando te pegó Santiago?<br />- No. Cuando se puso de novio con Natalia.<br /><br />Hubo palabrotas luego. Empujones. Su asma, mi asco, su ultraje, mi ultraje, nuestra rivalidad absurda, nuestra amistad perdida. Yo buscaba un espacio de cordura donde prosperara algún acuerdo, el sólo quería tener más aire y más bronca, llorar menos, saberme odiar. Convenció a su madre para que lo inscribiera en un seminario en Córdoba, ya debe estar muy cerca de ser sacerdote. Tal vez ni siquiera se conmueva con Silvio, ¿andará por qué calles, cómo recordará nuestra adolescencia turbia? Lo que perdura inexplicable para mí es el grado de responsabilidad que me cabe. Hay días, que me acerco casi a la revelación, pero termino no llegando de todas maneras, supongo que debí hacer algo, entender que esa preciosa criatura que era mi Aureliano había trasladado la fuerza que se negó a si mismo poniéndola en mi porfiada costumbre de asumir las cosas, de hacerme a la vida como un toro bravío en una corrida donde todo se inclina en su contra. Supuso que yo sabría conseguir del mundo lo que él no pudo: el amor de una niña común y corriente. Supuso que yo recuperaría su bicicleta celeste. Supuso que yo coronaría su martirio dandole una paliza a Santiago. Supuso que yo actuaría a tiempo en ese extravío que lo alejaba de nosotros. Se equivocó en todo. Algo me dijo el nagual, no me permiten sus palabras el consuelo o la comprensión, pero agitan en mi corazón una pena que es fuerza también.<br /><br />- Un nagual hecho y derecho sabe vengarse, Galito.<br />- Pero, ¿por qué no me enseñó eso? ¿Por qué evitó tantas veces que enfrentara a Santiago y le diera su merecido?<br />- No entendiste. Venganza no es violencia bruta.<br />- ¿Cómo debería haberme vengado?<br />- Sabiendo amar a tu amigo. Vos lo hiciste tu enemigo, igual te pasó con Santiago. El amor es la venganza más impecable, la única reparación válida de cualquier daño que puede permitirse un hombre. Voy a morirme pronto, y siento que nunca termino de enseñarte y siempre siento el vacío de que no aprendés nada tampoco, nada de nada, Galito.<br /><br /></span></p><span style="color:#ffff99;"><p align="right"><br />Galo </span></p><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1130699029142458532005-10-30T20:11:00.000+01:002005-10-30T20:11:40.926+01:00XXIII. Esa mujer de niebla y su sobrina<a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/anec13.jpg"><img style="FLOAT: right; MARGIN: 0px 0px 10px 10px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/anec13.jpg" border="0" /></a><br /><span style="color:#9999ff;">Apaciblemente, envuelto en el tibio clima de serenidad codiciada, sintió la liviandad de su muerte artificial y diaria. Se hundió en una amable geografía, en un mundo fácil, ideal; un mundo como diseñado por un niño, sin ecuaciones algebraicas, sin despedidas amorosas y sin fuerzas de gravedad". </span><br /><br /><span style="color:#9999ff;">Gabriel García Márquez, Ojos de perro azul, La otra costilla de la muerte. </span><br /><br /><br /><span style="color:#ffff99;">Esa mujer se aparecía como si no quisiera imprudenciar pero a nadie le preocupaba aquello, usualmente nos quedábamos observando el detalle de rubio que derramaban los bucles de su pelo, o simplemente nos mirábamos enmudecidos de tanta arrogante belleza. Se vestía casi siempre de azul, y usaba un pañuelo de color claro en el cuello. Tal vez una capelina sensual, rara vez los labios de carmín ensangrentados. Su paso era inexplicablemente felino, venía como subida en una alfombra mágica de Turkestán y en su bijouterie uno adivinaba exóticos brillos, raras y menudas joyas que se habían quedado con algún pedazo de luna llena. En sus manos tenía una danza, en los tobillos una delicada pulsera de cuentas perladas, en los hombros estrechos una singular cadencia que involucraba no sólo su clavícula, sino su abdomen y sus pechos: respiraba como agitada por un baile o por una sosegada lujuria. Emitía un tenue resplandor, que también venía acompañado de un lejano aroma a hierbas aromáticas humedecidas por la lluvia.<br /><br />Sus costumbres eran pocas. Si descendía por la escalera que daba a las habitaciones de los mayores, seguía su rumbo sin inmutarse por cualquiera que la viera, iba con la mirada perdida, y sus pasos la acercaban sin prisa hacia la pared sureste del jardín interior, apenas rozaba las madreselvas, su pena buscaba algo en el muro devorado por las enredaderas y la rosa mosqueta. Si algún lunes venía, lo hacía con mesurado trote, pasaba por el frente de la casa y no llevaba sombrero ni sombrilla, con el pelo rubio y suelto, hasta desaparecer en el bosque de coníferas. Notábamos que llevaba sandalias beige y ninguna ornamentación especial. Su mejor llegada era los viernes, era sociable, se sentaba en las sillas de piedra del patio grande que daba al exterior. Estaba rubicunda de esperanza como si hubiera sido amada recientemente, los ojos azules parecían de celeste ceniza, preferían la luz deficiente, interrogaban sin esperar respuestas ni miradas que la correspondieran. Entonces usaba vestidos largos pero sugerentes, se cruzaba de piernas como una actriz de cine, pero su postura era fresca y no fingía ni sufría vanidad. Estaba afectada por la inminencia de algo triste, pero eso no nublaba del todo las estrellas de su boca. Traía boina en otoño, un rodete si estábamos a fin de mes, las uñas plateadas o de un rosa muy apagado. Su voz se deslizaba como la de una soprano afónica, alguna congoja secreta aferraba sus cuerdas vocales y le daba cierta ronquera de silencio que enamoraba. Se veía más alta los viernes, más lejana no obstante, más perdida para siempre. Muy de vez en cuando, venía con su sobrina.<br /><br />Lourdes era una niña dibujada con pereza por las manos del intento. Nunca se estaba seguro de sus rasgos, pero sí de sus dientes muy blancos, sus aros prominentes que le daban cierto aire tropical, su tez morena y cómplice de soles de estío. Los pasos que daba los acentuaba como el hada de azúcar de Tchaikovsky. Siempre reía, pero no alcanza su manantial como para colmar a quienes la veían. Sólo contagiaba un oscuro desdén. Variaba mucho su vestimenta, pero sus sandalias de cuero gastado con cordones teñidos de fucsia eran constantes. Quiso quedarse sorda después de que su tía, esa mujer, le hizo escuchar el claro de luna de Debussy. Lourdes dejó un sueño en sus tímpanos y quedó atascada su percepción a la repetición infatigable de aquella melodía que la arrebató. Mordisqueaba las hojas del naranjo, se afanaba en cavar pozos donde ocultaba un caramelo o una desmembrada barbie de cabellera desordenada y cabeza floja. Correteaba a los gatos de la madrina Sofía. Bebía del bebedero de Adonis que había hecho de yeso el jardinero Jacinto.<br /><br />Esa mujer la traía de su mano, pero en cuanto nos veía, Lourdes se sacudía virulenta hasta zafarse y pasaba ululando alrededor de nosotros, que la veíamos atónitos. Esa mujer nos miraba con gesto de disculpa pero no nos ocultaba una tímida sonrisa, desordenaba un poco los libros para hacernos entender que ella también era traviesa, solicitaba con la mirada una especial atención. Yo sentía una pena inmensa por ellas, me producían imágenes en el corazón que difícilmente pudiera yo describir con esta enumeración: un espejo de roble con una grieta ligera en la esquina opuesta a donde estaba tallado un angelito de ornamentación; una escalera de albañil veteada de pinturas varias; un velero demorado por el atardecer o por la lamentación de pescadores griegos; un temor de osamenta y piel gruesa venido encima con toda la desesperación de animal moribundo; una cajita de música con una bailarina precaria que entre campanas y polonesas significaba nostalgia irreparable; unos dedos acariciando un retrato; un retrato atosigado de reproches o retórica de setiembre; una casa humilde de paredes blancas y techo de paja donde al amparo de los humos de la cocina, una deshilachada virgen mantenía una fe; un hombre que se fue para siempre un domingo y sólo cuando quiso volver entendió lo inexorable de la palabra siempre; una canción reptando por las caderas de un laúd que un músico habrá vendido para comer.<br /><br />- Los fantasmas son seres desdichados – me dijo el nagual Zacarías. Me explicó que están atrapados en un pliegue del tiempo, ocultan el eco del intento que los tejía como capullos en esa arruga, suceden pero no transcurren. Sus afectos son su poder, pero carecen de la facultad de evocación, entonces su copa está rota y no pueden retener ningún sentimiento. Ven que pasa el amor, pasa el odio, pasa el miedo. Lo sienten pero no les pasa a ellos. No pueden ser sujeto de ningún verbo, su semi vida sencillamente sucede, no pueden ser protagonistas, no concatenan lo vivido para recordar, no dejan huella y nunca llegan a donde iban. Se extinguen paulatinamente, si la gente los va olvidando ellos se van deshaciendo, ese pliegue donde estaban se hace menos pronunciado cada vez y ya no pueden esconderse allí. Un día, como una candela que agota su mecha, suben en una especie de neblina y se dejan respirar por los vivos.<br /><br /></span><div align="right"><br /><span style="color:#ffff99;">Galo </span></div><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1130017844606243612005-10-23T12:07:00.000+02:002005-10-23T00:07:55.223+02:00XIV. Un verano y un febrero que no se llevó el tiempo<span style="color:#9999ff;"></span><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/Anecdota14.jpg"><img style="DISPLAY: block; MARGIN: 0px auto 10px; CURSOR: hand; TEXT-ALIGN: center" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/400/Anecdota14.jpg" border="0" /></a><br /><br /><table id="HB_Mail_Container" height="100%" cellspacing="0" cellpadding="0" width="100%" border="0" unselectable="on"><tbody><tr height="100%" unselectable="on" width="100%"><td id="HB_Focus_Element" valign="top" width="100%" background="" height="250" unselectable="off"><div align="left"><span style="color:#9999ff;">Apaciblemente, envuelto en el tibio clima de serenidad codiciada, </span></div><div align="left"><span style="color:#9999ff;">sintió la liviandad de su muerte artificial y diaria.</span></div><div align="left"><span style="color:#9999ff;">Se hundió en una amable geografía, en un mundo fácil, ideal;</span></div><div align="left"><span style="color:#9999ff;">un mundo como diseñado por un niño, sin ecuaciones algebraicas,</span></div><div align="left"><span style="color:#9999ff;">sin despedidas amorosas y sin fuerzas de gravedad.</span></div><div align="left"></div><div align="left"><span style="color:#9999ff;"></span></div><div align="left"><span style="color:#9999ff;">Gabriel García Márquez.</span></div><div align="left"><span style="color:#9999ff;">Ojos de perro azul, La otra costilla de la muerte.</span><br /><br /><span style="color:#ffff99;">Esa mujer se aparecía como si no quisiera imprudenciar pero a nadie le preocupaba aquello, usualmente nos quedábamos observando el detalle de rubio que derramaban los bucles de su pelo, o simplemente nos mirábamos enmudecidos de tanta arrogante belleza. Se vestía casi siempre de azul, y usaba un pañuelo de color claro en el cuello. Tal vez una capelina sensual, rara vez los labios de carmín ensangrentados. Su paso era inexplicablemente felino, venía como subida en una alfombra mágica de Turkestán y en su bijouterie uno adivinaba exóticos brillos, raras y menudas joyas que se habían quedado con algún pedazo de luna llena. En sus manos tenía una danza, en los tobillos una delicada pulsera de cuentas perladas, en los hombros estrechos una singular cadencia que involucraba no sólo su clavícula, sino su abdomen y sus pechos: respiraba como agitada por un baile o por una sosegada lujuria. Emitía un tenue resplandor, que también venía acompañado de un lejano aroma a hierbas aromáticas humedecidas por la lluvia.<br />Sus costumbres eran pocas. Si descendía por la escalera que daba a las habitaciones de los mayores, seguía su rumbo sin inmutarse por cualquiera que la viera, iba con la mirada perdida, y sus pasos la acercaban sin prisa hacia la pared sureste del jardín interior, apenas rozaba las madreselvas, su pena buscaba algo en el muro devorado por las enredaderas y la rosa mosqueta. Si algún lunes venía, lo hacía con mesurado trote, pasaba por el frente de la casa y no llevaba sombrero ni sombrilla, con el pelo rubio y suelto, hasta desaparecer en el bosque de coníferas. Notábamos que llevaba sandalias beige y ninguna ornamentación especial. Su mejor llegada era los viernes, era sociable, se sentaba en las sillas de piedra del patio grande que daba al exterior. Estaba rubicunda de esperanza como si hubiera sido amada recientemente, los ojos azules parecían de celeste ceniza, preferían la luz deficiente, interrogaban sin esperar respuestas ni miradas que la correspondieran. Entonces usaba vestidos largos pero sugerentes, se cruzaba de piernas como una actriz de cine, pero su postura era fresca y no fingía ni sufría vanidad. Estaba afectada por la inminencia de algo triste, pero eso no nublaba del todo las estrellas de su boca. Traía boina en otoño, un rodete si estábamos a fin de mes, las uñas plateadas o de un rosa muy apagado. Su voz se deslizaba como la de una soprano afónica, alguna congoja secreta aferraba sus cuerdas vocales y le daba cierta ronquera de silencio que enamoraba. Se veía más alta los viernes, más lejana no obstante, más perdida para siempre. Muy de vez en cuando, venía con su sobrina.<br />Lourdes era una niña dibujada con pereza por las manos del intento. Nunca se estaba seguro de sus rasgos, pero sí de sus dientes muy blancos, sus aros prominentes que le daban cierto aire tropical, su tez morena y cómplice de soles de estío. Los pasos que daba los acentuaba como el hada de azúcar de Tchaikovsky. Siempre reía, pero no alcanzaba su manantial como para colmar a quienes la veían. Sólo contagiaba un oscuro desdén. Variaba mucho su vestimenta, pero sus sandalias de cuero gastado con cordones teñidos de fucsia eran constantes. Quiso quedarse sorda después de que su tía, esa mujer, le hizo escuchar el claro de luna de Debussy. Lourdes dejó un sueño en sus tímpanos y quedó atascada su percepción a la repetición infatigable de aquella melodía que la arrebató. Mordisqueaba las hojas del naranjo, se afanaba en cavar pozos donde ocultaba un caramelo o una desmembrada barbie de cabellera desordenada y cabeza floja. Correteaba a los gatos de la madrina Sofía. Bebía del bebedero de Adonis que había hecho de yeso el jardinero Jacinto.<br />Esa mujer la traía de su mano, pero en cuanto nos veía, Lourdes se sacudía virulenta hasta zafarse y pasaba ululando alrededor de nosotros, que la veíamos atónitos. Esa mujer nos miraba con gesto de disculpa pero no nos ocultaba una tímida sonrisa, desordenaba un poco los libros para hacernos entender que ella también era traviesa, solicitaba con la mirada una especial atención. Yo sentía una pena inmensa por ellas, me producían imágenes en el corazón que difícilmente pudiera yo describir con esta enumeración: un espejo de roble con una grieta ligera en la esquina opuesta a donde estaba tallado un angelito de ornamentación; una escalera de albañil veteada de pinturas varias; un velero demorado por el atardecer o por la lamentación de pescadores griegos; un temor de osamenta y piel gruesa venido encima con toda la desesperación de animal moribundo; una cajita de música con una bailarina precaria que entre campanas y polonesas significaba nostalgia irreparable; unos dedos acariciando un retrato; un retrato atosigado de reproches o retórica de setiembre; una casa humilde de paredes blancas y techo de paja donde al amparo de los humos de la cocina, una deshilachada virgen mantenía una fe; un hombre que se fue para siempre un domingo y sólo cuando quiso volver entendió lo inexorable de la palabra siempre; una canción reptando por las caderas de un laúd que un músico habrá vendido para comer.<br />- Los fantasmas son seres desdichados – me dijo el nagual Zacarías. Me explicó que están atrapados en un pliegue del tiempo, ocultan el eco del intento que los tejía como capullos en esa arruga, suceden pero no transcurren. Sus afectos son su poder, pero carecen de la facultad de evocación, entonces su copa está rota y no pueden retener ningún sentimiento. Ven que pasa el amor, pasa el odio, pasa el miedo. Lo sienten pero no les pasa a ellos. No pueden ser sujeto de ningún verbo, su semivida sencillamente sucede, no pueden ser protagonistas, no concatenan lo vivido para recordar, no dejan huella y nunca llegan a donde iban. Se extinguen paulatinamente, si la gente los va olvidando ellos se van deshaciendo, ese pliegue donde estaban se hace menos pronunciado cada vez y ya no pueden esconderse allí. Un día, como una candela que agota su mecha, suben en una especie de neblina y se dejan respirar por los vivos. </span></div><span style="color:#ffff99;"><div align="right"><br /></span><span style="color:#ffff66;"><br /><span style="color:#ffff99;">Mendoza, 8 de diciembre de 1999 </div></span></span></td></tr></tbody><div></div><div></div><div></div><div></div><div></div><div></div><div></div></table><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1129489819208659332005-10-16T21:31:00.000+02:002005-10-16T21:34:05.030+02:00XV. El primer enemigo y el primer aliado<blockquote><img style="DISPLAY: block; MARGIN: 0px auto 10px; CURSOR: hand; TEXT-ALIGN: center" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/anec153.jpg" border="0" /></blockquote><br /><br /><span style="color:#9999ff;">Tras de una pasión y un sueño<br />se fue a los campos confusos<br />y allí lo retó a pelea<br />¡al enemigo del Mundo!<br />Y venció, porque su pecho<br />dulce fe tomó por rumbo.<br />Juan Draghi Lucero.<br />Las mil y una noches argentinas, El negro triángulo.<br /></span></span><br /><br /><span style="color:#ffff99;">Entre el miedo y yo no siempre existió la misma relación, pero siempre el lazo que nos unía era estrecho. Circunstancias que en otras personas serían sólo motivo de sorpresa, en mí significaron a veces puertas abiertas por las que circularon bestias de temor. Era dado a la morbidez: mi infancia era triste sin causa aparente. La filatelia o los libros de zoología alejaban algunos temores; el piano, los libros y el ajedrez los traían de regreso. Antes de que mi corazón se agitara por el amor, muchas veces quiso huir al trote empujado por miedos irracionales. Perdí a Dios de forma precoz: creo que a los seis años ya no quedaban rastros de aquella fe que iluminó mi alma en el primer tramo de vida, fe que puso con manos de hada mi abuela Angélica. Me gustaba que mis padres me dejaran en su casa: yo dormía con ella, la cercanía del jardín se hacía sobrenatural después del atardecer, en que se metían lamentos de grillos y perfume de azahar o menta por la ventana entreabierta en verano. También se sospechaba la tertulia de los malvones. En la pared opuesta, un espejo en el ropero significaba otra ventana abierta a sabe Dios qué mundos espantosos. Mi ángel de la guarda era robusto y bueno, bastaba cerrar los ojos y rezar suavemente. Mi abuela era protección también, pero si se dormía antes que yo, quedaba expuesto a la oscuridad, a la noche que afuera me miraba por la ventana, al espejo en el que las sombras tenían raros antojos, a la puerta entreabierta que daba a un pasillo que recorría atribulado para llegar al baño. El miedo quería que yo diera aquellos pasos: mi vejiga se ponía insoportable cuando lo que más deseaba era dormirme tapando mi rostro con las sábanas. Un despertador pautaba el silencio, fosforecían sus agujas y lo veía un cómplice incondicional de mis fantasmas.<br />Ilustraré con algunos pocos ejemplos de qué manera el miedo habitó en mí. Tenía cinco años, comía turrón en la cocina de la abuela. Sospechaba que me distraían, pues nunca me ofrecían algo dulce antes de cenar, y menos si se trataba de nochebuena. De pronto, sentí campanitas en el living, oí una risa ronca. Cerré los ojos y esperé lo peor. Casi a empujones me llevaron hacia la vieja chimenea, me imploraron que abriera los ojos. Yo estaba aterrado por esta revelación: papá Noel existía. (Pueden leer Santa Claus en lo que dije antes, aunque no sea lo mismo: papá Noel es amigo de los pobres). De algún modo, ese hombre gordo y sobrenatural había torcido las leyes de la física, había evitado el hollín, había dejado en un rincón regalos para mi hermanita Valeria y yo. Había posado su carruaje y sus renos en el techo donde yo escondía dibujos de ángeles y platos voladores, un insectario, una compleja computadora de botones falsos y contactos de metal, alambre, sogas y plástico. Pero lo que más me asustaba era que conociera mis gustos, que una carta escrita con desdén en una hoja del cuaderno de la escuela le hubiera llegado, allá donde fuera que viviera, y se había tomado la molestia de llegar a tiempo para proporcionarme una alegría que no fue tal hasta que el miedo se fue. Examiné al otro día, en la eterna siesta de navidad donde la gente acusa el golpe de los excesos y la tristeza, el techo, la boca de la chimenea, busqué el menor rastro que acentuara la magia de la noche. Creí hallar pruebas o acaso las hallé. Claramente, al menos para mí, alguien había descendido por la chimenea, la agitación de las cenizas perennes en las paredes lo confirmaba. Esto le dio prestancia a mi temor. Me decidió a conservarlo, me instó a estar atento en la próxima nochebuena. Aceché. Al otro año, establecer que la risa ronca era la de mi padre, verlo ubicar los regalos, no ahuyentó del todo mis sospechas. Supuse que el taimado de papá Noel había urdido esa estrategia para que no lo descubriera: pedirle a papá que hiciera su tarea. Pocos días más tarde, me alegré de mantener el asombro, pero eso llevó mis miedos a una exagerada proporción en relación con mis otras emociones. La madrugada del seis de enero, juraría que vi de reojo la sombra de un camello. Iba al baño como de costumbre, tenía terror de mirar hacia el living donde el arbolito emitía espectrales luces rojas y verdes. Pudo más el rabillo del ojo izquierdo, una gigantesca proyección jorobada se agitaba con las cortinas. Paralizado de terror, sólo atiné a esconderme en el baño. Tapé mis oídos, no quería oír cuando bebieran el agua o acabaran con la frugal ofrenda de pasto. Temía escuchar a Melchor comentando con otro rey si habían traído la bicicleta solicitada por un tal Diego Galo. En el discreto pesebre de yeso con figuras despintadas, Melchor era el rey más sabio para mí. Los otros dos eran sencillamente generosos. Cuando conocí al nagual Zacarías, supe que en Melchor puse esa admiración que por el momento no le prodigaba a él. Me fascinaba establecer las jerarquías, aunque yo terminara subordinado. Con los años, eso no me satisfizo.<br />Otro episodio. Esta vez acompañaba al nagual y a Tahúr, que iban a una estancia en San Luis a visitar unos "compadres". De esa forma le llamaban a los brujos. Hicimos noche en medio del campo. Una fogata, una guitarra de la que Tahúr extrajo la melodía precisa para acompañar sus versos magníficos. Sentía mi espalda descubierta, el amparo de las llamas me abrazaba de frente, pero hacia atrás cualquier atropello de la noche era factible. El nagual empezó a contar anécdotas y supersticiones de la gente del campo. Esa oscura mitología me atrajo siempre: nunca sin embargo la pude separar de ciertos miedos viscerales. El estado de sugestión se hizo físico: me estremecía. No hallaba en los viejos ninguna contención, de cierta manera me hallaba completamente desprotegido. Incluso pensé que habían bebido demasiado, que mi sobriedad sería mi peor enemiga al enfrentar cualquiera de los horrores que sospechaba acontecerían. Los caballos se pusieron intranquilos. Alcé la vista: una estrella creció ante mis ojos temblorosos. Alteró su color: abandonó la serena claridad azulada y se hizo roja, lila y amarilla. Su forma se expandió, le salieron llamas de los costados, llamas de gasa de vidrio de luz fría de cientos de candelas puestas a arder la hicieron elíptica, fue más ancha que la luna. Luego oscilaron luces a su alrededor tejiendo formas de campanas o de hongos, adiviné ventanitas, no pude (no quise) cerrar los ojos. La "estrella" se desplazó en dos direcciones: sureste, noroeste. Hizo un surco en el cielo, iluminó todo lo que nos circundaba. Todos los sonidos del campo y de la noche se desvanecieron. Un silencio que zumbaba, una parálisis del tiempo, eso sucedió. Muy lejos, aullaron perros. En instantes, la estrella de terror ascendió vertiginosamente, dejó tras de sí una estela de plata o de humo que también cedió paulatinamente. Los viejos tenían una extraña mirada. Se había ido la rubicundez de la alegría sin sentido que tenían hasta hacía un rato. Su rostro estaba parco, sus arrugas menos marcadas porque la lisura del espanto llevado en silencio las disimulaba. Sus ojos decían tantas cosas que no podía captar. En vano los interrogué sobre aquello. Por la mañana, el nagual accedió a confesarme algo que me sumió en las entrañas mismas del Behemoth: "no sabemos qué mierda son, qué hacen, qué quieren; han estado siempre; algún día, tal vez, sabremos: tal vez será tarde entonces".<br />Otra forma de miedo conocí cierta vez que visitamos un demente alquimista. Era amigo de la infancia de Ramiro, vivía en Neuquén, tenía dos esposas y las dos lo odiaban. En un miserable laboratorio juraba poseer la piedra filosofal. Con el nagual lo visitamos por otras razones: una pócima muy efectiva que preparaba para tratar la hepatitis. En la comunidad había un pequeño brote, del cual habían sido víctimas Gabriela, Omar, Juan y Lucía. No es menester relatar lo estrafalario de aquel laboratorio, me fascinó pero a la vez tenía repudio por la mugre, por el exagerado desorden que irradiaba una confusión amenazadora. Libros viejos, páginas de libros viejos, envilecidas por demasiadas lecturas y por la humedad, diarios, precario instrumental de química, ollas quemadas y de pintura saltada, olor a mercurio o a veneno para ratas. En el sótano, se jactaba de tener embalsamado un gnomo de una mina de cobre del sur de Chile. No alcanzó la curiosidad para vencer mi terror: no accedí a verlo. Pero tuve la desgracia de conocer a Marcelito, uno de los catorce hijos del viejo loco, podrido en sífilis. Era un niño con problemas: la dolencia se llama hidrocefalia, para mí era una especie de maldición retorcida. Estaba en una sillita para niños adaptada a su cuerpo esmirriado. Su cabeza desproporcionada tenía prominencias imposibles, sus ojos estaban tan separados que parecía un pez abisal, un tubo amarillento vaciaba líquido de su frente en su estómago. Tenía una jardinera marrón, un rosario colgado del cuello, unas ojeras inusuales, tres penosos años; nos miraba con una pregunta demasiado clara para su edad: por qué. Jamás olvidaré esa cabeza monstruosa, ese corazón que ya no late (murió a los pocos años), esa confusión ósea, ese desamparo atroz. Se conecta en el mapa del miedo con otro recuerdo, más vago, pero vecino a éste. En un museo de ciencias naturales de San Juan, un cordero de dos cabezas. Lo sé, es una mera distracción genética. Pero mi infancia se pobló de tantas cosas no bienvenidas, que sufría de veras. No le permitía al universo esa variedad que se extendía en el sentido del horror, quería reducir mi mundo a las cosas amadas y las que significaban misterio, pero bonitos misterios: el nacimiento de un gato, una plantita que germinaba en un frasco de mayonesa, el roce de unas sábanas limpias, un chocolate con churros una mañana fría de 9 de julio, una canción aprendida de memoria en la radio, un autito pintado de naranja con témperas y que maniobraba como el "general Lee" de los Dukes de Hazzard, una niña rubia que veía pasar cada día llevando un cocker marrón y blanco, un libro de tapas azules con dibujos de dragones y princesas, una partitura de Schubert, una colección de fichas de animales donde prefería los canguros, los felinos, los delfines y las mariposas.<br />No veía al miedo como un enemigo, y aún faltaban varios años para enfrentarlo y más años para lograr mi primer victoria real sobre él. Era un compañero inteligente. Su voz no solía equivocarse, me enseñó la repugnancia, la desesperanza, el martirio de la imaginación mórbida, el acecho del cazador, el paso firme que separa al guerrero de su propia cobardía. Nunca accedí a la voz sugestiva de la cobardía: pero a mi miedo siempre le escuché consejos. Acomodado en el núcleo de mi percepción, me brindaba privilegiada vista de cernícalo. Cuando era muy evidente, tonificaba mis músculos y le daba a las noches la belleza siniestra que me llevaba a romper los lazos con el mundo de la primera atención, me alzaba hacia mundos que no podría describir. Un día el nagual me indicó que estaba maduro para deshacerme del miedo, pero me resistí mucho a aquello. Sin el miedo, temía perder profundidad en el pensamiento, temía caer en la ligereza despreocupada y perder la capacidad de asombro. No entendía que vencer al miedo era convertirlo en aliado, pues de forma natural, mi infancia tuvo esa relación con él por encima de todas. Vencer el miedo significaría años después abrazarme a él sin recelo, asumirlo plenamente, despojarlo de su zona turbia, prevenirlo de asco, sostenerlo encendido contra viento y marea. En pocas palabras: arribar a la américa desconocida que llamamos valentía con las carabelas del miedo intactas de fe y de viento.<br /></span><div align="right"><br /><br /><span style="color:#ffff99;"><em>Mendoza, 19 de diciembre de 1999</em> </span></div><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1128819233339678442005-10-09T13:39:00.000+02:002005-10-09T13:39:12.850+02:00XVI. Carta de amor y despedida<div align="left"><span style="color:#9999ff;">Nadie comprendía el perfume<br />de la oscura magnolia de tu vientre.<br />Nadie sabía que martirizabas<br />un colibrí de amor entre los dientes.<br /><br />Mis caballitos persas se dormían<br />en la plaza con luna de tu frente,<br />mientras que yo enlazaba cuatro noches<br />tu cintura, enemiga de la nieve.<br /><br />Entre yesos y jazmines, tu mirada<br />era un pálido ramo de simientes.<br />Yo busqué, para darte, por mi pecho<br />las letras de marfil que dicen siempre,<br /><br />siempre, siempre: jardín de mi agonía,<br />tu cuerpo fugitivo para siempre,<br />la sangre de tus venas en mi boca,<br />tu boca ya sin luz para mi muerte.<br /><br />Federico García Lorca.<br />Gacela del amor imprevisto.<br /></span><br /><br /><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/anec167.jpg"><img style="DISPLAY: block; MARGIN: 0px auto 10px; CURSOR: hand; TEXT-ALIGN: center" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/anec163.jpg" border="0" /></a><br /><br /><span style="color:#ffff66;">Amada, sé que ninguna de las palabras que iré poniendo en esta carta bastarán para arrancarte este dolor. Pero permitime que me acerque a vos desde la sinceridad de las mismas: en ellas trataré de que este adiós no te deje tan llena de dudas. Sé lo hermoso que ha sido nuestro amor, sé que despoblarás los días al irte de mi vida, sé que me quedaré con el alma hecha trizas. Pero entenderás que nací en el mundo de manera diferente, puesto a perseguir una lejana esperanza que acaso sólo sea una utopía, inalcanzable como tal. Ahora te veré atando cabos, relacionando cosas que te dije con estas que te digo ahora. Querrás acaparar en tu desdicha la razón de nuestra separación, y no podrás hallarle sentido a lo que te digo: nos separa el infinito, nos separa el amor.<br />No estoy huyendo de los compromisos, pero en cierta forma no estoy de acuerdo en ceñir los sentimientos en esas formas más elaboradas de la prisión que son las relaciones formales. No necesito para amarte que te sepas mi novia, o mi esposa. No me veo yo en esos roles porque la maldición de sentirme un espíritu libre me conduce inevitablemente a la soledad. Lo sé, tercamente voy hacia lo desconocido, y llevo conmigo un corazón que se enamoró de vos y no te olvidará. Pero tus expectativas, amada, son tales, que ya me veo no cumpliéndolas. Una torre de promesas querrás alzar para que no me vaya, y no podrás retenerme porque es mi muerte la que tira de mí. Apenas me deja en paz unas horas, me lleno de sueños imposibles y me imagino en esa casa soñada siendo el papá de tus hijos. Pero regresa, regresa con la angustia y con los azotes de la sobriedad. Las tormentas de mi corazón van a dar contra la serenidad de sus murallas y mi marea se tranquiliza. Salgo del tiempo y veo que nada tendrá sentido si no obedezco a ese llamado, esa voz que me quiere libre, libre de vos y libre de mí.<br />Me sueño águila sostenida en el aire por los ojos del día. Me sueño delfín en los mares añiles que ningún barco acarició con estelas de espuma y sacudones de proa. Me sueño mariposa transparente en un jardín que se sosiega al crepúsculo mientras se muere un poeta o un valiente. Me sueño en una galaxia remota, con estrellas proféticas anudando mis arterias a esos destinos colosales que uno asociaría con la palabra eternidad. Me sueño lágrima y puente, hombre de alas y hombre de besos, me siento latido rugido entrega risa torbellino mundo. Hay días en que me decías que andaba muy callado, y es porque mi único amo, que es el silencio, tenía sus dedos en mi garganta y hacía huecos en mi ventrículo izquierdo, desde el cual una ventana y un hilo carmesí hacían tirabuzón en mi estrella del oriente. Ahora mismo sé que pensarás que deliro, y sin embargo, lo que acabo de decirte es perfectamente comprensible en el lenguaje que habitualmente manejo con los míos. No. No cometás ese error: no te incluyo entre los míos, y no es porque no te ame, dulzura mía, es porque me refiero a aquellos que están ligados a la verificación de ese destino de libertad del que te hablaba. Vos estás en otra vereda, otro sendero, tus pies de tierra caminan con alborozo los caminos de la tierra, tu belleza luminosa se estremece con la simple alborada, tus manos trabajan el mundo y lo hacen y deshacen sin mayores complicaciones. Nosotros somos como habitantes forasteros, estamos de paso, ninguna casa es la nuestra, ningún árbol nos pertenece, sólo nos cobija el sol y nos consuela la luna, no dejamos huellas porque no somos del tiempo, nuestra patria se extinguió hace milenios, somos errantes y nuestra sangre lleva lava y diamantes, lleva corales, lleva martirios, lleva una venganza que sólo sostenemos como meta trivial para seguir andando, lleva un sueño a cumplir allí donde se rasga el velo del mundo.<br />Ayer trataba de explicarte un poco cómo era todo esto. Pero noté que se opacaba tu mirada y preferías entretenerte en hacer palomitas de papel con las servilletas. Me dolió pero lo sabía: un día llegaría el día de seguir sin vos. A tu lado fui tan feliz que si pienso en ello, se debilita la voluntad que tendrá que alejarte, y demoraré indefinidamente algo que tarde o temprano sucederá, insistiendo en herirnos y haciendo todo mucho más difícil. No me enamoré de otra mujer, aunque no sería raro en mí dado mi ánimo soñador y mi ocurrente lujuria. Simplemente te dejo porque me siento un guerrero. Mi abuelo (que no es mi abuelo, es mi guía y se llama Zacarías, no se llama Alberto) diría que estoy hablando de más, y tendría razón. Un guerrero no se enreda en tantas explicaciones, eso significa que intento vivir como guerrero y mientras tanto, cierta humanidad que en el fondo es debilidad, me lleva a realizarte alguna que otra confesión. Dirás que soy despiadado: yo me enorgullecería de ello, aunque no concibas lo que te digo. Y al hacerte daño, reviso mis valores y reflexiono seriamente si quiero seguir en este camino. Y sí, me respondo que sí. Que sí. Seguiré porque acaso no tengamos nada más noble que obedecer el grito del destino, esa inasible fuerza que a veces, como vocación, nos lleva de un lado para el otro.<br />Creemos en el desapego. No significa que siempre lo podamos ejercer con ligereza. Más bien nuestro desapego está hecho de cierta costumbre que tenemos de despedirnos de todo en todo momento. Eso le da un relieve insospechado al presente, pero su precio es la ruptura que no se detiene de todos los atavismos que mal que bien, y como seres humanos, nos dan seguridad. Hay un saboteador en nuestra sangre que continuamente malogra nuestra dicha con su sermón: todo pasará. Y esa misma frase viene en nuestro auxilio cuando un dolor nos ha despedazado: también pasará este dolor. A la luz de esta inobjetable verdad, disfrutamos de todo con la máxima intensidad, pues lo sabemos todo pasajero. Ahora veo pasar nuestros días felices, nuestros besos, nuestras confidencias, tus pechos que parecían hechos para caber en mis manos y en mi boca, la caricia de tus ojos de almendra puestos en los míos y amándome sin saber que un día te dejaría así, sin argumentos que podás considerar de peso, dejando en el abrazo donde antes entraba yo, un espacio sin aire, sin fuego, un recuerdo que ni siquiera quiere insistir en quedarse con vos.<br />Amada mía, acaso me sigás viendo de vez en cuando. No busqués en mí a ése que te amó hasta hoy. Acongojado y lleno de contradicciones, he acabado hoy con él. He quemado tus cartas de amor, no usaré la ropa que me regalaste, el osito Gastón se lo di a mi hermana, ya no hay fotos nuestras. Lo que fuimos cuatro años ya es sólo un largo sueño maravilloso. Exigencias brutales me sacan de tu lado, algo así como el arte de quedarse liviano significa dejarte, quedar desprovisto de la costumbre de verte, de que estés en tu casa o en tu cama para mí. Permitite el perdón, no me odiés porque yo no dejaré de amarte jamás. El guerrero se lleva a su siempre todo lo que adoró en la vida, no lo lleva como equipaje o accesorios, lo lleva en su constitución etérea: el guerrero deja el mundo pero está hecho de sus afectos, su tristeza, su voluntad, su hidalguía. Amor de mi vida, en mi sangre estás ahora, nadie usurpará ese sitio, quiero que seas feliz, muy feliz, sin mí.<br /><br />Tuyo, pero libre, te ama<br />Diego </span></div><span style="color:#ffff66;"><div align="right"><br /><br />Mendoza, 19 de diciembre de 1999 </span></div><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1127940483656764232005-09-28T22:55:00.000+02:002005-09-28T22:57:28.410+02:00XVII. El asedio del felino<span style="color:#9999ff;"><br />"me pongo la luna como una flor de jacinto la moja mi lágrima lúgubre<br />ahíto estoy y anda mi vida con todos los pies parecidos<br />crío el sobresalto me lleno de terror transparentees<br />toy solo en una pieza sin ventanas<br />sin tener qué hacer con los itinerarios extraviados"<br /><br />Pablo Neruda, Tentativa del hombre infinito. </span><br /><br /><p><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/anec171.jpg"><img style="DISPLAY: block; MARGIN: 0px auto 10px; CURSOR: hand; TEXT-ALIGN: center" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/400/anec171.jpg" border="0" /></a><br /><span style="color:#99ff99;">(A Carlos Castaneda, en el día de su nacimiento)</span><br /><br /><span style="color:#ffff66;">Antiguas leyendas me llevaban a imaginar que lo imaginario, valgan redundancias, era sólo un paraje donde todo era posible, pero todo era falso: no toleraba contraste con el mundo "real". Entre ese complejo mecanismo de fábulas que se desarrolló en mi infancia gracias a la lectura de preciosos libros, se inmiscuyó lo cotidiano hasta que la sospecha de que la distinción entre ficción y realidad era ilusoria. ¿Cuantas leyendas nos hablan de transformaciones de hombres en animales? Las más célebres hablan de licántropos, hombres hechos lobos por la influencia nefanda de la luna llena. Sin ir más lejos, en nuestro folklore se decía que el séptimo hijo varón siempre sería lobizón, y sólo podría ser muerto por una bala de plata. ¿No convirtió Circe a un puñado de marinos en una vulgar piara? ¿No soñó un escritor con un hombre que se convertía en vampiro y sostenía su semivida eterna a expensas de sangre y lujuria? Me propongo describir de qué manera estos mitos adquirieron un día, para mí, el aspecto revelador de hechos verdaderos tocados de perfil por la superstición o la literatura.<br /><br />En una casita de piedra, cercana a un barranco temible, vivía don Domingo. No tenía más de tres dientes, montones de años, un perro sarcásticamente famélico, un viejo poncho comido por las polillas, una mesa de tres patas que en su inclinada tozudez amenazaba volcar el infaltable vino de los jarritos de lata, o le hacía perder el equilibrio a las llamas de un candelabro de plata que heredó de su tata cuando el tata era rico y entenado, o era mejor ladrón, quién sabe. Había escrito en todas las paredes con carbón el nombre de una amada perdida: Griselda. Decía que de ese modo tenía atrapada su alma y no le permitía morirse. Pero ciertos días la casa apestaba de fantasmas y si uno descuidaba el detalle de permanecer sobrio, una Griselda cualquiera usurpaba el catre o se comía los damascos del arbolito de atrás o soltaba los pájaros que por mera costumbre don Domingo atrapaba para vender. De ahí que lo conoció Roy Picahuesos, brujo empecinado en la compraventa de pájaros sietecuchillos en La Rioja, San Juan y Mendoza.<br /><br />Un día, Roy despertó la curiosidad del nagual y fuimos a conocer a don Domingo. Sabía extrañas historias y tenía costumbres raras, acaso estaba señalado por el poder para ser parte del mito viviente de Zacarías y sus luciérnagas. Don Domingo se atoraba de angustia los sábados, pero ya el domingo después de las once de la mañana, se sosegaba juntando piedras o pintando una campana oxidada que había incrustado entre palos y lo ayudaba a llamar su cordura. El perro vivía del aire, nunca lo vimos mordisquear siquiera un pedazo de cuero. Era un esqueleto cánido mantenido en pie por las pulgas, de ojos tan borrachos y tan tristes, que si te quedabas viéndolo, una voz gritaba en tu caverna esplénica y querías correr a tirarte de cabeza en el barranco, no sin antes flagelarte con los alambres de púas de la cerca deshecha. A lo lejos, una cruz rústica recordaba que alguien murió allí; unas vetustas flores indicaban que alguien lloró esa muerte. La memoria del viejo tenía serios agujeros, que el alcohol etílico se empeñaba en rellenar de aforismos y embustes. Confesaba amar las peras, las uvas y los tomates. Contó cientos de veces la vez que mató un indio cuatrero cuando era joven y era idiota; el espectro del indio lo persiguió un día de luna nueva y terminó empujándolo a un sanitario de cerdos. Esa bendición de maloliente estiércol saldó sus deudas y desde entonces vendió todo, se hizo la casa de piedra, dejó a su Griselda y su caballo. Era de tarde y hacía un mes que se había instalado en su residencia cuando apareció el perro, y don Domingo creyó que el indio vivía dentro del animalejo. Atemorizado, se mantuvo dos días sin salir, hasta que la indefensión abrumadora del perro lo hicieron ceder. Pero por las dudas, eligió matarlo de hambre, y el maldito perro ahí estaba, diez años viviendo de la nada, milagro ridículo que vulneró bastante la escasa razón que el viejo conservaba.<br /><br />Llegar a la casita de piedra era dificultoso. Se dejaban los caballos en el valle y se debía subir caminando por una huella muy caprichosa. Si se estaba en buen estado, a las seis o siete horas ya se avistaba la residencia humilde. Empezaban los carteles de tiza: cada tres metros el viejo había trazado flechas y admoniciones. "70 metros. Puta madre". "67 metros. Concha de la vaca". "64 metros. ¿Y tu hermana?". "61 metros. La pija del toro". "58 metros. Culo de rosca". "55 metros. Ande te llueve la zanja". Y así hasta llegar al umbral, cosa que no haré paso a paso para no enumerar esta deleznable ristra de groserías que para el viejo eran un exorcismo. De ese modo, evitaba la visita de religiosos y demonios sin poder. Los demás, eran impasibles. Con lo cansada que llegaba cualquier visita, ese recordatorio de cosas soeces le resultaban una bendición, le daban inspiración, ya que seguramente en el camino, no sólo había agotado sus fuerzas sino también sus insultos. Cosa prolija, el último cartel rezaba "Llegaste al culo del mundo".<br /><br />Cuando vi al viejo, desgarbado, mimetizado de polvo, con las sandalias harapientas, las uñas de hueso negro y pestilente, el pantaloncito de inhumano color plagado peninsularmente de lamparones de grasa en el mejor de los casos, con la mandíbula cansada acostada sobre la sonrisa mezquina sin dientes y la nariz imposiblemente protuberante como si se tratara de un tubérculo crecido al amparo de las ojeras, las orejas largas de lóbulos relajados como elefante senil, el pelo escaso agobiado por sus manos huesudas cuando atendía la comezón que los piojos le producían sin piedad, me dije que si ese era el hombre poderoso que se convertía en puma, yo era Simbad el marino o Alejandro de Macedonia amado por cientos de mujeres y temido por miles de hombres. Escruté a Roy, mi mirada silenciosa eficientemente le espetó charlatanería. Él pareció entenderme, alzó los hombros irresponsablemente y escupió al costado. El nagual estaba fuera de combate: los carteles chabacanos lo habían sumido en una risa interminable que hasta me daba miedo sospechar que nunca se le iría y lo veríamos morir, revolcándose miserablemente, apretando sus costillas y repartiendo lágrimas taimadas y sin sentido al aire burlón, entre aullidos infames, ventosidades y chillidos patéticos.<br /><br />La primera noche de desvelo transcurrió sobre el único cauce de la tolerancia y el cansancio. Se bebió considerablemente, se intercambiaron chistes vulgares y anécdotas comunes y corrientes. Yo ansiaba que se hablara de brujería: nada de eso. El otro día se fue volando, conociendo los tramperos del viejo, atendiendo a sus pequeñísimas manías, preparando un asado, mateando a la tarde con truco, rememorando mujeres. Yo estaba ya un poco a disgusto. Roy planeaba robarle dos pájaros al viejo, me decidí a ayudarlo para aventar el ocio. Esa segunda noche, la última, se durmió bastante, hasta las cuatro. Entonces fuimos despertados por sacudidas tremendas de las piedras de la casa. Salimos huyendo pues entendimos que se trataba de un fuerte sismo. Afuera no se escuchaba ni un insecto. La luna era muy flaca, había nubes oscuras sobre nubes más oscuras, todo emborronado de violeta y gris y sereno ámbar dejado al descuido por la luna negligente. El viejo don Domingo no estaba por ningún lado. De pronto el perro ladró: a cincuenta metros, singularmente encendidos por vaya a saber qué reflejos, dos ojos felinos se enterraban en la oscuridad. Amenazaban. El nagual nos instó a entrar a la casa, el no dejó en ningún momento de custodiarnos y luego entró corriendo y cerró la puerta. Debimos trabarla: el animal agotó sus recursos en tratar de meterse. Temí por don Domingo: el nagual me miró con una sonrisa entre socarrona y trágica, no dijo nada, pero la pavura me creció por el espinazo hasta que se erizaron los pelitos de la nuca. Roy jadeaba del cagazo: buscaba un trago, rasguñaba las espuelas de sus botas contra el piso de piedra, rezaba secretamente creyendo que el nagual no lo oía.<br /><br />Clareó. Algún lejano gallo cantó. Cierto frío entró en proceso de disiparse, todos los espantos que el rocío libera alcanzaron su meta en la brisa del amanecer. Se animó allá afuera, el perro dejó de gemir. Salimos de la casa. No había rastros de don Domingo. El gato temible tampoco estaba. Un casi inapreciable rastro de plumas y sangre delataba su pretérita presencia. Desayunamos con lo que quedaba, pan duro y mate. Nos fuimos muy silenciosos. Dejamos un papel a don Domingo, un dinero por los pájaros que Roy llevaba en un trampero. Los carteles no nos parecieron graciosos, y cuenta Roy que al volverse, a lo lejos, vio la silueta de un animal de agitada respiración recortándose cerca del ombú. Me suena a mentira, lo conozco a Roy. No me hace falta ese detalle vocinglero para saber íntimamente que don Domingo, de alguna manera, hacía algo que ningún brujo de los que conocí hizo jamás. No volví a verlo en su casita, pero en los sueños, muy de vez en cuando, lo veo en plena transfiguración, y sé que con todo, era más triste cuando puma que cuando hombre. </span></p><p align="right"><br /><span style="color:#ffff66;">27 de diciembre de 1999<br /><br />Galo </span></p><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1127600922533527722005-09-25T00:28:00.000+02:002005-09-25T00:28:42.546+02:00XVIII.Tarde de ángel con mariposa fugaz<a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/anec18.jpg"><img style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/anec18.jpg" border="0" /></a><br /><span style="color:#6666cc;">"Si me dieran a elegir, yo elegiría<br />esta salud de saber que estamos muy enfermos,<br />esta dicha de andar tan infelices.<br /><br />Si me dieran a elegir, yo elegiría<br />esta inocencia de no ser un inocente,<br />esta pureza en que ando por impuro.<br /><br />Si me dieran a elegir, yo elegiría<br />este amor con que odio,<br />esta esperanza que come panes desesperados.<br /><br />Aquí pasa, señores,<br />que me juego la muerte."<br /><br />Juan Gelman, El juego en que andamos<br /></span><br /><span style="color:#99ff99;">(A Natalia Andrea, porque me recordó aquella vez que ahora cuento) </span><br /><p><span style="color:#ffff66;">Un día al que entibiaban el pasar de otoño por las calles de Mendoza y el rumor cerrado de las escobas diligentes, andaba yo con destino incierto y dejé que mis pasos se detuvieran del todo y me permitieran descubrir que no tenía a dónde ir.<br /> Eran mis dieciseis años: era esa incertidumbre que se tiene de pronto y uno siente que de veras no hay caminos. Todos los rostros amados suspenden el día y secretean en nuestros oídos sin tregua, el alma atribulada de sentimientos siente un anhelo de quedarse en silencio absoluto, pero no quiere despojarse de esa sensibilidad que la hace gigante. Experimentaba un reiterado abrazo: el de la soledad. Tenía los días pasados la mirada envuelta de niebla, evitaba confrontaciones, si una mujer me miraba me sentía el más desdichado de los hombres, y si no se percataba de que yo existía, me sentía aún peor. Quería llamar la atención pero pasar desapercibido, asomarme a una ventana y esconderme antes de que me vieran. Sufría otras ocurrencias por el estilo: sospechaba que mi muerte era inminente y practicaba una lenta eutanasia con el yo que se perdía para siempre. Me despertaba antes de que saliera el sol y cantaba una canción de la niñez, sentía que mi habitación se inundaba de espejismos, yo nadaba sobre mi cama y era un delfín, era que afuera había un concierto de cámara para los astros invisibles de la aurora, era que aquí adentro me sucedían yoes sobre yoes como burbujas de detergente que hacés con un bolígrafo vacío. Se amontonaba la belleza en la puerta, yo prefería no abrirle. Quería que se colara por la ventana, se agarrara de las cortinas, emitiera espumarajos de albura sobre los pocos muebles y la poblada biblioteca. Sufría, pero estaba lleno de goces pequeñísimos.<br /> Aquél día que les cuento, salí decidido a resolver: el océano de preguntas me tenía mareado, encerrado en el camarote de mi mente. Tenía la agitación del que ve una afrenta en el tedio cotidiano, tenía esa impaciencia que va con ella, pero lo curioso es que un balcón sin flores o una puerta despintada o un mendigo callejero encerrado en sus harapos, hacían sonar campanas de sumisión y la tristeza me aplacaba superficialmente el ánimo, ponía sus uñas en mi retina y retiraba los colores frívolos de la autocompasión. Trinidad estaba lejos, viajando, empezaba a acomodarme a eso, mi amor podía concebirla tan lejos y aún así conservar la calidez. Daba vuelta a la esquina, podía haber cualquier cosa en la otra cuadra, pero siempre el ángel, a veces con cara de Trinidad y otras con el rostro mudo de un cirio bautismal y otras con cara de niño vendiendo estampitas de espantosa superstición: vulgar astrología, vírgenes de temple mentiroso, flaquísimos hombres barbados sometidos a maderos en cruz con cara de "yo no fui" o con cara de "a la mierda con todo esto". Me dejaba emborrachar en los kioscos de revistas, paraba en todos, agotaba cada panel, fijaba mi atención en esta o aquella portada. Tal vez compraba alguna, tal vez sólo saludaba al vendedor o después de mirarle todo daba media vuelta con militar acrobacia y deslizaba tácimente un desprecio. Todo esto vivido de forma caprichosa, pensando en Trinidad un rato, huyendo del ángel que se estaba apareciendo más de lo habitual ese día. Hasta lo vi pasar en un colectivo para colegiales, entretenido en las trenzas de una niña de ocho años o tentado de ganas de hacerse paloma y tirarse en la plaza donde un jubilado le tiraba migas de pan y migas de pena remota. No me sorprendía mi clarividencia: de niño le temí, de adolescente era inestable y se confundía con fantasías. Nunca supe si el ángel fue real: yo simplemente lo veía y casi siempre me provocaba risa y angustia.<br /> Huyendo estaba ese día del ángel, de las escobas, de mí y del día. Cierta expectativa hacía cosquillas en el ombligo. Había caminado cuadras y cuadras sin rumbo, la brújula loca quiso que me apurara: antes de las siete de la tarde, en la fuente de Rómulo y Remo, en la plaza Italia. Imaginar una cita me privó de ensoñaciones, pero motivó mi instinto y me encaminé por las baldosas de la urgencia y la determinación. Evité semáforos y perros vagabundos, le saqué la lengua a bebés apurados en brazos de madres apuradas, calculé precios de costo al ver vitrinas con números rojos pintados a la sombra de la palabra oferta, bailé tregua y bailé catala si veía la sombra de la muerte detrás de una reja o un entrecejo fruncido o una bocina autoritaria.<br /> Llegué puntualmente. A los pocos minutos llegó Amanda. No me vio o fingió no verme. Fiel a su naturaleza insobornable, no se arrimó al asiento donde yo estaba: como si fuera lo más natural del mundo, se quitó las sandalias, el sombrero y las dudas, y se metió en el agua de la fuente. Pronto se sintió cómoda: con arte y suspicaz pudor, se quitó la ropa interior y la arrojó por el borde de la fuente. Sólo tenía una polera corta, de color blanco, y una falda diminuta que hacía suspirar al Rómulo de piedra mientras Remo se ponía celoso y mordía las tetas de la loba. Amanda tenía un collar de caracolitos, y muchas pulseras de diferentes colores. A todo esto yo estaba demorado en razonamientos: se suponía que ella no debía estar aquí. Estaba haciendo una residencia en Rio de Janeiro. Hacía por lo menos un año que no la veía. En la comunidad tampoco me advirtieron que ella estaba por venir de visita ni nada de eso. A la vez que mi razón tropezaba con cuestionamientos, mi cuerpo estaba sometido a la turbulencia de la sorpresa. Una corriente vegetal y auspiciosa despertaba hambre de caricias en mis yemas. Mis ojos no eran míos: la belleza de Amanda los había robado, adornaban su desnudez, danzaban rituales envolviéndola en sortilegios de turquesa. El ángel hacía monerías en un columpio, yo lo ignoraba, algunas nubes estaban rosadas y avisaban que pronto la noche querría venir a quedarse un rato entre los mortales y los inmortales necios.<br /> Descubrí a la luna haciéndose lugar en el poniente. Un carnaval de sombras crepusculaba los jardines, cierta neblina terminaba de envolver todo en sueños y rumores. Entonces tuve valor para acercarme a Amanda. Quise jugarle una broma, fui por detrás y traté de abrazarla de arrebato. Al acercarme con sigilo, ella me dijo que al fin me encontraba, arruinando mis intenciones. No quiso que la viera de frente, primera cosa que me puso en alerta. No dio explicaciones, sólo dijo que quería que yo la abrazara. A eso había venido. Que me diera prisa me pidió. Que se moría de pena. Yo era una obediente marioneta, sin pensarlo dos veces, seguí acercándome por detrás hasta abrazarla. Sentí como cuando uno mete las manos en el agua: se encerró mi abrazo en el aire. Desesperé: ya no estaba allí. Los vacíos ojos de las estatuas, la mirada indiferente de la loba, el escenario de piedra en medio del agua, yo metido en la fuente, los zapatos mojados, el pantalón húmedo hasta la rodilla. La desazón hecha nudo en la garganta y hecha llanto robusto al atardecer. Dudas revoltosas, plumas de plomo en la espalda, raíces complicadas entre los tobillos, incendio de pavura entre los ojos, latido del océano en las sienes, rugido de cien leones heridos en los oídos. Una certeza: Amanda estuvo allí. Otra certeza: nunca estuve más solo que entonces.<br /> Me tomé todas las horas que quise para recuperarme. También sentía odio, y cuando la noche era inevitable, cuando muy pocas estrellas llenaban los espacios azules que las nubes ahora grises dejaban entrever, pude quitarme de los labios el nombre de Amanda y pude llevarle un poco de paz a mi corazón, que había latido como si el viento del mediodía estuviera aprisionado en su interior. Descaminé lo caminado, todas las brumas me daban gravitación nula, el peso estaba concentrado en el pecho compungido, pero mis pies estaban leves, iba casi suspendido por las veredas. Sólo me distraían las ventanas con luces que le decían a la calle: acá estamos, aquí vivimos, no vino la muerte, quizás mañana no estaremos, pero hoy, le cantamos a la noche con esta luz de cocina o de dormitorio. No tuve desfile de preguntas, sólo mantuve muy vívido el recuerdo de ella, semidesnuda, en la algarabía de su aventura, y en las palabras que eran su y mi desventura: me muero de pena. ¿Por qué? ¿Qué diablura te llevó muy lejos, tanto que no supiste enfrentar los invisibles demonios? ¿O qué amor te deshonró? No hubo ninguna respuesta. A pocos pasos detrás, el ángel hacía como si calzara pesadas botas, para que yo escuchara sus sólidos pasos. No me volví a mirarlo: vería su cara de atorrante bueno, su camuflaje de nostalgia que remedaba la mía, vería un afan hecho lucecita, vería los ojos de Amanda quizás o las manos de Trinidad o algún gato perezoso de la madrina. O no vería nada, y la insoportable soledad acabaría ese noche conmigo y con mis ínfulas de guerrero. Supe que estar vivo consiste en tolerar nuestra escasa sapiencia de las cosas ultraterrenas, y en sobrellevar días como ese, donde algún secreto poder nos agobia de enigmas y la sensación de yo se desvanece como el día, como los recuerdos, como un sueño compartido. No podemos salir de nosotros, afuera queda intacta una adivinanza y una ceremonia que traemos en la sangre nos trae antepasados fijando sus memorias en los espejos que terminarán reflejándonos. El único sosiego es tomarse de ese intento, musitar una plegaria olvidada, caer de viaje hacia el núcleo de llovizna donde nos posamos en la tierra, interrogamos el mundo, nadie nos responde y sin embargo, todo ya lo conocíamos de algún modo, y nos morimos de pena o de amor o de encantamiento, que de algo hay que morirse a fin de cuentas. Miles de muertes como esas sostienen al guerrero cuando debe mirar cara a cara a lo Impersonal, y en los ojos milagrosos se vuelve a ver a aquellos que se amó con toda el alma, y se dan los abrazos tardíos que alguna vez nos dejaron mudos de tormento abrazando la ausencia del amado.</span></p><span style="color:#ffff66;"><p align="right"><br /><br />30 de diciembre de 1999<br />Galo </span></p><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1127215222161783702005-09-20T13:20:00.000+02:002005-09-20T13:25:44.746+02:00XIX. Mayo es para viejos amantes<a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/anec19.jpg"><img style="DISPLAY: block; MARGIN: 0px auto 10px; CURSOR: hand; TEXT-ALIGN: center" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/400/anec19.jpg" border="0" /></a><br /><br /><span style="color:#9999ff;">"Hoy de mi hacia ti, hoy de ti hacia mi<br />quiero hacerte un regalo viejo.<br />Desempolvemos algo las pasiones lejanas<br />algo de aquellos sueños en ventanas.<br />Vivamos de corrido, sin hacer poesía,<br />aprendamos palabras de la vida.<br /><br />Desnudémonos pues como viejos amantes<br />que lo mismo de siempre nos quede delante.<br />Desnudémonos pues como viejos amantes<br />que se apague la luz y que el sol se levante.<br /><br />Te quiero salvar de tu desnudez<br />en pleno centro de la soledad.<br />Me quiero salvar haciendo revolución<br />desde tu cuerpo de cristal.<br /><br />Algo nos está pasando, ayer te leí una mano<br />y cada dibujo al verme me interrogó.<br />Algo no está pasando, ayer apreté el interruptor<br />de encender la luz y encendí el sol.<br /><br />Hoy de ti hacia mi, hoy de mi hacia ti<br />vamos a hablar en voz muy baja.<br />Dime lo que te pasa, déjame levantarte,<br />déjame darte un beso y curarte.<br />Vivamos de corrido, sin hacer poesía,<br />aunque no esté de moda en estos días.<br /><br />Aunque no esté de moda te pido una mano,<br />mis entrañas no entienden de estética y cambio.<br />Aunque no esté de moda repite conmigo:<br />quiero amor, quiero amor,<br />quiero amor compartido.<br /><br />Te quiero salvar de tu desnudez<br />en pleno centro de la soledad.<br />Me quiero salvar haciendo revolución<br />desde tu cuerpo por variar.<br /><br />Algo nos está pasando, un ruido como de pasos<br />viene en la oscuridad y se vuelve a ir.<br />Algo nos está pasando, desde que la gente está empeñada<br />en quererse amar y en poder vivir."<br /><br />Silvio Rodriguez, Aunque no esté de moda. </span><p><br /><br /><br /><span style="color:#ffff66;">Ésta puede parece (o acaso es) sólo una historia de amor; me la contó Enriqueta un día que estaba inclinada a compartir su secreto. Guardaba su secreto en un relicario de silencio, tejía rememorando hechos que no se permitió. Es la historia del brujo Ernesto también, y trata de cómo ellos terminaron amándose y perdiéndose en lo infinito. Eran dos ensoñadores impecables, majestuosos en sus reinos de fábulas y transparencias. Fueron desdichados, se dieron luz mutua, se catapultaron a los abismos de los que no se vuelve, tras la bruna incertidumbre que tiene lo abstracto impersonal. Su historia es pequeña y no admite ir y venir como barata moneda de comadre en comadre. Su historia es gigante porque en ella se combinan los elementales ingredientes de la perfección y el trepidante delirio del amor. También la mansedumbre y la fidelidad, también la furia, también los ocasionales desencuentros.<br /><br />Enriqueta era una mujer de clase acomodada, su padre un comerciante hábil que pagaba diputados en el Senado y se daba a largas tertulias con poderosos, donde el tufo a oligarquía hacía estornudar hasta los retratos de los próceres unitarios. Ella se aburría en esas reuniones, pero no desdeñaba la frivolidad y el lujo. Se ataviaba de ropa que laboriosas modistas le hacían a medida con telas exóticas, fue una adolescente empecinada en llevar parejas la inteligencia y las buenas costumbres, asistió sin falta cada domingo a misa, se persignaba ante las iglesias, evitaba a la gente vulgar, tenía pocas amigas, desdeñaba demasiado. Estudiaba canto, era una mezzo-soprano digna. A los veintitrés, un testamento prematuro la hizo poseedora de tierras y haciendas, conoció hermanos bastardos, padeció la rapiña de los parientes, contrató mayordomo, compró caballos y duendes de yeso para los jardines de la casa de campo. El hijo de un diputado que trabajó para su padre, a ciegas y sin conocerla, le compuso una canción, por zalamero y para ver si se hacía con una mecenas. Ella deploró la canción de Ernesto Rojas. Mandó llamarlo: señor, eso no se puede cantar, no sin exponerse gratuitamente a la vergüenza. El tal Ernesto bajó los ojos, prometió una nueva canción, compartió un te de Ceylán y masas finas, alabó las orquídeas, preguntó por la identidad de un hombre cejijunto que se asomaba desde un cuadro familiar, pidió el teléfono para llamar a su amada, Cristina. Entonces Enriqueta le dijo al despedirlo: está bien, haga una canción como la gente y llámeme. Ella me confesó que fue su primer estrategia para retenerlo.<br /><br />Cuatro meses pasaron, ella no supo nada de él. Un sábado de julio, se preparaba para asistir en el Colón al estreno de Lucía de Lamermoor, cuando una criada como al acaso le comentó que los Rojas estaban de casamiento. Eso precedió a los siguientes comentarios, que palabras más, palabras menos, daban la noticia de que se casaba Ernesto, y la perfidia alcanzó como para secretear que lo hacía de apuro, que su Cristina tenía un niño en la barriga que se le iba a notar apenas pisara la entrada de la iglesia, sin que se inmutara Gounod con su Ave María ni salieran los santos a los brincos para hacerse barnizar por carpinteros de muebles bastos. Tuvo Enriqueta una mueca en el rostro, no es que le preocupara el entrevero, pero le daba mala espina. Es cierto que cualquiera la hubiera notado irritable esa tarde y el día que le sucedió, pero su constante caer en caprichos disimulaba bastante, y ni siquiera ella se permitió preocuparse. Olvidó pronto el asunto. Ernesto le había escrito dos cartas, una formal y una encendida de rara pasión. La primera nunca llegó, la segunda nunca la envió.<br /><br />Ella consiguió novio como al año. Un tal Francisco, de piel muy blanca y apariencia tísica, de ojos inmensos de cachorro de pantera, de buena reputación en el ambiente y prometedor político. Eran muy formales, sus encuentros eran un ritual donde se conjugaban gestos como la puntualidad y cosas accesorias como la prolijidad de la vestimenta o la selección afortunada de una confitería. También se veían en misa, no se miraban a los ojos dentro y jamás se darían la mano. Como desconocidos se sometían al empalagoso sermón de turno. Al mediodía y después de cumplir con Dios, almorzaban en algún restaurant muy caro rodeados de gente grande con joyas de más y brillo mezquino en la comisura de los labios. Acaso en la tarde, en la intimidad de un té de jardín, él probaría decir alguna palabra dulce y ella ensayaría sonrojarse y decirle que sí con una sonrisa que no alcanzaba nunca a ser provocativa, pero sí gentil. El cuidado de las apariencias los llevó al trance de casarse; cedieron. Salieron en sociales de todos los periódicos y revistas del jet set. Se habló mucho de la torta y del vestido de la madrina. Se especuló con los gastos, unos pocos envidiaron su luna de miel en Marruecos.<br /><br />Una vez que acaba la escalera del tobogán sólo cabe deslizarse por él: llegaron los hijos. Tuvieron nombres que no recuerdo, la primogénita sé que vino a llamarse Josefina. Reconstruyendo la historia lo mejor que puedo, temo llenar de remiendos el relato, pero no quisiera mentir. Josefina tendría cuatro o cinco años cuando Enriqueta recibió un llamado inesperado. Ernesto tenía una canción para ella; ella no se acordaba de él. Era peor: ya no cantaba. Se había entregado al vicio de la solidaridad, su sociedad de beneficencia y sus partidas de bridge colmaban sus horas. Ante la desnuda verdad que la voz del teléfono dejaba en su oído, Ernesto dijo pocas, tímidas e intrascendentes palabras. Pero confesó que ya no componía, que estaba en la miseria, que había plagiado una copla popular de otras latitudes. Enriqueta nunca dejó de ser cortés, pero no proporcionó ninguna puerta abierta. Dejó claro que le tenía sin cuidado todo eso. Una semana después, enredando un poco su cabello pelirrojo con un peine incómodo pero con glamour, mirándose mejor en el espejo al deslizar una lágrima, recordó la conversación con Ernesto y se permitió un moderado insulto.<br /><br />No era feliz, pero ¿qué con eso? ¿Alguien lo era? Quizás una devota entregada al éxtasis, quizás la mujer de un dictador, quizás una soprano de oro en los cabellos y pies pequeños. Su matrimonio era estable, pero cuando el menor cumplió trece y la mayor veinte, a su esposo se le dio por morirse. Era un día oscuro y frío, el invierno estaba de cacería por las calles vacías, la ambulancia demoró, el infarto no dio concesiones. Ella asumió su viudez con protocolo, casi con pompa. La vida todavía sería más dura: exactamente a los dos años, Josefina acusó los signos de una enfermedad desconocida. Súbitamente se retorcía en convulsiones, se arañaba la cara frente a los espejos y la grifería pulida de los baños públicos, sólo se calmaba si le gritaban obscenidades. Enriqueta conoció la desesperación, contrató exorcistas, orientales de kimono alquilado, predicadores que tenían soldada la biblia en una mano, médicos de terapias alternativas y sin alternativas, gitanas que se pasearon con sus estridentes vestidos por la habitación y se llevaron casi todo el ajuar de cubiertos de plata; vino un obispo, vino una bruja adicta al tabaco, vino una enfermera de posguerra, vino Ernesto Rojas.<br /><br />Estaba muy usado por la vida, maltratado de alcohol. Pero era espiritista. Vestía un traje oscuro y casi elegante, unos anteojos que disimulaban su ternura, unos cincuenta años encima no muy bien llevados, no después de perder su casa y sus hijos por enamorarse de una mujer que se lo llevó a conocer Granada y lo paseó por París y lo dejó tirado en Madrid, sin dinero, sin pasaje de vuelta, sin remedio. Con el corazón en guiñapos, con la garganta seca. Allá lo había sacado de la calle una gitana que lo quería para fornicar, y cuando no lo soportó más, lo dejó en manos de una secta de magia negra wicca que lo llevaba como testigo bueno de infames rituales a la luz de la luna. Su pasaporte vencido, su nostalgia espantosa por el Río de la Plata, su debilidad, lo hicieron indeseable a los demonios. Pero una bruja que desertó lo conectó con una logia masónica, de la cual terminó siendo tesorero. Eso lo estabilizó, aunque apenas empezó a respirarse el aire de las conspiraciones, tomó prestado el dinero de las recaudaciones y diezmos y se vino como una fiera al país de Gardel y Roberto Arlt. Anduvo como una sombra por barrios poblados de Buenos Aires, adoleció de una paranoia curiosa que lo hacía evitar los ascensores y sospechar de los invidentes. Al poco tiempo empezó a oír voces, alquiló una casa inmensa y muy vieja donde se congregaba gente neptuniana, desesperados, amantes en bancarrota y niñas púberes de ojos trastornados que agobiaban sus brazos con rosarios y estigmas. Las sesiones duraban cuatro o cinco horas, el espectáculo era grotesco, al borde de la epilepsia y el simple exhibicionismo, sublime ocasionalmente, con espíritus sacudiendo la alfombra y haciendo graves las voces de las docellas en trance o proyectándose como criaturas terroríficas hechas de ectoplasma que brotaban de sus oídos o sus vaginas. Ernesto descubrió que en alguna sesión, el espíritu de un médico del renacimiento, amigo de Paracelso, se le había metido en el cuerpo, y curaba paralíticos de siete a nueve, invocando al galeno y bebiendo cognac. Pronto ganó cierta fama, le decían milagrero. El mayordomo de Enriqueta acudió a pedirle ayuda, así fue como Ernesto regresó a la casa de ella, que estaba muy cambiada, muy ultrajada por las sombras y con telarañas en los rincones de las altas paredes.<br /><br />Cuando ella lo vio, lo hizo echar. El vociferó pero no pudo evitar ser conducido por la fuerza hasta la salida. Su mesianismo, su orgullo herido, lo obligó a hacer guardia en la vereda frente a la casa. De allí acechaba lo que pasaba en la casa. Ella sabía que Ernesto estaba afuera. Lo ignoró cuatro o cinco días. Josefina estaba grave: no comía, pesaba menos de cuarenta kilos. Era inminente su retorno al sanatorio, pero los médicos le habían dicho que el problema era mental y que Josefina sólo necesitaba paciencia y cuidados. La medicaban sin piedad, casi siempre calmantes; le habían puesto suero. Josefina despertaba de golpe viendo murciélagos que revoloteaban por la casa y la rozaban con alas viscosas, entonces se sacudía rabiosa y brincaba en la cama hasta levitar. Una mañana llegó un hombre alto, de espaldas anchas y sombrero a lo gangster, que venía acompañado de una mujer delgada de paso firme y pelo por la cintura atado por una cuerda azul. Eran el nagual Zacarías Ulloa y su bruja acechadora del sur, Angélica Zaldívar Irusta. No iban por Josefina, iban para aclarar unos asuntos del orfanato, ya que Enriqueta era una de las benefactoras económicas de nuestra comunidad.<br /><br />En la puerta, estaba Ernesto sentado en el cordón de la vereda, con cara de sueño y manos cansadas. El nagual le dijo que se levantara y lo acompañara. Que tenía que hacer una obra de bien. Parece que Ernesto, por el alcohol o por otra razón, asintió con obediencia. Y los tres entraron en la casa de Enriqueta, esperaron en la sala de visitas. Hasta que Josefina se puso insoportable y echó a fuerza de insultos a los sacerdotes de turno y a la enfermera de posguerra, que salieron despavoridos de la habitación de la enferma. Enriqueta ya no lloraba, pero su pudor de señora bien la puso al límite del deshonor. El nagual no esperó explicaciones, subió las escaleras y llegó hasta la posesa. Se le oyó decir "carajo", luego subió Angélica y volvió pronto, llamándolo a Ernesto. A todo esto, él estaba sentado con postura triunfal y Enriqueta no ocultaba su resentimiento. Cuando se sintió necesitado, Ernesto vengó tantos desdenes diciendo que ahora no, que no iba a subir ni mierda. Angélica lo abofeteó, pero el maldito no se privó del regocijo. Entonces tuvo Enriqueta que rogarle y cuando tuvo suficiente, subió lentamente las escaleras y cerró tras de sí la puerta.<br /><br />Pasaría una hora, todo en silencio total. Volvió el nagual con Ernesto. Estaban como abrumados. Ya Angélica había hablado con Enriqueta: no había nada que hacer. Sólo aliviar la agonía de Josefina. Ernesto no dijo palabra, no sé qué aprendió con el nagual junto a la cama triste de la pobre muchacha. Pero estaba menos altanero y más sobrio. El nagual aseguró que Josefina estaba perdida, pero que el Poder lo llevó allí para convocarlos. Le pidió a Enriqueta que cuando su hija finalmente muriera, permitiera las visitas de Ernesto, prometiéndole que sería un gran amigo en su tristeza y un consuelo enorme. Y cuando el Espíritu termine de madurarlos, cuando los otros hijos estén grandes y tengan su vida, quiero que vendan todo, les dijo, quiero que se vengan a nuestra casa y empiecen una vida diferente. No pueden negarse, les dijo, está escrito a fuego en el destino de ambos. Cuando sea el tiempo, les dijo. ¿Cuándo quiso saber Ernesto? Ella sabrá cuando, le dijo. ¿Y cómo sabré cuándo yo?, dijo angustiada Enriqueta. Y el nagual dijo: él sabrá cuándo, señalando a Ernesto.<br /><br />Yo era chico cuando nos juntamos todos detrás de la ventana grande del comedor a ver los ancianos que venían en taxi a la comunidad. Vestían con mucha elegancia y sus ademanes eran los esperados. Nos preguntábamos quiénes serían, entre risas y bromas. Traían una mirada muy seria pero que traslucía una remota algarabía. Venían de la mano, como si todo lo que tuvieran fuera al otro. Lo decían sus manos y el modo en que se cuidaban. Nunca los vimos besarse o permitirse un abrazo. Los cuatro o cinco años que estuvieron entre nosotros, fueron gente muy educada y casi siempre dada a quedarse largo rato mirando las estrellas en el patio, o cantando canciones olvidadas que los niños desconocíamos. Un día de mayo, como a las tres de la tarde, se mudaron al ensueño y nunca más supimos de ellos. Los besó la siesta en la boca y los desdibujó del camino por el que se fueron andando despacito, con todo el tiempo del mundo, desamparados y radiantes. </span></p><span style="color:#ffff66;"><p align="right"><br /><br />31 de diciembre de 1999<br /><br />Galo</span></p><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1126699008073006382005-09-14T13:48:00.000+02:002005-09-14T14:23:46.913+02:00XX. Lucas baila samba con los ejús<blockquote id="6b53ab5c"><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/anec205.jpg"><img style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/anec203.jpg" border="0" /></a> <blockquote id="45316358"><span style="color:#9999ff;"><p><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /></p><p>"Y cuando llegue el día del último viaje,<br />y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar."<br /><br />Antonio Machado, Retrato.</span><br /><span style="color:#9999ff;"></span><br /><span style="color:#9999ff;"></span><br /><span style="color:#9999ff;"><br /></span><span style="color:#ffff99;">Una tarde invernal, un hombre digamos pequeño, ataviado con un sobretodo exagerado de investigador privado en auge, llegaba a la comunidad de los brujos y los niños para quedarse. Pocos años atrás se había unido al grupo del nagual Zacarías, pero vivía en un departamento alquilado hasta que las sombras se le volvieron del todo amenazantes y a los muebles les dio por insultarlo o representarle juegos de espejo o caleidoscopio donde él perdía su imagen, la recuperaba diferente, se volvía paranoico, se desmenuzaba en interrogantes que fracturaban su identidad. El hombre se llamaba Lucas, estaba saturado de manías, llevaba a cuestas unos ojos pequeños y grises, duraba. El nagual afirmaba que una mulata brasilera le había aprisionado el alma dentro de un coco hueco sahumado de menstruo y azahares. El anzuelo: claro, el amor. O casi lo mismo: la satiriasis, modalidad acentuada de la concupiscencia.<br />Lucas supone haber nacido en Rosario (esto es decir Argentina pero dar detalles), deduce que su familia se desintegró por la insistente infidelidad de su padre y la farmacodependencia de su madre. De sus hermanos recuperaba su memoria alguna siesta, una escapada a la plaza, un pesebre de navidad con un burro de yeso de hocico partido, un teléfono de latas de tomate unidas por una cuerda de envoltorio de rotisería. O sea, escasas, insuficientes cosas. El roce con ciertos comerciantes inescrupulosos lo había llevado a Bolivia, el hastío o el hambre acabó por dejarlo en Bahía. Inútil conjeturar: parece que la referencia vaga de un pariente y el aprendizaje de luthier lo sostuvieron arraigado a esa curiosa tierra de ejús y lascivia y aguardiente. Recuerda una luna y un puerto, recuerda un viejo político de izquierda al que ayudaba a imprimir volantes marxistas, recuerda un amigo llamado Joao y un amor infernal con una negra llamada María, recuerda el oblícuo sabor de la cachaça y los rituales candomblé en el terreiro Rosa de Manhã.<br />El destino es inquieto y transcurre a su modo con sus contradicciones. En un barco cuyo nombre no recuerda, Lucas se fue a conocer La Habana, la vieja y la nieta. La contemplación de alguna efigie popular del che o acaso la contundencia del monumento a Martí despertó su sangre revolucionaria. Quizo escribir como el poeta de los versos sencillos y pretendió leer todos los tomos del Capital, enumeró todas las posibilidades estéticas de una utopía morista con ribetes socialistas o platónicos, agotó en sus oídos el unicornio de Silvio Rodriguez, aunque también se emparentó con algunas canciones de Pablo. Le dio por volverse a la patria a combatir la dictadura de Videla, tal vez diciéndose en su corazón hasta la victoria siempre, y en los precarios ensayos que brindan el conocimiento suficiente para hacer de una botella una bomba incendiaria perdió su mano derecha. La paciencia de una mujer llamada Mónica, montonera, inhumanamente alegórica y valiente, hizo posible que Lucas inyectara habilidades a su desusada mano izquierda, lo que a la larga se le hizo símbolo o pose, no obstante el peyorativo "manco" que de vez en cuando oía a su alrededor. El exilio inevitable luego de la detención y desaparición de Mónica, luego de la publicación de su nombre en los diarios como terrorista subversivo, lo llevó de vuelta al abrazo de Bahía, previa estadía clandestina en el Paraguay donde fue asaltado dos veces y probó San Pedro mal administrado por un chaman de paso que sólo pensaba en los dólares y leyó a Séneca porque se lo encontró tirado en el piso, en una vetusta impresión a la que le faltaban páginas. Todo esto contado con lujo de detalles en sus cuadernos de recapitulación, de los cuales abuso ahora para componer esta anécdota.<br />Ya en Bahía, bastó dos días de samba, cachaça y negra lujuria para que su coracão exorcisara la tristeza. O al menos lo intentara. De todos modos, no se olvidó de ella, de Mónica, de los gorilas, de los amigos que en plena militancia desaparecían cotidianamente, de los esfuerzos por lograr que organismos internacionales detuvieran de algún modo aquél horror. No olvidó, no podía olvidar (quizás aunque quisiera hacerlo). Pero es que se cruzó en su camino una tremenda mujer, acaso una diabla (una iaba como se dice en el folklore de los arrabales). Aunque no quiero apresurarme. Ahora vienen los largos días de colaborador en periódicos, de vendedor callejero, de aprendiz de saxofonista y de eventual chofer. Le hizo un violin a un célebre intérprete que se lució con él ante gente culta que apreciaba un nombre como el de Heitor Villa-Lobos y composiciones tan notables como las bachianas o cosas por el estilo. La lectura ligera de Castaneda en portugués, la asistencia religiosa a las clases de Qábbalah de un rabino que conoció haciendo capoeira, el reiterado auscultarse frente a un espejo despiadado, la veneración por la rayuela de Cortázar, la superstición numerológica de sumar los dígitos en los boletos capicúa y dejar que un seis conspirase o un tres produjese milagros, todo lo condujo a cierto raro estado de existencia. Creyó que había días en que caminaba por las nubes, se dejó una barba de mesías marxista moderado, se afanaba ante los caprichos de una ruleta que siempre le hizo perder dinero. Le preguntó a un pescadero: ¿usted me considera bohemio? Y el mestizo le había dicho que toda Bahía lo era. Le preguntó lo mismo al mozo del bar al que asistía con frecuencia, y el negro lo había mirado de reojo y le había advertido que no era esa manera de procurarse cachaça gratis. Asistió a los populares templos de religión afrobrasilera, alguien dijo que había nacido para ojuobá, o sea, los ojos de un dios oscuro llamado Xangó. Él se encogió de hombros, pero la sangre de los animales lo había signado y he aquí que anduvo escondido un buen tiempo, para que los ejús no le robaran el alma. Un santero tuerto trataba de convencerlo de que era un honor ser ojuobá, él temía que ese Dios en el que no creía de repente resultara existiendo y lo condenara por pagano o por idiota.<br />Buscaba café en un mercado cuando conoció simultáneamente a Beth y a Victor. Ella era una mulata demasiado hermosa, con sus ojazos azules de endriago y sus trenzas terribles y sus caderas de perdición. Hacia su ombligo se inclinaba toda la simetría del vientre, dando la apariencia de que equidistar de él era condición geográfica necesaria de cualquier paraíso que se preciara de tal; en su cuerpo, la caprichosa ley se cumplía en la inmediatez, hacia el sur por la promesa de un pubis de grieta insaciable, hacia el norte por el esternón que intercedía entre los pezones petulantes. Él era un viejo sacerdote umbanda que lo inició a Lucas en cierta hechicería primitiva, mezcla de cosas ciertas y de espanto con algunas que taxonómicamente sólo caben como especies del género embuste. En todo el Pelourinho no se había visto mujer más hermosa ni viejo más temible. Los dos lo ignoraron completamente, pero tuvo los suficientes tropiezos como para que los recordara luego, cuando sí se entreveró con ella en los teatros ambulantes y con él en los terreiros y los bares. Ella pertenecía a una compañía de actores y bailarines de samba de rueda que se la pasaban ayunando, mal dirigidos por un coreógrafo travesti que terminó abandonándolos por un francés de guita que vino a Bahía en un barco como quien sale a visitar un zoológico. Lucas no se cómo terminó de director de aquél grupo de gentuza, organizando sus afoxés de santos blasfemos y payasada contínua y arrebatos de destape, alternados con recato imprevisto. Beth era un vientre de lava, unos ojos de hielo, un corazón impredecible como una luna o un artista cagado de hambre. Le daba por prostituirse para pagar telas y máscaras, o para darse lujos de bijouterie (abanicos, collares, chucherías menores) ante el babalorixá de turno, hay quien dice que le gustaba (prostituirse, digo). Tenía más de un pretendiente: varios solteros desabridos y taciturnos, algún hombre casado, un viudo bueno para la cama y salame para el bailongo, un bisexual fascineroso y dos o tres lesbianas que le escribían poemas como replicando aquella magia de Safo. A todos satisfacía. Lucas estaba enloquecido por ella; nunca le tocó un pelo. Ella se le ofreció algún día, él la rechazó porque sólo para él la quería. La mulata se rió hasta sentirse intoxicada y hubo que prenderle velas para que no se muriera. Lucas no lo perdonó, los dejó, atacó con extrañas macumbas a Beth. De vez en cuando casi tuvieron efecto, pero es que Victor no quería que Lucas se manchara y no le enseñó las promesas a las iabas o los juramentos a los santos más cumplidores. Ya para entonces a Lucas no lo componía ni el alcohol ni las mujeres, mucho menos los espíritus del candomblé. Estaba verde, vestía mal, leía clásicos griegos, se creía habilidoso en el billar, maltrataba zapatos andando por la playa en las madrugadas. Se soñaba con Beth. Para apagar esos sueños, dejó a Victor, a Ogun, a Oxalá, a Yemanjá, a Vinicius de Moraes, a Chico Buarque. Se volvió a su argentina tanguera y melancólica, con la democracia joven y el destape grosero en las revistas de los abarrotados kioscos del subte.<br />Pronto quiso volver a Bahia, es decir, a Beth. Se propuso no hacerlo. De algún modo hizo dinero, y se fue a Mexico a buscar a los brujos de Castaneda. No tuvo éxito, sólo se la pasó de estafa en estafa entre los indios peyoteros de Sonora y los ayahuasqueros de Perú y los sanpedreros del norte argentino. Con la cabeza medio quemada, sin dinero, con casi vergonzosos cuarenta años, con el único orgullo de una verdadera iniciación en Macchu Picchu bajo la asistencia del Apu Kondor que gobierna la región, vino a parar a Mendoza, como vendedor de seguros para autos. Conoció al nagual Zacarías en un recital que vino a dar el nano Serrat. Se fueron a tomar café y al nagual lo cautivó el amor indescriptible que ese hombre miserable tenía por una mulata hermosa que le robó el alma, una tal Beth de la que no dejaba nunca de hablar maravillas, beija flor de muslos firmes y perfectos. Quizás por pena, como se levanta un perro de la calle, Zacarías lo invitó a la casa de Ramiro. Empezó a juntarse con los viejos, perdió al truco y al ajedrez con inquebrantable dedicación. Dejó de fumar, recuperó sus días de lector de Castaneda, pero lo enriqueció con lo que de a poco le fueron contando los brujos. Pronto se lo desestimó para nada serio, pero resulta que lo vieron útil como anzuelo para cazar demonios. Al fin y al cabo, era un testigo de Xangó, los ojos de un dios de raro carácter pero indudable poder. A mi me gustaba por dos cosas: cómo cantaba "a tonga da mironga do kabuleté" y porque el café nunca le salía igual, pero siempre le salía delicioso.<br />Faltaban dos días para que yo cumpliera años, recuerdo que había algún preparativo para conmemorarlo. En el patio se bailaba una chacarera sobria, con una guitarra y tres entusiastas. Yo dibujaba los sellos del Tzolkin con témperas en unas piedras redondas y planas. Lucas leía a Lucrecio sentado en una mecedora. Así estuvo una media hora hasta que dejó el libro, se me acercó con mirada seria y como extraviada y me dijo que esa noche, la última cobra de Oxumaré, la séptima se alinearía y el moriría. Luego se alejó caminando en silencio. Yo me asusté. Cuando llegó el nagual por la tarde, fui y le conté. Él me indicó que me calmara, que el asunto era serio. Yo estaba convencido de que la magia negra tenía que ver con todo esto. Pero el nagual me explicó que Lucas era un hombre que de algún modo no se había hecho cargo de su biografía, que el peso de un destino que no se quiere verificar acaba tornándolo a uno un ser mezquino, temeroso, supersticioso, paria de la propia historia. Cuando la decencia deja que ese hombre vea el panorama con claridad, suele pensar en suicidarse. Entonces convoca su intento tanático, aquél rayo obediente que un día nos desploma, y le da su lugar en concordancia con los hechos que le tocara vivir. "Lucas ha elegido morir, como las ballenas que buscan una playa final, como las estrellas que un día simplemente dejan de estar, escogiendo una falsa maldición que se trajo de Brasil".<br />Explicó que de este modo, Lucas seleccionaba de su historia todo aquello que justificara su muerte. Su implicación con poderes del candomblé lo hacía susceptible a sentirse víctima de un "trabajo". Pero no es así, me decía. O sí lo es, pero no en el sentido de que todo aquello funcione de manera directa. Más bien es una escenografía coherente en la cual el suicidio se ve moderado y en paz con el propio pasado. Acaso Gardel quiso tomar aquél avión, y Jesús mandó a Judas a que lo vendiera y el che se fue a Bolivia sabiendo la traición. Hay un mandato, la elección del bien morir, que altera (no sabemos cómo) ese flujo determinístico de hechos que son la causa de otros hechos, y lo diga Hume o lo diga yo, la decencia final del guerrero simplemente se hace sitio y acomoda las piezas y nos conduce al Águila, ignorando la causalidad pero sin alarmismo, esto es, imponiendo una muerte que de algún modo racional se explica y se justifica.<br />A menudo a los niños y a los adolescentes se les ocultan las barbaridades, los costados siniestros de la existencia, los hechos nefandos, quizás por conmiseración o para no incurrir en los tropiezos dialécticos que terminan sustrayendo el entusiasmo de la vida. Pero sucede que descubrir esas tragedias que alguien escondió como basura debajo una alfombra, de golpe, es cosa difícil de digerir y puede ocasionarnos una herida que los años y las explicaciones no borrarán. Resulta que Lucas tenía un cáncer ya inmanejable, esa tarde se lo llevaban a una clínica a la que se retiraba a morir. Parece que al otro día de mi cumpleaños, murió, quebrado por su decisión de que ya no daba para más, quebrado por el tiempo que se le fue sin que pudiera hacer con él algo estable, algo precioso para encandilar a la muerte y convencerla de que valía la pena una prórroga. Yo sé que entonces Lucas, en su muerte, fue un guerrero impecable. Si su vida no le sirvió, creo que su irse le infundió alguna trascendencia y Lucas volverá, volverá de algún modo: invoco aquí los prodigios de la transmigración; lo quisiera como ocelote, como escarabajo del Nilo, como los endecasílabos que le faltaron a un poeta para hacer el poema más alegre del mundo, como cebra de la sabana africana, como gorrión de una plaza donde un jubilado lee sonetos o como campana fiel, fijate lo que digo, como una campana elemental en una escuelita latina donde los hijos aborígenes de la América, tus hermanos y los míos, reciben las letras y el siempre claro pan que son su precaria dignidad. Lucas. Su último acto sobre la tierra fue abandonar el temor y las utopías, no delatar que estaba aterrorizado, y acaso sus últimas palabras habrán tenido cierta entonación portuguesa o tal vez mencionaron el nombre de la bella que no se dejó amar o quizás el dolor no le permitió mover los labios. Habrá pensado en Mónica tal vez, en algún ilusorio volver a verse. Pero el nagual, que lo vio irse, nos consoló contándonos que mientras la enfermera y el médico se alarmaban por los espasmos finales del cuerpo, ya que se sacudía todo como poseso, él lo vio a Lucas bailándose una samba con su negra amada, todita para él, ebrio de cachaça y de esos astros caídos que para gloria del hombre iluminan los ojos de los enamorados que no han aprendido a odiarse aún, de los locos con causa, de los locos sin causa pero que la intentan y la van llevando, de los hombres decididamente buenos y claro, de los brujos impecables, que los hay, aunque pocos.</span><br /></p><p><span style="color:#ffff99;"></span></p><p align="right"><br /><span style="color:#ffff99;">13 de febrero de 2000<br />Galo </span></p><span style="color:#ffff99;"></span><br /></blockquote><br /></blockquote><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1126455033478266832005-09-11T18:11:00.000+02:002005-09-11T18:15:22.550+02:00XXI. El juego de Noé<blockquote id="db36c6c"><br /><span style="font-size:85%;color:#9999ff;">"A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la transmigración."<br />Oliverio Girondo, Espantapájaros.</span><br /><br /><br /><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/anec21.jpg"><img style="DISPLAY: block; MARGIN: 0px auto 10px; CURSOR: hand; TEXT-ALIGN: center" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/anec21.jpg" border="0" /></a><br /><span style="color:#ffff99;">No les he hablado de Natacha. Estuvo poco tiempo entre nosotros, parece que tuvo una disputa grave con los viejos y se fue el jueves santo de 1984, muy disgustada pero triste, se despidió de sus niños (entre los cuales estaba yo, si bien a los doce años ya estaba al borde de dejar de serlo, al menos en el sentido estricto de las palabras o la endocrinología), permitió que fierita la ayudara con su escaso equipaje, y se borró para siempre de nuestra historia. Bueno, como quiera que esa historia no ha terminado, tal vez el futuro, en alguna prestidigitación, me devuelva su cara blanca, su cara pecosa, su sonrisa de día nublado, su pelo tan lacio vencido sobre sus hombros, sus abalorios y baratijas, su cuello largo y alerta, sus manos pequeñas, sus ojos inciertos y cariñosos. Alguna herencia hippie le quedaba en la ropa, en el modo de usarla, o sería sólo descuido tal vez. Un botón faltante en una blusa, una falda larga pero estridente, un pañuelo llevado con distracción o tímido desparpajo, un bolso de hilo deshilachado, sandalias o suecos desgastados, traba en forma de mariposa o de flores convencionales en el pelo, prendedor de fantasía en algún bolsillo o solapa cerca de los pechos. Natacha en sus cumpleaños se quitaba edad, y yo calculo que tendría unos cuarenta años en aquel entonces, por lo que hoy debe ser casi una adolescente, una geminiana de humor exigente y de labios finos que besan como besan las estrellas y las hadas. Y debe andar por ahí, escribiendo poemas a sus amores imposibles, imaginando cuentos para niños, tal vez siga en el atroz rebusque económico de vender relatos eróticos a revistas de dudosa reputación. Escribía muy bien, y tenía el don de hacer que sus palabras tuvieran vuelo, sofisticación, hechicería y locura.<br /><br />Ella inventó el juego del zoológico. Era una mujer que estaba conmovida por el arte del acecho, y era muy diestra para aplicarlo en circunstancias sumamente ocurrentes. No tenía una pizca de agresividad, su acecho era un despliegue de gracia, un desatino muy risueño, muy teatral. Supongo que todo se debía a que era extremadamente curiosa, estaba en el mundo para descubrir y para inventar, era muy agradable, parecía cuando estabas con ella que la brisa se había personificado y te miraba de reojo desde sus ojos entusiastas. Se ponía un dedo en la nariz para pensar, y cuando mentía, se acomodaba el pelo detrás de las orejas reiteradamente. Natacha un día nos llevó a pasear, se le ocurrió ir al zoológico, y pienso que allí se le vino a la mente aquel juego que significó tanto para nosotros. Acechar animales y capturar su ser.<br /><br />Situado en el Cerro de la Gloria, el zoológico de Mendoza no es exuberante, pero tiene alguna que otra cosa para enorgullecerse. Está como cayéndose en espiral a la vez que abraza el cerro, se complica en caminos que ascienden y se cruzan, el itinerario es muy reconfortante, suele estar mal señalizado. No hay pocos animales ni poca variedad, los cuidadores son moderadamente necios. Andan sueltos los pavos reales y se respira un oxígeno cocinado por coníferas. Apenas se entra uno está expuesto al peligro de empezar a recorrerlo de atrás para adelante si elige la izquierda, o sea, ver focas o llamas. Debe dejarse atrapar por la derecha, prestar atención a las flechas y comenzar su viaje con una jaula de aras y guacamayos.<br /><br />Me cuesta un poco reconstruir la escena, hay imágenes que han herido ese día mi memoria y se toman el privilegio de eclipsar las demás y dejarme con rudimentos, y esa incoherencia es la que trato de evitar sin conseguirlo. Pero es que no puedo sustraerme a la visión de Natacha regateando el precio (ya de por sí módico) de las entradas, poniendo esos gestos entre coqueta y mentirosamente quejumbrosa, atormentando al empleado con una descomunal cantidad de argumentos, y todo por darse el gusto de acechar, porque el dinero no faltaba. En cualquier momento, la nostalgia puede apropiarse de las siguientes palabras, es que me estoy acordando tanto de Natacha. Cosas que no le entendí, ahora las veo tan claras.<br /><br />Recuerdo que se salió con la suya, recuerdo que pasamos por la jaula de los coloridos loros y volvimos sobre nuestros pasos porque Natacha nos dijo que iba a enseñarnos algo. Teníamos que mirar a los animales, pero tratar de no pensar. Estar muy atentos. Sólo observar. Y luego, con algo que estaba en el ombligo para los varones y debajo del ombligo para las nenas, atrapar la mirada del animal. Si lo conseguíamos, nos dijo, íbamos a sentirnos como si fuéramos ese animalito. Entonces después, a la vuelta o mientras tomábamos unas cocacolas, nos contaríamos qué sentimos. Así empezó aquel juego, que nos transportó a maravillas de la percepción que difícilmente quepan en las palabras, sobre todo si son las mías, tan torpes frente a las de Natacha contando que un cisne era un espejo donde el agua del lago se enamoraba y se creía jazmin con plumas, que un tigre era una llamarada de sombra y un grito de hermosura parecido al mejor crepúsculo de una costa sumida en luceros, que una serpiente era un garabato de perfidia tan parecida a la comisura de una falsa boca o a la arruga tenue que maltrata los ojos de una mujer que fuera hermosa.<br /><br />El primer animal con el que tuve éxito fue una iguana exótica, llena de tornasol y terracota, de cresta soberbia y cola gruesa. Para Amanda, nada como los guacamayos. Ahí mismo, dice, después de que Natacha propusiera el juego, ella se quedó enganchada de los azules y verdes en un ala, del gris en la rara pupila del ave, del pico como pimpollo o como caracol. Se transportó a una selva confusa en la Amazonia, tuvo miedo a la noche, supo que el guacamayo era una criatura tímida y triste, vestida de los colores que su alma no tiene, supo lo que se siente en una lluvia estival cuando se cuida huevos. Para mi la experiencia con la iguana llegó después de fracasar con varios animales, cigüeñas, roedores, leones. Me asomé a cierta quietud total que el reptil tenía en la pesada siesta, y lo vi parpadear tenuemente. En un instante, sentí cómo mi propia cara era la de la iguana. Supe que las crestas a veces pican, que la lengua se pone espesa, que parpadear es respirar. Sentí mi cuerpo en detención sobre el espacio, ajeno a la prisa, sepultado en sangre fría, no empujado por ese raro nerviosismo de los mamíferos. Sus escamas, su piel resbalosa, era la mía, y estaba hecha de tiempo demorado, del aliento seco de piedras prehistóricas, del frío de espada inmutable que tiene un amanecer de invierno. Lucía debió golpearme en la espalda para que yo dejara de hacerme la estatua, pero es que yo no me hacía la estatua, es que sentía que moverse era inútil y que había olvidado cómo hacerlo. Recuerdo que tambien casi me sintonicé ese día con una pantera negra dormida, que roncaba su sueño de felino y acaso ese sueño no tenía barrotes ni crueles niños asomándose.<br /><br />A mitad del trayecto, cerca de la jaula de los monos, nos detuvimos a descansar y merendar. Cada cual expresó su antojo frente al kiosco, y nos sentamos cerca, antes de ir a ver los elefantes y los osos, entregados al sencillo goce de complacer el estómago. Natacha nos contó historias, siempre lo hacía, historias mágicas. Pero luego hablamos del juego. Sólo Amanda y yo habíamos tenido suerte. Natacha dijo que todavía quedaban muchos animales, y que no había que desanimarse. Trinidad se había sentido castor, pero sólo recordaba una sensación de suciedad húmeda, de olor a tierra y agua estancada, sensación de bigotes y de ramitas secas. Ninguna imagen, nada sugerente. Entonces Natacha contó cuando le pasó eso con un gato. Ella se contagió de su prestancia, de su perplejidad entre ojos, de su posar las patas y contonear la cola. Era chica, y se la pasaba gateando, acechando ventanas, bostezando cuando nadie la veía o soñando cacerías a la luz de una luna creciente.<br /><br />Después de esa vez hubo otras muchas. Al tiempo de que Natacha se fuera, a Lucía se le ocurrió decir que era el juego de Noé, y lo explicó a su manera: diciendo por que sí. Suponíamos una obvia asociación con la fábula del arca que hay en un libro de recopilación de mitos venerado por algunos. Más allá del acecho, de poder consubtanciarse con la esencia de cada animal, fenómeno que linda con la transmigración, yo aprendí a amarlos. Porque en todos ellos encontré algo en común, algo que da vértigo al principio. Es un vacío, no sé cómo explicarlo, un agujero pronunciado, un abismo sin fondo en el que caen desde sus bordes, y desde el cual vuelven a surgir como presencia inmediata; esto a un ritmo que está sincronizado con los explosivos átomos de helio en el sol, con el rugido elíptico de los planetas en sus órbitas, con el tic tac de los pulsars cósmicos, con la simetría silente de los cristales de nieve, con la respiración telúrica de la pachamama, con el ir y venir de los océanos, con el guiño de las estrellas, con el flujo y reflujo de la primavera sobre los jardines del mundo: con el latido. En los animales aprendí a oir el latido, el intento vivo que baila su diastole y su sistole, el milagroso latido común de todo lo que es. Enajenados, estamos en discordancia con ese latido, pero cuando volvemos sobre nosotros mismos, más allá de la máscara del yo, cuando el silencio a nosotros vuelve y nos redime, aparece el latido en las yemas de los dedos, en el lóbulo de la orejas, debajo de la lengua, en el ombligo y en el corazón. El latido, que es la canción de la vida susurrada en los seres. La inmediatez que tiene la existencia de los animales, la sobriedad infinita, la ausencia de mente egoica, eso debemos ir a beber en ellos, eso debemos amar, esa lección que sin pompa, en su silencio y en su desesperación frente a la muerte, nos pueden dar, si los acechamos, si los metemos al arca de la percepción, ampliando las fronteras o, sencillamente, derribándolas sin aduanas y sin contemplaciones. </span><div align="right"><br /><br /><span style="color:#ffff99;">18 de febrero de 2000<br /><br />Galo </span></div></blockquote><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1126189686063458492005-09-08T16:38:00.000+02:002005-09-08T16:49:11.690+02:00XXII. Cronopio cronopio<a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/anec22.jpg"><img style="DISPLAY: block; MARGIN: 0px auto 10px; CURSOR: hand; TEXT-ALIGN: center" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/400/anec22.jpg" border="0" /></a><br /><br /><span style="color:#9999ff;">"Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: "La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad". Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.<br />Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas ni se molestan."<br /><br />Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas, Viajes.<br /></span><br /><br /><span style="color:#ffff99;">Qué cosa es, realmente, el tiempo, ¿qué cosa es? Una maltratada metáfora lo concibe como un río que no sabe más que transcurrir. Un griego al que llamaban oscuro, según cuenta o miente Diógenes Laercio, habría dicho que el río nunca es el mismo río y que aquél que un día se bañó en este río ya no es éste que ahora se vuelve a bañar. Porque el volver es apariencia, porque todo se precipita y siempre se está yendo. Nos vamos de nosotros mismos también. Allá en la orilla, siempre hay un Galo que me despide; y este que se siente navegante y viaja, también hallará su último puerto en el próximo, también se quedará agitándole el pañuelo a algún otro Galo que partirá otra vez. ¿Qué cosa es el tiempo en el que nos deshacemos? ¿No va la memoria con sus manotazos de ahogado y sus manos de agua recuperando un día, un rostro, un árbol, unas palabras, como si en esto se cifrara la pertinaz labor de aspirar a la trascendencia? ¿Será aliada la memoria? Todo lo que cabe en el ayer es lo que fuimos y lo que tuvimos y lo que nos tuvo. Algo de raigambre hay en eso de recordar, algo de sostenerse en esta nada a lo que la vida nos deparó, y sin embargo, el guerrero le hace algo a su memoria: al recapitular, el guerrero madura su ayer y se libera pero lo devora, el guerrero enguye sus días pretéritos y sus amores idos y sus muertos atesorados. Se hace uno con aquellas cosas, vence la falacia del tiempo al traer a presente y eterno presente todo lo que se le ocurre a la nostalgia. Yo por ejemplo, tengo una luna de setiembre en mi ventrículo izquierdo, ahí mismo donde convive el hijo que perdí, la esposa que dejé y me dejó, el corpiño blanco de mi segunda novia (erótico trofeo, inofensivo fetiche evocador de perfume y suavidad), el curioso gesto del abuelo examinando su limonero, el Silmarilión de Tolkien que no leí pero atesoro, un incompleto mazo de tarot, un papel de chocolate donde una niña me confesó amarme, un ajedrez de plástico en el que aprendí que también la vida es una sucesión de escenarios negros y blancos donde se juega y se obedece. ¿De qué otro modo se llega al "fuerte corazón" de los chamanes sioux o de los guerreros nahuas? Cada cosa que la recapitulación recupera de aquella distracción que es la memoria va contribuyendo robustez al corazón: "rostro sabio, firme corazón" canta el viento en la danza de las salamandras invocadas, canta el fluido Ehecatl en las gargantas de las sacerdotisas y en la insustancial voz de la aurora, cuando hacia cualquier horizonte la tierra es templo y uno sonríe al sentirse heredero, camino, luz que aguanta, corazón de roble y de niebla.<br />De esa cosa indefinida, de ese río que ya nunca será, como laborioso pescador voy sacando reflejos, peces, miserias, días, besos, tumultuosas cosas, apacibles cosas, voy probando mil anzuelos, voy estrenando cada vez una esperanza nueva. En estos días, recuperé un casette que precariamente conserva parte de una conversación entre Aureliano, Macedonia, Leónidas (Leo), Mariana y yo, la cual tuvo lugar un crepúsculo en Cuzco, Perú. Es trivial cómo comenzó, y también abundamos en lugares comunes. Pero hubo un instante en que nos encontramos hablando filosóficamente de mil cosas, algo parecía habernos puesto a debatir cosas eternas, y a Macedonia se le ocurrió grabar lo que decíamos. El hecho de estar registrando lo que sucedía es posible que a ella la pusiera en una actitud diferente, con algo de pose, y que las palabras de Macedonia no la representen del todo como ella es. Pero los demás fuimos cazados en espontaneidad porque no lo supimos hasta varios días después. Y esa previsión de Macedonia, ese juego, ha permitido que aquella tarde de vagabundos místicos y amigos inseparables de algún modo perdure, cosa crucial para un cronopio que se precie de tal, sobre todo si el tiempo ha hecho luego de las suyas y nos ha separado quizás para siempre. La improvisada fogata, los jarritos de lata con sopa crema de arvejas, el poncho indio de Mariana, la bondad de Aureliano, los ojos de Macedonia, todo se ha ido, y rara magia, Karí Katsuomí, el arte de la recapitulación, ha hecho de aquel casette y de los recuerdos un relato de poder, un diálogo hechizado, del cual transcribo aquí algunos fragmentos.<br /><br /></span><blockquote><span style="color:#ffff99;">- El mundo es una ilusión – decía Leo, qque se había empecinado en<br />eso.<br />- ¿Qué querés decir con ilusión? – preguntó<br />Aureliano.<br />- Que no existe.<br />- ¿Y qué es existir? – indagué yo.<br />- No ser ilusión.<br />– Acá hay risas, pero Leo estaba muy serio.<br />- ¿Hay algo que exista?<br />- Bueno... yo. Yo soy, yo invento el mundo.<br />– Leo nos mira con astucia, acaso desprecio.<br />- Estás muy solo<br />– sentenció no sin compasión Mariana.<br />- ¿Mariana no te das cuenta que no te cree? Para él, todos nosotros somos<br />su invento – apunté yo.<br />- ¿O sea que si lo cago a piñas es él que se lo está<br />imaginando?<br /></span></blockquote><span style="color:#ffff99;">Hubo más risas. Qué tonto me parece todo esto si lo veo con mirada ajena, pero estar ahí con ellos, volver a escuchar esa broma de Mariana, sentir el cielo estrellado del altiplano gritando encima nuestro, es cosa de incalculable valor para mí en estos días.<br /><br />Este otro fragmento tiene que ver con el amor, o eso parece:<br /><br /></span><blockquote><span style="color:#ffff99;">- Yo quisiera un día enamorarme como locco – suspiraba Aureliano.<br />- ¿Para? – atacó Macedonia.<br />- ¿Cómo para? El amor es lo más lindo que te puede pasar.<br />- Cierto – dijo Mariana mirándome, yo fui al encuentro de esos ojos y entre los dos por un instante no hubo espacio ni temores.<br />- No sé... – dijo Leo, que hacía poco casi se había muerto por la fiebre de unos cuernos espantosos.<br />- El amor no pregunta, decide. El amor te compra y no se vende. El amor te hace mierda y te edifica. – como puede ver el lector, mi reflexión era harto concienzuda. Está demás recordarle clemencia.<br />- Ya salió este otro... – Macedonia, la adorada acechadora, siempre jugando con su mal humor.<br />- Yo quisiera que alguien pensara siempre en mí, alguien que pueda cuidar y que me cuide. – insistía Aureliano con argumentos insostenibles.<br />- ¿Y eso te parece amor? – dijo Leo.<br />- Eso es pelotudez – contribuyó Macedonia.<br />- Para mí el amor es una ilusión – y con esto Leo quería volver a lo que ya había dicho, sin conocer a Berkeley ni entender muy bien eso de postura idealista o nihilismo.<br />- ¿Vos qué pensás Mariana? – dije yo, porque quería oírla, quería que con su amor me gratificara, me hiciera sentir pleno.<br />- Yo creo que Leo tiene razón, el amor es una ilusión. – Aquí es donde yo me descorazono un poco, me pongo de costado, miro la llama, su secreta volubilidad, me siento un algo triste y un tanto ido. Se hace un silencio. Sé que me miran, sé que el tono de Mariana ha sido melancólico. Sé que no hay respuestas, que el amor siempre es una pregunta, y es la fuerza con la que se sostiene una duda.<br />- ¿Por qué dicen eso? – Aureliano se oye en la cinta como si tuviera miedo, pero no era así, es que empezaba a hacer frío, y con ese silencio, realmente parecía que un apu se hubiera llevado las voces.<br />- Es ilusión como ilusión es un sueño. ¿No hay sueños hermosos? ¿No hay ensueño, o sea, un sueño real? Hay amores que son sólo pesadilla, hay amores que son una ilusión mientras dura, y hay amores que son como ensoñar, creo yo, se viven en una realidad aparte, no son de este mundo y para este mundo serían ilusión. – No en vano, Mariana es poeta y es mi amor. Pero si bien lo que dijo fue dulce y nos dejó a todos iluminados, hoy siento que fue triste lo que dijo, que muchas veces el amor más intenso sólo se puede expresar con ese confuso estado de despiadada pena.</span></blockquote><br /><span style="color:#ffff99;">Y luego está el juego de los cronopios y famas. Vale transcribir algunas frases porque, si bien son dudosas por su estética o eficacia, para mi evocan mariposas, traen a la soledad de mi habitación un aroma de jazmines que llega sanando todo, su elemental literatura de adolescencia suena en mi casa, desordena almohadones, sacude cortinas, se sube a la grupa de una canción de Sabina que viene en la radio. Es martes de brujería pero ando medio compungido, todo mi poder anda tapando los huecos que una brutal pérdida ha dejado, no veo y no ensueño, las cosas me acechan y no yo a ellas... pero están mis amigos, subidos al Perú de noche aquel día, subidos conmigo en una aventura de mochilas y libros; Cortázar siempre es amigo, ya desde entonces y antes, cuando a Lupe se le daba por leernos historias de cronopios y de famas a la orilla de la cama; todo esto, perdonáme otra vez, se hace colirio y me recupera los ojos que parecen haberse ahogado en llanto. Te cuento lo que te cuento y entonces puedo dejar de oir a la flaca de manos de hueso que rasguña mi lecho o se pasea por la cocina recordándome que en la heladera hay casi nada para comer, que no he barrido el comedor, que las plantas del balcón están medio torcidas por falta de agua.<br /></span><blockquote><p><span style="color:#ffff99;">- ¿Cronopio cronopio? – nos tienta Maceddonia.<br />- Dale cronopiemos – me prendí yo enseguida.<br />- Pucha, no me gusta, nunca se me ocurre nada copado – Aureliano, se queja, pero es que siempre se queja. Juega de todos modos, y no lo hace mal, ya vas a ver.<br />- Yo veo un cronopio que piensa que la luna esta noche está arrastrándose, piensa que la luna tiene parientes entre las babosas y los caracoles, y otros seres fríos y húmedos de jardín o de anticuario. – éste ha sido Leo.<br />- Pasan un puñado de famas bailando tregua y bailando catala, una esperanza al acecho los mira de reojo, espera que sencillamente se caigan al suelo de borrachos o de puro famas. Pero los famas llevan pañuelos coloridos y la esperanza le tiene aprensión supersticiosa a los bordados y a los amarillos. – este he sido yo, el yo que era.</span></p><p><span style="color:#ffff99;">- Diversión de un cronopio, enjugarse las lágrimas del ojo izquierdo con la media del pie derecho. – Aureliano, el que no se inspiraba para nada. - Las esperanzas entre sí se odian y se aman de a ratos, y según lo que dicte el pronóstico meteorológico local. Si un cronopio habla de mal tiempo no es porque lo leyó en el diario ni porque salió a la calle, es porque se ha visto en el espejo antes del desayuno o porque no encontró las pantuflas y apoyó sus pies fríos en el piso aún más frio, o porque se despertó oyendo pájaros y no ha parado de llorar, cosa que implica lluvia – este soy yo de nuevo. - Yo supe de un cronopio que cansado de que su reloj atrasara, se adelantó él. Vivió de pronto y de prisa, amó a las apuradas y murió de repente. Lo enterraron a medias, sin su reloj, y al descuido alguien anotó las iniciales de su nombre en la solapa de su trajecito postrero, pero se comió una letra por hacerlo a las apuradas. – Mariana, que había estado pensando largo rato lo que iba a decir. - Un fama se hace brujo y lo publica en la luz astral, un cronopio se hace brujo y se disculpa todos los días frente a las velas y amuletos, una esperanza ya es bruja de nacimiento y sólo se desbruja cuando ama cronopios, porque cuando ama famas, tiene que escabullirse por hechizo o por cazuela. – Otra vez yo, que rápidamente usurpo los espacios y termino fabulando sin parar.<br />Creo que está bien que el guerrero, o el que como yo, desesperadamente aspira a parecérsele, se suelte y le de rienda suelta a su charlatanería de vez en cuando. El hábito de hablar solo, el de inventar relatos de cronopios, el de filosofar porque el aire es gratis, el de hacer muecas delante de los espejos y las vidrieras comerciales de precios irrisorios, el de cantar cuando se siente que el diafragma no tolera más angustia, el de prepararse un café y no entorpecerlo con azúcar, todos son para mí no-hábitos, algo así como no haceres pero que uno busca empecinadamente para tolerar un naufragio, una ruptura o un amor que nos ha fracturado transversalmente. Son no haceres premeditados, parte de la estrategia, bufonescas conductas que restablecen la sobriedad para que el espíritu, inasible vertedero de luces y luceros, llegue a la frente del afligido guerrero y le deje un beso, una cinta roja o una pluma de águila. Y a lo lejos, allá detrás del tiempo y los días, sigue estando en esa tarde de Cuzco mi Aureliano querido y Leónidas sale a buscar ramitas con Macedonia, y Mariana se acurruca otra vez a mi lado y se duerme, cansada y protegida, y yo siento que puedo protegerla y me engaño y lo sé, pero el amor está hecho de estas ilusiones: si es que el mundo lo inventa cada cual, en mi mundo Mariana está segura al amparo de mis brazos y de su poncho indio, y yo me dormiré mucho más tarde, cuando el fuego ceda y la imaginación deje de susurrarme historias de cronopios.</span></p><p><span style="color:#ffff99;"></span></p><p align="right"><br /><span style="color:#ffff99;">24 de febrero de 2000<br />Galo</span> </p></blockquote><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1125843924548055062005-09-04T16:19:00.000+02:002005-09-04T16:37:19.326+02:00XXIII. La esperanza y Estela que guardaba una esperanza<blockquote id="3f8aec21"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;">"Las lágrimas que no se lloran</span> <span style="font-size:85%;color:#ccccff;"><br />esperan en pequeños lagos?<br />O serán ríos invisibles<br />que corren hacia la tristeza?"<br />Pablo Neruda, Libro de las preguntas </span><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/1600/anec23.jpg"><span style="font-size:85%;color:#ccccff;"><img style="FLOAT: right; MARGIN: 0px 0px 10px 10px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/4674/1268/320/anec23.jpg" border="0" /></span></a><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><span style="color:#ffff99;">Estela era una de las brujas guardianas del nagual Zacarías, trabajaba con el poder de los cristales y estudiaba Qábbalah, su predisposición al acecho era confusa debido a que también era ensoñadora, y cuando debió ajustarse a la regla dicen que simplemente arrojó una moneda al aire y le tocó ser acechadora. No era bella para la primera impresión que uno se hacía de ella, pero a medida que uno se relacionaba más y más, parecía irse transfigurando, y uno descubría una oculta hermosura, una rara luz que nunca se extinguía en sus ojos verdes. Era robusta, de grandes pechos contenidos en escotes inapropiados, de pechos que supieron del amor y luego se llenaron de olvido y decepciones. Llevaba el pelo corto, lo teñía asiduamente de rojo, dejaba que pequeños mechones hicieran un marco irregular para su frente amplia y surcada de grietas que delataban pasadas amarguras. Las cejas espesas, la nariz fina, los labios muy gruesos que jamás vi pintados, la belleza de los ojos ligeramente asimétricos, sus pesados aros de mulata de comparsa bahiana, en fin, todo su rostro, creo que no podría caber en la palabra gracia y obligaría a ampliar la significancia de la palabra belleza. Tenía las caderas anchas y la cintura fina, largas piernas de sagitariana, torso más bien breve, costumbre de vestirse con ropa clara o jardineras de jean. Tenía esa voz que hace falta para cantar el tango y para decir te quiero bajo la luz de un farol callejero. Hubo el rumor de que se enamoró de Lucas, pero después de su último naufragio en el amor se propuso no ceder a esas pasiones. Con paciencia orfebre (más que con habilidad) confeccionaba collares con piedras colgantes apropiadas para cada cual. Compartía el cuidado de los jardines con Jacinto, adoptó como si se tratara de su hija carnal a una niña retrasada mental que se llamaba Victoria, y la convirtió en la criatura más temible que conocí.<br /><br />Se entusiasmó con los sephirot gracias a la sostenida amistad que sostuvo con una vieja judía a la que ella cuidaba con celo y estómago; sin ser enfermera tenía esos atributos que hacen que ciertas personas hagan lo que hay que hacer sin mayores cuestionamientos. Encargarse de la mierda y de los caprichos de esa vieja la recompensó con develaciones, entre novela y novela, sobre el universo de la Qábbalah. Universo extraño, de magia rigurosa y patrones un poco rígidos, universo donde hay un Dios y hay legiones angélicas y cosas por el estilo, donde la fe no es una cosa turbia sino más bien una evolución de la superstición de pueblos nómadas que produjeron el monoteísmo entre la desesperación y la ignorancia, entre el hambre y las persecuciones, entre la estricta degeneración y la inspiración de hombres paranoicos que se hicieron lugar como profetas. La esclavitud enriqueció esas oscuras doctrinas por el estrecho contacto con el saber oculto de los egipcios. A pesar de su corazón un tanto primitivo, cierta ósmosis dotó de complejidad aquellas ideas, siglos más tarde, en Alejandría, cuando por ahí cruzaban todos los pueblos y transfundían sus saberes y sus muchas preguntas. El neoplatonismo, mitos sumisos o ásperos, las herejías cristianas, una facción del fariseísmo, la concentración de riqueza y de pergaminos, todo vino a conformar una cosa llamada Qábbalah, o tradición de Dios. El álgebra, la enjundiosa combinatoria, el infaltable azar, el anhelo de redención, la veneración de unos pocos libros, la idea de saber por revelación, la búsqueda de paradigmas para evitar encontrarse con eso que sospechan los inteligentes (que no hay Dios, que si lo hay no es como pensamos), las expectativas del fanatismo, refugiarse de las dudas intransigentes, todo eso también vino a ser la naturaleza de la Qábbalah. Con el tiempo, se cruzó los linderos del judaísmo, hubo en el medioevo un auge por temas como el de las emanaciones y senderos, luego no hubo secta esotérica que no se viera influida por esto que antes fue patrimonio de rabinos y aún antes fue invención de locos angustiados existencialmente, errantes patriarcas del desierto o miserables genios sometidos a los rigores físicos del látigo y el trabajo excesivo. La Qábbalah fue un grito de orgullo intelectual y de fe ciega que parió un pueblo desesperado. Y una vez en el mundo, las cosas del mundo le dieron sabiduría. El tiempo le dio años, y hasta Estela hizo algo por aquella tradición: la aprendió con todo su ser. Luego halló conexiones entre el árbol de la vida y los cristales, y entre el árbol de la vida y el nagualismo. Escribió esto en apuntes, un día el nagual leyó sus elucubraciones y salió a los gritos. Su eureka fue gutural y poblada de groserías, pero lo que quería decir es que Estela no sólo era bruja, sino también una mente privilegiada. Aquello enriqueció el cuerpo de conocimiento de nuestro linaje y nos puso en un camino lleno de futuras revelaciones.<br /><br />Estela usaba mucho el cuarzo. La estructura de los cristales reproduce fractalmente los patrones que adquiere la energía del intento al desencadenar partículas elementales en una cascada, cosa que tiene lugar en la atmósfera. Otras cosas como la simetría y la física cuántica, la metageometría no euclidiana y las teorías del caos pueden un día justificar teóricamente lo que Estela hacía con sus cristales. Los alimentaba de sol o de luna, según el uso predestinado, casi siempre curar, pero alguna que otra vez, preparándolos como armas mágicas. Emborrachaba hematites en odres de vino tinto para sanar corazones deshechos por la pérdida de seres queridos. Escribía runas incas con esmalte sobre piedras lajas y sólo las sacaba de la casa por la noche, si había luna nueva, para que sólo las estrellas besaran los dibujos. Entonces así producía objetos de poder que luego le servían para convocar entidades o evitar que el tiempo la convirtiera en un ser adiposo o arrugado. Despertó la inteligencia dormida de la Vicuñita haciéndola dormir con un anillo de zafiro en el meñique izquierdo y una piedra redonda y negra de obsidiana en la vagina. Redistribuía energía del cuerpo luminoso agitando un bastón de madera de pino que tenía siete piedras en la punta, que si no me falla la memoria eran topacio, ópalo, ámbar, jade, esmeralda brasilera, diamante y rubí. Y otras muchas cosas que no recuerdo del todo; recuerdo un cristal que le permitía ver a través de él, a la hora del crepúsculo, cómo los voladores sin víctimas salían a devorar gente durmiendo y cómo los aliados en pena transitaban los senderos desolados a las deshoras; recuerdo apenas, un ojo de lapislázuli que usaba para curar la ojeadura de los bebés y para ayudarle a parir a las gatas de la madrina Sofía.<br /><br />De su vida antes de llegar a la comunidad, Estela decía poco. Parece que tuvo un marido y un hijo, pero los perdió a ambos en un accidente. Se sumió en una vida muy sombría, envilecida de soledad y constante penuria. Restos de aquella Estela perduraban ciertas tardes de domingo, en que se cubría de silencio y no estaba para nadie. Yo sé que muchos pensaban que se daba a la práctica de complejos rituales en su habitación, pero conocía la verdad y es que Estela simplemente se derrumbaba sobre su cama y lloraba con estremecedor desamparo. Era entonces cuando la veía como un ser atribulado, y su llanto a escondidas era un pedido de auxilio que no podía desoír, pero no tenía nada para darle. Me sentaba a menudo cerca de la puerta como cuidando que nadie quisiera molestarla y atento a eludir cualquier indagación de algún curioso. Simplemente no quería que los demás rompieran su imagen de guerrera indomable, porque esa imagen era una guía para muchos, entre los que me incluía. ¿Por qué tuve que saber que sufría, que era humana, que necesitaba amor, que sus pérdidas aún agitaban demonios de aflicción en su espíritu noble?<br /><br />Uno de esos días en que velaba su secreta desolación, y cansado de hacerme el distraído, irrumpí en la habitación, abrí a más no poder las persianas, me tiré encima de ella y la abracé con locura. Ella no era Estela, no era bruja ni guerrera, era una niña grande sin voluntad, atada a su cama por los recuerdos que venían de una foto, una foto que nadie vio jamás, en la que se veía un desconocido de bigotes con un niño gordo de la mano. No era una foto bien tomada, sus protagonistas parecían distraídos o irritados por el compromiso de quedarse plasmados en papel. Ella estaba poseída por esa foto, sus ojos se perdían en esos rostros inmutables, los interrogaba en vano con lágrimas tiranas, y yo hice lo único que podía: arranqué la foto de sus manos, corrí y la rompí. Estela se desplomó, me odió, lloró cuatro días y tres noches. Pero ya no hubo más tardes de domingo con puerta cerrada y llanto ultrajador. Creo que Estela algún día, mucho después, me perdonó, cosa que me tenía sin cuidado, yo me sentía su redentor, al robarle lo único que le quedaba le había quitado ese veneno de la esperanza, eso que Nietszche veía como la peor de las maldades de la maldición de Zeus, cuando envió a Pandora con su famosa caja a sembrar quebranto y miseria. Sí, la esperanza, el inútil anhelo de dilatar una espera y de ansiar un reencuentro que no ocurriría, el último resguardo de su apego. Lo hice pedazos, no me lo perdono y no obstante, tenía que hacer algo, o tenía que creer que eso sirvió. Y si me equivoqué, donde quiera que esté, yo a mi Estela querida le cuento que fue por amor, le suplico vehemencia, la sueño navegando lo infinito con alas inquebrantables y cada vez que nieva, cada vez que se vienen a posar esos copos de milagro en la ventana que me ha visto enfermarme de pena o de pasión tantas veces, en la delicada belleza hexagonal de la nieve recuerdo los cristales de cuarzo que andará pulverizando Estela en los cielos blancos que envuelven los años cuando ella era feliz, cuando yo, quizás, también lo era. Sin esperanza no hay protección para la devastación que nos produce el desarraigo, y esa vulnerabilidad, ese ponerse al alcance, es impecable como la nieve que se acumula, que anticipa el alba, que es secretamente hermosa, que reduce el rigor del frío y que desaparece sin dejar rastro, volviendo a ser río, nube, lágrima otra vez, ¿no es cierto?, le digo a Estela a veces. Y no sé por qué, sé que me escucha. </span><br /><span style="color:#ffff99;"><div align="right"><br /><br />3 de marzo de 2000<br /><br />Galo </span></div><br /></blockquote><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-14122349.post-1125785226860983912005-09-04T00:03:00.000+02:002005-09-04T00:07:06.863+02:00XXIV. La partida del nagual<div align="left"><span style="color:#ccccff;">"No es posible regresar a ninguna parte. Los puntos de partida no se quedan quietos y a la vuelta ya no están. Para poder volver se necesita, por empezar, un punto de partida eterno e inmutable. Pero todo se mueve y no hay forma de detener el Universo. Créanme si les digo que nadie ha efectuado nunca jámas un verdadero regreso. El hombre que lo consiga cumplirá la hazaña más grande de la historia." </span></div><div align="left"><br /><span style="color:#ccccff;">Alejandro Dolina, Crónicas del Angel Gris, Refutación del regreso. </span></div><div align="left"><br /><span style="color:#ffff99;">Augurios y señales son cosa cotidiana en la vida del brujo; me corrijo, son cosa común para toda la gente, pero el brujo está atento a cuando suceden. Es que se trata de un diálogo con lo infinito manifiesto: el guerrero, que siempre está tan solo, tiene siempre esa compañía abstracta del mundo y es como sentirse amparado. Cualquier acción consensuada con el entorno es la correcta, porque se inserta en el flujo de las cosas sin transgredir, sin forzar, sin inapropiarse y sin apropiarse. El ser-en-el-mundo es congruente con el latido de lo que Allí-Existe, el hacer del guerrero es sencillamente ser-en y ser-con pero serlo oportunamente y sin ambages. El infinito es un consejero sutil, estar abierto a sus mensajes es imprescindible para que la brújula del navegante no resigne su Norte a la primera tempestad.<br />Augurio es un aviso de lo que puede acontecer, señal es un parecer en el presente. Los hay a raudales en mi vida, quisiera presentar alguno que fuera notable en el sentido de constituirse en irrefutable. Cuando el nagual Zacarías se fue, por ejemplo. La última vez que lo vi no supe que era la última, y sin embargo, todo tipo de señales me lo decían a gritos. Un cielo gris, un apenas sol plateado, una lluvia reciente y baldosas flojas salpicando agua, una caminata fuera del tiempo y fuera del pasar, una dignidad estremecedora en el porte del viejo, una saturación de miseria en los alrededores, una ausencia súbita de niños. Un silencio dilatado, sólo andar por la ciudad, pero ver las cosas como él las veía, casi acariciándolas: despidiéndose. Vagabundo, forastero y desterrado. Titubeando en las esquinas, cada cruce de calles era una elección final: doblar por una avenida equivalía a negarse la visión final de otras calles, con sus casas y sus negocios y sus árboles, y ese gato que ilumina una ventana y aquél niño en bicicleta que diverge, que ya no nos dejará ver su cara. ¿No nos habrá pasado ya algo así? ¿No habremos visto ayer por última vez un rostro, no nos habremos detenido por última vez en aquél bebedero de tal plaza, no habremos oído la semana pasada por última vez esa sonata de Scarlatti? Si vivir es un desbarrancarse hacia eso donde queda el olvido y queda el despojarse de todo, cada instante es posible que hagamos por última vez cualquier cosa. ¿Y hubiéramos querido hacerla de ese modo, del modo en que la vivimos? ¿Se podrá elegir? Si ayer te dije algo hiriente y hoy lo lamento profundamente, ¿podría no haberlo hecho? ¿Qué tal si ser guerrero es sólo asumir con temple feroz lo que nos es dado sin que pueda caber la más mínima esperanza de optar o reparar? ¿Y si ser guerrero no es dejar la idiotez de lado, si no tolerarla con dignidad?<br />Para el nagual ya todo era resignación: estaba en vísperas de sentir la nada que somos sin ninguna protección o artificio. Su humildad iba en sus pies y en sus ojos, en sus manos caídas la angustia vencida, en su sombrero ladeado el penúltimo atisbo de la elegancia indigente. En un momento dijo, con disimulada desesperación: "¡tanto que queda inconcluso, tanto que será póstumo sin que lo sospechemos siquiera!". Lo dijo mirando una estatua de San Martín, y mi irreparable distracción no pudo en esos instantes darle a sus palabras el peso premonitorio que tenían. Cuando volvía a mi casa, cansado de caminar y un tanto desmotivado por lo parco que había estado el nagual, un auto apremiado atropellaba a un anciano en su bicicleta, lo condenaba a despojos sobre la vereda, le quitaba un zapato. Era la señal. En algún lugar que ya no sé imaginar, en esa su mecedora que había tupido de flores Lupe y había pintado muchas veces Juan, un viejo querido dejaba su equipaje osario final, se subía a una exhalación: la última, volvía a su montaña a ser montaña. Zacarías Ulloa, matón, erudito y brujo, amante sin reparos, a un mes de que litigios legales le arrebataran la comunidad y la alegría de los niños, con su amada perdida en oscuras sombras irreparables, sus hijos enfrentados y dados a insensateces sin fin, aquel hombre, amado y odiado, con casi cien años de batallas y desencuentros, testigo y hacedor de milagros y maravillas, viejo pero niño, pero triste, de sonrisa ancha y barba blanca y pelo de luna, mi maestro y mi luz, se cruzó de orilla, garabateó los horizontes de la tarde con sus alas de cóndor extendidas y se dejó atrapar por el infinito para no volver jamás.<br />Estar pendiente de las posibles señales se hizo tan crucial desde entonces para mi. Mi viejo, de bufanda roída por los tantos inviernos y de gabán mordido por las polillas de la sabiduría y de la penuria, de zapatos lustrados por la caridad, de camisa única mal planchada por las manos apuradas de su última bruja fiel, parado a duras penas en la esquina donde nos despedimos, parado en el mundo como un rey derrocado que no necesita de apariencias para inquietar con su elegancia, me dijo lo que oí tantas veces: "nos vemos, Galito". Pero si yo no hubiera sido tan yo, tan egoyoísta, si no hubiera estado tan alarmado por la hora o por el hambre o por la secreta cita con una bruja desnuda, hubiera sabido que su mirada entrecomillaba o ponía en mayúsculas el verbo cotidiano; no era que íbamos a vernos otro día, dijo "nos Vemos", como enseñándome que había un lugar en el mundo, sin tiempo, donde él y yo siempre continuaríamos conversando del universo, de las mujeres y de los libros, donde nos veríamos desmontada la estantería de la falsa percepción, como dos seres gemelos, atrozmente solos en un país de sueños donde todas las pinceladas las dio un día la tristeza y el amor. Hubiera visto esos dos pájaros que venían juntos y separaron sus destinos sobre nuestras cabezas, hubiera oído la congoja del momento al entender porqué el otoño hace eso con los árboles, los deshoja y expone vulnerables a la violencia del invierno venidero. Ese inclinar de su sombrero y su darse vuelta, su alejarse despacito, todo eso fue su adiós, no dejó otra herencia que el fuego inextinto donde arde nuestro anhelo de libertad, no fue magnífico ni se dio a piruetas de percepción. Convocó el silencio y la humildad, reveló que ante todo, más allá de las falsas coronas con que nos adornamos para impresionar, somos un puñado de huesos y una carne que se va gastando, somos un alma surcada de arrugas y cicatrices que quiere desalmarse y desvestirse, confiarse niña a una brisa última y desmayarse en el sueño donde nos esperan los que hace rato se están soñando muertos. </span></div><div align="right"><br /><br /><em><span style="color:#ffff99;">10 de marzo de 2000<br /></span><span style="color:#ffff99;">Galo </span></em></div><div class="blogger-post-footer">Im?genes y Texto Por Diego Galo</div>Blog de almahttp://www.blogger.com/profile/00672536819156102513noreply@blogger.com0